Tribulaciones de un español en China

Últimas noticias del Imperio! Acabo de volver de allí. Durante un par de meses lo he recorrido de punta a cabo: no sólo las megalópolis que todo el mundo conoce y de las que hasta el último gato se hace lenguas, sino también la estepa, los desiertos uigures, los oasis de la Ruta de la Seda, los estribos tibetanos, el subidón del Karakorum, las gargantas del Yangtsé, los bosques de bambú en los que aún trisca el panda, los arrozales plácidos, las mínimas aldeas, los mercados cuatreros y matuteros de la legendaria Kashgar... Emerjo ahora, confuso, de ese calidoscopio con el espíritu tan atribulado como el del chino de la novela de Julio Verne a la que alude, en paráfrasis, el título de mi crónica.

¡Lasciate ogni speranza, oh cari petimetres de Bruselas! ¡Poned en hora vuestros despertadores! ¡Espabilad, desperezaos, rezad lo que sepáis! No ignoro que cuando visitáis Pekín, Hong Kong o Shanghai en viajes de oficio con beneficio cuyo presupuesto corre a cargo del contribuyente vuestra principal preocupación, y ocupación, es la de comprar rolex falsos, antigüedades recién fabricadas y otras baratijas, pero si yo estuviese -Dios me libre- metido en vuestros zapatos de charol incluiría en la agenda de la tournée un capitulillo dedicado a averiguar cómo y por qué las gentes del Sudeste asiático, capitaneadas por los chinos, están moviéndonos la silla bajo el trasero mientras seguís papando moscas y estudiando las costumbres de las musarañas.

Del Imperio, dije más arriba, y no del próximo imperio, como tan a menudo decís vosotros, uncidos a la oxidada noria de la machacona matraca del peligro amarillo. ¿Peligro? ¡Pero hombres de Dios! ¿Cómo va a ser peligro si ya ha dejado de ser un futurible? Proyéctese en Bruselas la película Poltergeist. Es aún pronto, lo admito, para determinar en qué medida los sueños de la nueva razón (social) de un mundo sometido al canon chino producirán monstruos, aunque me temo que alguno habrá y no será simpático, pero lo único que de momento importa es cobrar clara conciencia de que, sea como fuere, ¡ya están aquí, ya están aquí! Hasta un niño -o niña: la de Poltergeist- lo vería, pero los politeólogos (no es errata) de Bruselas siguen en lo suyo, que es discutir sobre el sexo de la vecina del quinto o lo que ocultan los calzones cienciológicos de Brad Pitt mientras los turcos, digo, los chinos, nos rodean. Bueno... También lo hacen los turcos, pero eso es otra historia atizada y orquestada con música de chirimías por la poética de jarchas del justiciero lunático de La Moncloa.

A lo que iba. En Europa no quieren enterarse de que si el primer milenio fue del Mediterráneo y el segundo del Atlántico, éste de ahora -recién nacido, sí, pero no nascituro, como algunos creen- lo es ya del Pacífico. Las líneas de fuerza de la Historia se cuecen, vidrian y fraguan despacio, como los terremotos y las erupciones volcánicas, pero son, cuando por fin afloran, incontenibles e irreversibles. Que se lo pregunten a Spengler.

Inútil, por meridiana, debería ser la apostilla de que no son sólo los chinos -continentales, taiwaneses, singapureños o transterrados que sean- quienes se están zampando el mundo, sino también, con eficaz toreo al alimón, casi todos los restantes pueblos del Sudeste asiático: los indios (a la distancia de un cuello), los vietnamitas (pisándoles los talones y arreando), los tailandeses, los indonesios, los malayos, los surcoreanos... De Japón, ¿qué voy a contarles que ya no sepan?

De verdad, amigos: no hay nada que hacer. Todo está hecho. Estudien mandarín y olvídense del inglés. Casi nadie, por cierto, y en contra de lo que se cree por aquí, lo habla por allí. El aeropuerto Kennedy, comparado con el de Shanghai (o, incluso, con el de Bangkok), es un aeródromo de novela de Saint-Exupery. Imaginen lo que va a ser Pekín después de las Olimpiadas. Cada seis meses surge en China un Manhattan frente al cual es quiero y no puedo el de la Gran Manzana. Hay ya en China cien millones de multimillonarios y miríadas de coolies sin trenzas ni sombreros cónicos se agarran como zarcillos de plantas trepadoras a inverosímiles andamios de bambú y levantan en un amén rascacielos que hacen cumplido honor a su hombre. El Empire, a su lado, es una chabola. Los chinos habrían reconstruido las Torres Gemelas en un week-end. Puttong -que así se llama, no piensen mal-, la formidable sky line surgida de la nada en lo que hasta hace muy poco era, frente al Bund y en la otra orilla del río, campo abierto de Shanghai, es ahora un escenario asombrosamente parecido al de la película Blade Runner. Quienes allí viven son replicantes. Que el cielo de tal modo adentellado nos ayude. Delenda est cuanto fue Europa.

