Tribulaciones del joven liberalismo

La implantación del Estado liberal -producto característico del siglo XIX- entrañó serias dificultades en muchos países: la persistencia del Antiguo Régimen por un lado, las incertidumbres de la industrialización por el otro, a menudo hicieron zozobrar la frágil embarcación liberal. En España esas dificultades fueron especialmente grandes. No es que la barca zozobrara: es que naufragó varias veces. El siglo XIX español es un continuo tejer y destejer del manto liberal, entre la amenaza del carlismo, la propensión al pronunciamiento, y el acecho de la algarada revolucionaria. Las constituciones se sucedían, los gobiernos, los monarcas y los regímenes iban y volvían, pero los problemas básicos persistían; tanto es así que, a pesar de que las cosas cambiaron algo en el siglo XX, los problemas mal resueltos del siglo XIX perduraron y salieron a la superficie en forma de dictaduras, inestabilidad, y guerra civil. Podríamos decir que, a pesar de que el desarrollo económico del siglo XX nos ha llevado a otra etapa de madurez política y social, aún hoy subsisten las heridas mal curadas del liberalismo español en forma de sectarismo, adanismo (populismo), dogmatismo, cainismo y varios otros ismos que subsisten en nuestra palestra política. En gran medida la subsistencia de estas actitudes se debe a las deficiencias de un sistema de educación lastrado por las malformaciones del liberalismo decimonónico. El reflejo político de estos ismos se manifiesta sobre todo en la propensión de los partidos a descalificar al contrario de manera apriorística y en la dificultad de alcanzar pactos de Estado en materias básicas como la propia enseñanza, y algunos aspectos de la política de defensa y exterior, por ejemplo.

Tribulaciones del joven liberalismoEstas reflexiones vienen a cuento de un libro que se acaba de presentar en el Banco de España acerca de las relaciones entre nuestro Banco Central y el Estado liberal durante el reinado de Isabel II y el Sexenio revolucionario que siguió al destronamiento de la reina. El autor del libro es Pedro Tedde de Lorca, prestigioso investigador y economista que durante muchos años ha sido el historiador residente del Banco y que, entre sus múltiples tareas, ha estudiado (y sigue estudiando) la historia de esta institución, y publicando una serie de libros sobre el tema. El que comento es el tercero en esta serie y su título es El Banco de España y el Estado liberal (1847-1874). Este trabajo monumental de Tedde nos permite contemplar la historia de España a través de la de su longevo Banco Central, porque las relaciones de éste con el Estado fueron, como puede imaginarse, muy intensas y muy determinadas por los avatares de la política y los vaivenes de la economía. Los volúmenes anteriores nos permitieron aprender sobre la accidentada vida del Banco de San Carlos, que fue una víctima más de las guerras napoleónicas, que asolaron España con especial dureza, y que dejaron al Estado y al Banco en virtual bancarrota; y, en el segundo volumen, sobre el banco sucesor, el Español de San Fernando, que desempeñó un papel crucial en el apoyo al Estado liberal durante la Primera Guerra Carlista y en la financiación de la desamortización de Mendizábal, que marcó un hito en nuestra historia económica y social.

Este tercer volumen tiene, entre sus muchos personajes, dos que evolucionan en contrapunto: el muy conocido marqués de Salamanca y el admirable Ramón Santillán, que fue gobernador del banco durante sus años cruciales. Es injusto que Santillán sea mucho menos conocido que Salamanca porque, frente al indudable interés de éste como figura picaresca y financiero genial pero sin escrúpulos, Santillán personifica el funcionario inteligente, trabajador y honrado que convirtió un banco casi quebrado en el soporte de las finanzas españolas durante el boom de 1854-64; que antes había modernizado la Hacienda española; que antes todavía había luchado heroicamente en la Guerra de Independencia con escaso reconocimiento por parte del Estado y la sociedad; y que, magnífico prosista, nos regaló tres Memorias, sobre historia bancaria, sobre su reforma de la Hacienda, y sobre su vida, que son tres fuentes insustituibles sobre la historia económica y política de la primera mitad del siglo XIX.

