Tribulaciones de un rey en el 23-F

El teniente coronel Tejero irrumpe, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981, durante la segunda votación de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno.MANUEL P. BARRIOPEDRO / EFE
El teniente coronel Tejero irrumpe, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981, durante la segunda votación de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. MANUEL P. BARRIOPEDRO / EFE

Por su importancia histórica, el frustrado golpe de Estado militar de febrero de 1981 sigue siendo una inagotable cantera de interrogantes. Uno de los más vivos en el plano mediático y popular versa sobre el papel del rey Juan Carlos I en aquella coyuntura, sea por considerarlo “su mejor momento” al frenarlo y salvar la democracia, sea por sospechar connivencias regias en la gestación de la intentona.

Comprender aquella crisis exige recordar la situación sociopolítica que atravesaba España. Adolfo Suárez presidía un Gobierno de UCD en descomposición interna, que sufría el desgaste de una fuerte ofensiva de la oposición parlamentaria, a la par que afrontaba una grave crisis económica y el malestar ciudadano manifestado en el “desencanto” con la democracia y su fallida promesa de mejora de las condiciones de vida de los españoles. Además, tenía serias dificultades para encauzar el desarrollo del nuevo Estado autonómico y sufría el zarpazo del terrorismo de ETA que se cebaba con las Fuerzas Armadas y de seguridad (sus víctimas mortales pasaron de 17 en 1976 a 94 en 1980, el número más alto de toda su sanguinaria historia).

Ante esa crisis multifactorial, las críticas a la incapacidad de Suárez para reconducir la situación surgieron desde varios frentes (democristianos y socialdemócratas de su partido; oposición socialista y comunista; mandos militares descontentos con la política antiterrorista; el propio Rey alertado por la parálisis del Ejecutivo…). Y también surgieron demandas a favor de “un golpe de timón” (palabras de Josep Tarradellas) para solucionar la crisis con distintas fórmulas. Unas constitucionales: la formación de un nuevo Gobierno presidido por otro líder de la UCD o incluso de un Ejecutivo de concentración nacional (solicitado por el PCE de Santiago Carrillo, pero temido por el PSOE de Felipe González). Otra anticonstitucional: la exigencia de un Gobierno militar patrocinada por el general Milans del Bosch (al mando de la región militar de Valencia), apoyado entre otros por el teniente coronel Antonio Tejero en su destino madrileño de la Guardia Civil. Y otra más en el filo de la navaja: la Operación De Gaulle, del general Alfonso Armada, entonces segundo jefe del Estado Mayor, que intentaría aprovechar la intentona de Milans-Tejero para sus propios fines y asumiendo la demanda del Gobierno de concentración con él como presidente con refrendo parlamentario y beneplácito real.

Debate de moción de censura al Gobierno en el Congreso de los Diputados presentado por los socialistas al Gobierno de Adolfo Suárez, en mayo de 1980. El diputado socialista Javier Solana, primero a la derecha. MARISA FLÓREZ
Debate de moción de censura al Gobierno en el Congreso de los Diputados presentado por los socialistas al Gobierno de Adolfo Suárez, en mayo de 1980. El diputado socialista Javier Solana, primero a la derecha. MARISA FLÓREZ

Suárez trató de atajar esa deriva con su inesperada dimisión a fines de enero de 1981, confiando en que el nuevo Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo frenara las conjuras militares y las operaciones de derribo parlamentario. Se equivocó. La tarde del 23-F los guardias civiles de Tejero asaltaron el Congreso en plena votación de investidura de Calvo Sotelo con una violencia penosa y chabacana, secuestrando a la dirección política del país. Casi a la par, Milans sacaba las tropas a las calles valencianas y poco después Armada trataba de instalarse en La Zarzuela para forzar al Rey a negociar la resolución de la crisis con su alternativa de Gobierno semiconstitucional. Nada salió como ninguno de los promotores planificó por varios motivos. Uno en especial: la reacción del Monarca.

En efecto, tanto en esa crisis como durante la transición de la dictadura franquista a la democracia, el papel del Rey es tan crucial que no cabe cuestionarlo por conductas posteriores más o menos censurables. La mirada histórica es ajena a la mitomanía popular que, o bien ensalza su protagonismo hasta hacerlo héroe intocable y salvador de la paz de España, o bien lo rebaja sin matices a la condición de apestado chivo expiatorio de todos los males presentes y pasados. Su balance es por definición más equilibrado y excluye los extremos burdos: ni héroe perfecto, ni malvado integral.

En realidad, el legado imborrable de su actuación durante la Transición es brillante en términos comparativos con otros procesos similares. Y no lo cambiará ninguna conducta posterior reprobable si llega a sustanciarse como tal. Juan Carlos I se ganó los laureles de su prestigio durante decenios aunque ahora estén marchitándose. Porque asumir la herencia de poderes casi omnímodos de Franco y contribuir a la rápida transición desde una dictadura a una democracia de forma pacífica es un logro histórico magnífico, que causó entonces impresión internacional por su novedad y que luego fue parámetro de inspiración para otros procesos difíciles como las transiciones de las dictaduras militares iberoamericanas en los años ochenta y las transiciones de las dictaduras comunistas de países exsoviéticos en los años noventa. Además, el resultado de aquella transición ha sido el mayor período de paz y prosperidad registrado en la larga historia de España.

El rey Juan Carlos I, durante su discurso televisado de la noche del golpe de Estado del 23-F.
El rey Juan Carlos I, durante su discurso televisado de la noche del golpe de Estado del 23-F.

Durante la intentona del 23-F, el protagonismo del Rey tampoco admite duda razonable. Su fracaso final fue precipitado por un hecho crucial: ni Armada, ni Milans, ni mucho menos Tejero, pudieron contar con su aval ni previo ni posterior al asalto del Congreso. Además, chocaron con su determinación de evitar que el resto del ejército secundara la acción y le prestara su concurso activo o pasivo. Sabemos que costó lo suyo en horas y conversaciones, obligando al Rey a superar su función constitucional, apelando a la lealtad de los mandos militares indecisos o favorables al golpe. Todo antes de ordenar a la cúpula militar que defendiera la Constitución (télex de las 22.35) y de pronunciar su discurso televisado (a las 01.20 del día 24, con preparativo de grabación desde las 21.50, cuando solicitó a TVE el envío del equipo a La Zarzuela sorteando el cerco de los golpistas).

El decisivo protagonismo real en la desarticulación del golpe quedó grabado en la memoria popular y fue motivo de gratitud de generaciones de españoles desde entonces. No era para menos porque basta recordar la respuesta de uno de los capitanes generales llamados por el Rey: “Yo obedeceré las órdenes de Su Majestad, pero es una pena”. El general Quintana Lacaci, pieza clave en la desactivación del golpe en Madrid, también reconoció en privado que, al igual que decenas de mandos militares, obró como lo hizo por su lealtad absoluta al Rey y no a la Constitución: “el Rey me ordenó parar el golpe del 23-F y lo paré; si me hubiera ordenado asaltar las Cortes, las asalto”. Ambas confesiones, como muchas otras, refrendan el vital papel del Monarca a la hora de desactivar la mayor amenaza a la democracia restaurada tras la muerte de Franco. Sabemos por los clásicos que una sola nube basta para ocultar la vista de todo el sol. Pero parece injusto que la conducta de un anciano al final de su vida eclipse el fulgor de “su mejor momento” un 23 de febrero de 1981.

Enrique Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura y Premio Nacional por Historia mínima de la Guerra Civil.

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