Tres tristes crisis y la calidad de la democracia

Los rankings nos atraen. Por muchos motivos. Porque ayudan a evaluar información compleja, plasman los instintos competitivos de la mente humana, y porque el puesto obtenido y el cotejo con el resto suele tener consecuencias. Las tablas de clasificación deportiva son el mejor exponente: quién es campeón; quién, medalla de bronce, quién desciende. Pero el gusto por medir y ordenar alcanza a casi todo: libros más vendidos, PIB per cápita, hoteles o restaurantes mejor valorados, poderío militar, rating crediticio, factor de impacto académico, etcétera. El ámbito de la calidad democrática y de la gobernanza no es ajeno a esa manía por las listas. Aunque sean susceptibles de críticas metodológicas, hay algo virtuoso cada vez que se presentan los resultados educativos de las pruebas PISA o cuando se actualiza algún índice conocido de buen gobierno: tenemos una excusa para hablar sin ligerezas ni manipulaciones impresionistas sobre las debilidades y fortalezas de las políticas públicas o del sistema político.

Hace unas semanas se publicó un nuevo informe de The Economist sobre la democracia en el mundo y España volvía a salir bien parada. Nunca, desde la primera edición hace 15 años, ha dejado de pertenecer al selecto grupo de las “democracias plenas”. Esta vez obtiene 8,18 puntos sobre 10, lo que significa un ligero aumento respecto al año pasado y pasa a ocupar el lugar 18º de los casi 170 países analizados. Un notable más bien alto que viene a coincidir con los demás estudios comparativos de referencia, donde la España contemporánea siempre se sitúa entre el top 10 y el top 15 mundial. Además, es líder en toda Europa del sur y queda solo por detrás de cuatro miembros del G-20: Canadá, Australia, Alemania y Reino Unido.

Estos resultados adquieren todavía mayor relieve por la propaganda (y contrapropaganda) que desde hace algún tiempo se practica en nuestro país, a cuenta justo de esta cuestión. Por eso, aunque el Democracy Indexdifícilmente conseguiría ser noticia en otras latitudes, aquí hemos visto cómo el mismísimo presidente del Gobierno se enorgulleció del logro y cómo Carles Puigdemont le interpeló en las redes sociales aprovechando una frase del informe que aludía a la “respuesta excesivamente legalista” en la cuestión catalana.

Sin advertirlo, el líder de la derecha independentista ofrecía un ejemplo paradigmático de las contorsiones intelectuales que han alimentado el relato del procés; esto es, ignorar el hecho objetivo principal (en este caso, un análisis ecuánime que certifica altas credenciales democráticas), pero, en cambio, agarrarse a un matiz o una nota a pie de página que se exagera y tergiversa. El año pasado, el expresident también expresó en público su interpretación capciosa de los buenos resultados de España en otro proyecto similar al del semanario británico, el del sueco V-Dem Institute, alegando que una de las 350 variables que se medían era el número de referendos y que aquí se celebran muy pocos. Uno de los coordinadores le reprendió diciendo que “lo que ha hecho es coger una piececita de un Lego, mostrarla y decir que esa piececita pequeñita es el barco de Lego entero. Me ha escandalizado, me ha parecido una trampa muy ridícula”. Un buen modo de resumir la narrativa que el secesionismo ha aplicado a otras evidencias que sencillamente se niegan en rotundo (como la elevada descentralización del Estado, el saldo equilibrado de las finanzas territoriales o la sólida posición española en la UE) apelando a algún aspecto quizá mejorable, pero menor, de todas esas realidades.

Una lástima, porque esa distorsión permanente no solo frivoliza con los casos donde sí que se detecta una deriva autoritaria (Turquía, Polonia o Hungría, por citar solo los casos europeos), sino que dificulta prestar atención sin desmesuras a los fallos que desde luego existen en el funcionamiento de nuestro sistema. Es menos impúdico confundir un notable con un sobresaliente que hacerlo con un suspenso, pero no deja de ser una confusión; máxime si viene acompañada de la siempre temible autoindulgencia. Lo cierto es que, echando la vista atrás 10 años, la evolución en los distintos rankings muestra una erosión de la calidad democrática que oscila entre tres décimas y medio punto.

Las razones de ese pequeño retroceso se conectan al impacto de tres graves crisis que golpearon España de modo consecutivo: la Gran Recesión de 2008-2013, la pérdida de legitimidad de las instituciones que se desbordó en 2011 y el conflicto desencadenado por el nacionalismo catalán a partir de 2012. Los índices muestran que los desperfectos se debieron sobre todo a los dos primeros factores: aumento de la desigualdad, escándalos de corrupción, escasa confianza en las autoridades, erosión de la soberanía como en el resto de la periferia de la eurozona y reformas legales restrictivas de ciertas libertades. Los acontecimientos en Cataluña también han tenido algún efecto, pero no solo por excesos en la represión del 1 de octubre, sino, sobre todo, por los abusos iliberales que cometió la Generalitat al intentar la ruptura ignorando la Constitución, los tribunales y los derechos de la oposición. Un tercer proyecto también muy citado (el estadounidense Freedom in the World) apuntó en 2018 a las arbitrariedades decisionistas del Gobierno catalán para justificar una menor puntuación de la calidad de los procesos electorales en España.

Había más razones para quejarse en las plazas del 15-M que en las manifestaciones de la Diada, sin que eso signifique que las reivindicaciones de los indignados, en gran medida recogidas luego por Podemos, hayan acertado siempre al identificar las auténticas deficiencias. Ahora sabemos que el sistema electoral, entonces tan criticado, no blindaba al bipartidismo cartelizado, ni que tener una representación parlamentaria más compleja garantiza mejor gobernanza. Tampoco es necesariamente mejor apostar por la democracia directa (si regímenes como el sirio acuden mucho a los plebiscitos, Alemania los prohíbe), ni resulta tan problemático tener un Rey (según The Economist, Bélgica sería el único de los 12 países de la OCDE con monarquía parlamentaria que no queda entre las 25 mejores democracias).

En cambio, sí que tiene mucho sentido fijarse en las profundas heridas sociales aún por sanar y en aspectos concretos del funcionamiento del gobierno (transparencia, rendición de cuentas) o de la participación política (una ciudadanía algo cínica y una sociedad civil poco activa). Pero incluso recalcando que urge abordar todo eso, en absoluto se justifica denostar de modo global al régimen de 1978. De hecho, mirando los distintos análisis comparativos, dos conclusiones se destacan como especialmente reveladoras. La primera es que la democracia española tiene mejor desempeño del que le correspondería por desarrollo. El número de potencias ricas que queda por debajo en los índices es amplio e incluye casos tan relevantes como EE UU, Japón, Francia, Italia o Corea del Sur, mientras apenas hay quien, siendo menos próspero, le iguale o supere (y son países pequeños como Uruguay, Portugal, Estonia o Costa Rica). La segunda es que, pese a la insólita triple prueba de esfuerzo en lo económico, político y territorial a la que se ha visto sometida España, su rendimiento democrático temporal ha sido idéntico a la media de Europa Occidental. Una resiliencia a las feroces tempestades que ciertamente merece valorar y preservar.

Ignacio Molina A. de Cienfuegos es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid e investigador en el Real Instituto Elcano.

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