Por un lado, tenemos la aristocrática rectitud y honorabilidad del gobernador; por otro, las aventuras rocambolescas del pícaro marqués. Ambos representaron sus papeles en uno de los episodios más chuscos que registra nuestra historia bancaria (sin duda precursor de otros vividos más recientemente). Salamanca estaba entre los directivos del Banco de Isabel II, competidor algo irregular del San Fernando. En la crisis de 1847-8, el Isabel II quedó en muy mala situación, por haber hecho préstamos sin las debidas garantías, sobre todo a las empresas de Salamanca, en especial a su Ferrocarril Madrid-Aranjuez. Era a la sazón Santillán ministro de Hacienda, y planeó fusionar ambos bancos tasando los activos de cada uno a su valor, que en el caso del Isabel II era naturalmente muy bajo. Pero interfirió la política. Santillán lo cuenta en sus memorias: Salamanca, "deudor de enormes sumas al Banco de Isabel II y a un considerable número de casas de primer orden, no halló otro medio de salir de este atolladero que el de hacerse ministro de Hacienda". Y en efecto, consiguió desbancar a Santillán por medio de sus intrigas «con el general Serrano, el cual en aquellos momentos disfrutaba de un particular ascendiente con la Reina» (tan mesurada frase viene de Tedde; es bien sabido que el futuro duque de la Torre fue el primero en la larga lista de amantes de la reina castiza). Naturalmente, con Salamanca en Hacienda, los títulos del Isabel II fueron tasados muy por encima de su valor, lo cual alivió considerablemente los apuros patrimoniales del futuro marqués en perjuicio de los accionistas del San Fernando.

En todo caso, Santillán fue luego nombrado gobernador del Banco, al que salvó pese a las argucias de Salamanca, al que rebautizó Banco de España, y al que convirtió en el centro del sistema monetario y financiero de la época, gracias en gran parte a su energía al resistir las continuas presiones de los gobiernos moderados y unionistas para que les extendiera desmedidos créditos y adelantos. Murió en 1863, de modo que no vivió los angustiosos años de la crisis de 1864-1874, que se llevó por delante al régimen isabelino al dar lugar a la Revolución de 1868. Los revolucionarios introdujeron muchas medidas acertadas (la peseta, el librecambio arancelario, la liberalización de la formación de empresas y de importación de capital), pero no pudieron resolver el déficit fiscal que les legó el régimen isabelino, y que a la larga fue su talón de Aquiles.

Para salir de apuros enajenaron las minas de Riotinto y otras, fundaron el Banco Hipotecario a cambio de un préstamo, y a cambio de otro dieron al Banco de España el lucrativo monopolio de emisión de billetes a costa de los bancos emisores provinciales. Esto contradecía sus principios liberales, pero la situación era desesperada: la Primera República se encontró con tres guerras civiles: la carlista, la cantonalista y la de Cuba. Luchaba por sobrevivir. Con estos expedientes in extremis allanó el camino de la Restauración de 1875, que así se encontró con medios para resolver los graves problemas, gracias a ese dinero y a mayores dosis de disciplina y autoridad de las que podía permitirse la República.

Muchos de los problemas estudiados por Tedde prefiguran situaciones muy parecidas de nuestros días: crisis bancarias y financieras, déficits fiscales, crecimiento desmesurado de la deuda pública, excesos en las épocas de prosperidad olvidando que existe el ciclo económico, corrupción, etc. De la historia pueden aprender mucho los gobernantes y dirigentes, pero rara vez lo hacen. La ignorancia es mala consejera. "España se merece un gobierno que no mienta", decían algunos. De acuerdo, pero igual de importante es un gobierno que sepa un poco de historia.

Gabriel Tortella es economista e historiador.

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