Y que nadie se confunda. Lo que cuento no es, como tantos -aferrándose al último clavo al rojo de su ciega esperanza- creen, asunto que sólo incumbe a las grandes ciudades del litoral. Olvídense de ello. Ya no hay China Profunda que valga, y lo poco que de ella queda está en desalada fase de extinción. ¿Confucio, el Tao, Buda, la porcelana exquisita, los sutiles poemas, el I Ching, los emperadores, los mandarines, las concubinas de pies diminutos, los templos colgados de las rocas sobre la vertical del vacío? Paparruchas. Surgió Mao, llegó la Larga Marcha, reinó durante media centuria el comunismo, hizo de las suyas la jauría botellonera de los guardias rojos al hilo de la revolución cultural y estalló luego, y en ella siguen, la mayor orgía de desarrollismo a todo trapo que hasta el día de la fecha ha conocido el mundo. ¿Cómo iba a quedar en pie algo, así fuese una simple y desmayada hoja caída del árbol del ayer, fuera de unos pocos calcos de escayola incesantemente repintada para satisfacer el apetito plebeyo de las hordas de turistas que sólo piensan en sacar fotos, grabar vídeos, profanar los templos, hollar el césped, enviar postales y comprar camisetas? Pavoroso. Y, además, por todo, encima, cobran, incluso por contemplar un lago, admirar un ventisquero, ascender a un picacho, descender a un valle o recorrer un bosque. Las ciudades son clónicas, repetidas ad nauseam, y el país entero, surcado por tremendas autopistas y aplastado por un urbanismo inmisericorde, pronto será una calavera calva con revoco de cemento.

Vaya, en consecuencia a China, el sociólogo, el politólogo, el futurólogo, el empresario, y encontrará chicha en la que hincar el diente, pero no lo haga quien, como yo, juegue a ser Ulises, Marco Polo o Stanley. Mi decepción corre pareja a la del tamaño de ese país.

Di sendas conferencias en los departamentos de español de un par de universidades y todos sus alumnos -todos, digo, sin una sola excepción- inquirieron, extrañados, tras oírme, que para qué diantre sirve leer un libro y confesaron, con diabólica inocencia, que ellos nunca lo habían hecho, pues estudiaban con el exclusivo propósito de entrar en una empresa o, mejor aún, de fundarla. Saber español es cosa altamente rentable en China.

Cara y cruz, pues, de un país que se engalla y pisa fuerte sobre las baldosas amarillas del sendero de la prosperidad, pero en cuyos múltiples y aún, a veces, exóticos ámbitos se escucha, unánime, un solo imperativo categórico: ¡Ganar dinero, ganar dinero, ganar dinero!

¡Es la economía, estúpidos! Kant ha muerto sin que nadie le dedique exequias. Poco o nada cabe hacer. Sigamos en las nubes. España, por ejemplo, acaba de clausurar el único vuelo directo que nos unía a Pekín. Yo he venido en él, y era como volar hacia las ruinas de Itálica. No hay en estos momentos un solo avión español que sobrepase, hacia el este, Estambul. Clarividencia se llama eso, y sentido de la oportunidad.

Prosiga mientras tanto Europa, monocorde, tarareando en los oídos sordos de China la cantilena de los derechos humanos, la libertad de expresión y asociación, el pluralismo político, la democracia, el Estado social, las inalienables conquistas de los trabajadores y otros sonsoniquetes por el estilo, y verán para lo que sirve eso. ¿Lo digo? ¡Ea! Servirá para que los chinos, sonriendo, se froten las manos y piensen que si los perros ladran es porque la caravana sigue. ¿Qué tal si pusiéramos los pies en la tierra con algo más de cordura, pragmatismo e, inclusive, una pizca de cinismo?

No disparen contra mí. No ahorquen al mensajero. Mi pregunta es retórica. Ni ciego de marihuana me atrevería a insinuar con tanta corrección política como está cayendo que la cantilena mencionada es ociosa o perniciosa. Me limito a dar cuenta de lo que en China he visto y a explicar a quienes mandan en el mundo donde nací que a los chinos la copla en cuestión les suena, precisamente, a chino, a palabrería, a letra y lengua muertas, y punto.

Están, por cierto, los habitantes de tan remoto país más contentos que un buda pachón y panzón. Tienen un gobierno invisible que se les da de comunista, pero que se las ha ingeniado para desarrollar el más eficiente sistema de capitalismo que jamás haya existido y que, como papá y mamá en el ámbito de la familia, se encarga de resolver todas y cada una de las pejigueras de la cosa pública, lo que permite a sus súbditos entregarse por completo a lo que de verdad les gusta: fundar empresas, comerciar, fabricar, invertir... Ganar dinero.

¡Y vaya si lo están ganando!

Señores de Bruselas: vuelvo al principio... Salgan, por favor, de su letargo, convénzanse de que no son los reyes de la fiesta, déjense de cuentos chinos, sí, chinos, y súbanse al pescante del tren de la Historia o resígnense a ser lo que, de seguir así, muy pronto serán: engalonados y bien planchados almirantes de un buque que se va a pique. Europa será pronto Tercer Mundo.

Impuestos, moralina institucional, maniqueísmo ideológico, repulgos de beata, sindicatos, subvenciones, proteccionismo, intervencionismo... La sociedad se ahoga.

Umberto Eco dijo, socarrón, hace varias décadas que el mundo se acabaría por tala de árboles y subsiguiente asfixia cuando los chinos decidieran limpiarse el culo con papel higiénico. Pues bien: ya lo hacen. Respiren hondo, atesoren oxígeno y aténganse a las consecuencias. El tercer milenio está servido.

Fernando Sánchez Dragó, escritor. Su última obra es Muertes Paralelas (Planeta). En la actualidad, dirige y presenta el programa Las Noches Blancas de Telemadrid.