Tres patriotas españoles

La imagen del primer personaje es inolvidable: vestido con una casaca gris plateada, está sentado y sostiene con la mano derecha un libro abierto, cuya lectura –suponemos– acaba de interrumpir; apoya el codo izquierdo sobre la mesa y su mejilla descansa sobre esa mano. Parece seguir mirándonos, con digna melancolía. Así lo retrató don Francisco de Goya.

Era asturiano, intentó traer a España reformas útiles; sufrió sinsabores y persecuciones. Se llamaba Gaspar Melchor de Jovellanos. Para Julián Marías, «es difícil encontrar, en toda la historia de España, una figura de mayor limpieza y mérito». Por eso, nadie lo ataca (un caso raro, en España): desde cualquier posición ideológica y política, todos intentan apropiárselo.

El monarca absoluto le hizo encarcelar, en el castillo de Bellver. Sólo quedó libre cuando invadieron España los franceses. Uno de ellos, el general Sebastiani, le ofreció llevar a cabo sus ideales ilustrados. Jovellanos no lo dudó. Su respuesta ha quedado como espejo de digno patriotismo: «Yo no sigo un partido, sino la santa y justa causa que sostiene mi patria».

Es lo mismo que escribió a su amigo Cabarrús: «España no lidia por los Borbones ni por Fernando VII: lidia por sus derechos, su religión, su Constitución, sus leyes, sus costumbres; en una palabra, por su libertad».

En sus viajes por España –lo cuenta en sus «Diarios»– anotaba lo que había que eliminar (la Inquisición, la censura de libros) y lo que prefería: la unión de lo bello y lo útil. Eran jornadas fatigosas, dormía en malas posadas y enfermaba, por los alimentos en mal estado… A veces, asoma en sus notas algún detalle íntimo. Así se refiere a Ramona: «No he visto fea que más interese». Pero hasta eso lo subordina a la misión patriótica a la que se ha consagrado.

No se lo agradecieron sus compatriotas, ni los viejos absolutistas ni los jóvenes liberales. En su agonía, en Puerto de Vega (una pequeña localidad, cerca de Luarca), musitó sus últimas palabras: «Mi sobrino… Junta Central… La Francia… Nación sin cabeza… ¡Desdichado de mí!».

También pensó más de una vez que España estaba «sin cabeza» el segundo personaje, ya en la primera mitad del siglo XX. Era radicalmente individualista, luchaba «contra esto y aquello», contra «los hunos y los otros». Se llamaba Miguel de Unamuno.

Había nacido en Bilbao, pero vivía en Salamanca, como catedrático de Griego. Le invitaron, una vez, a dar una conferencia, en su tierra. En vez de halagar a sus paisanos, les echó en cara que vivían dormidos en las glorias pasadas y les propuso que imitaran a los humildes castellanos. Es fácil imaginar cómo sentó eso, en Bilbao, y cómo le recibieron triunfalmente, en Salamanca. Al agradecerlo, les dijo que los castellanos vivían dormidos en las glorias pasadas, que debían aprender de los laboriosos vascos… Así era don Miguel. Por eso E. R. Curtius le llamó «Excitator Hispaniae» («el que incita o pincha a los españoles»).

Durante la Primera Guerra Mundial, varios escritores españoles viajaron al frente, para contar sus impresiones: Unamuno, Azaña, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Américo Castro… A este le pregunté quién había sido el más pesado: «Unamuno, sin duda», me dijo. El educadísimo Jorge Guillén contaba que fue a Salamanca para hablar con él. En todo el día, don Jorge sólo pudo decir algunas palabras: «¡Oh!, ¡sí!, ¡ya!, ¡bueno!, ¡desde luego!».

Sentía don Miguel verdadera obsesión por España: «Soy español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión: español sobre todo y ante todo».

También sentía auténtica pasión por la lengua española: «La sangre de mi espíritu es mi lengua».

El joven Unamuno se afilió a la Agrupación Socialista de Bilbao, pero pronto se borró. Atacó reiteradamente al Rey y a Primo de Rivera, que lo desterró. Residió en Hendaya, con España a la vista… El 14 de abril de 1931, proclamó simbólicamente la República, desde el balcón del Ayuntamiento de Salamanca. La República le concedió todos los honores (rector vitalicio, ciudadano de honor)… hasta que criticó el nuevo régimen, que se los retiró. Al comienzo del Alzamiento, sintió simpatía por José Antonio y por un Movimiento que defendería la civilización occidental… hasta que llegó el famoso incidente, en la Universidad. No sé si algún otro intelectual español logró pelearse con todos los regímenes políticos: la monarquía, la dictadura, la república y el franquismo.

No era Unamuno un hombre de partido, pero sí estaba obsesionado por su patria. Su final fue tan triste como el de Jovellanos. Un mes antes de morir, en noviembre de 1936, escribía a un amigo: «Así está mi pobre España, se está desangrando, arruinando, envileciendo y entonteciendo…».

Del tercer personaje puedo dar testimonio directo. Don Américo Castro enseñó Lingüística en aquella inolvidable Facultad de Letras madrileña, anterior a la guerra. Fue esta la que le hizo variar su rumbo: «No bastaba con echar la culpa a Franco o a la derecha, como hacían muchos compañeros míos –me decía–, había que meditar sobre las raíces que habían llegado a producir estos frutos».

Veía el origen de la «vividura» hispánica en la convivencia de tres razas, cristianos, moros y judíos. Esto produjo frutos artísticos muy valiosos, pero también la intolerancia política y la decadencia cultural. Frente al determinismo de la historiografía marxista, defendía Castro la libertad de los españoles para enderezar su futuro. Pero el título de su gran obra nos alerta: España es una «realidad histórica»; algo que, si los españoles se empeñan, puede morir, como todo lo humano.

Le pregunté una vez vez por su polémica con don Claudio Sánchez Albornoz, su viejo compañero, y me contestó, tajante: «Mi problema es España, no las polémicas… A la energía de los españoles hay que asignarle funciones constructivas, no destructivas». Y citaba a Cajal: «Dentro de mi modesta esfera, he aspirado a vindicar a mi patria…».

¿Cómo hubiera aceptado don Américo que usar el nombre de España pueda ser tildado de fascismo o que el concepto de nuestra nación sea algo «discutido y discutible», como dijo, con intolerable ligereza, un presidente de Gobierno? Su indignación habría sido épica. Pudo Castro acertar o equivocarse en sus interpretaciones históricas, pero su obra, toda su obra, nació de su amor por España…

Jovellanos, Unamuno, Américo Castro: ninguno de los tres, obviamente, era franquista, ni fascista ni cavernícola; simplemente, amaban con pasión a su patria, esa vieja nación llamada España. A ella le dedicaron buena parte de sus trabajos, su vida entera. No han sido los únicos: ha habido muchos españoles, de muy alto nivel intelectual, que han amado profundamente a su patria y se han esforzado por mejorarla. Aunque a algunos, hoy, eso les resulte imposible de comprender. Lo siento por ellos, me dan pena…

Andrés Amorós, Catedrático de Literatura Española.

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