Las noticias sobre la posible responsabilidad contable de una serie de políticos catalanes, unos condenados penalmente y otros no, en relación con los gastos para la financiación del llamado ‘procés’, han traído al primer plano de la actualidad al Tribunal de Cuentas, institución que suele pasar desapercibida e incluso es poco conocida.
Este Tribunal hunde sus raíces históricas en la Edad Media española, y es en el reinado de Juan II de Castilla cuando toma un verdadero cuerpo, creando una tradición que se ha mantenido a lo largo de la historia con diferentes regímenes políticos.
La Constitución Española de 1978 acoge la institución en su artículo 136, en cuyo número 1, párrafo primero, hace una definición muy expresiva: «El Tribunal de Cuentas es el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado, así como del sector público». A continuación, y en el siguiente número 2, párrafo segundo, se dice: «El Tribunal de Cuentas, sin perjuicio de su propia jurisdicción...». Por lo tanto, nuestra Constitución recoge y consagra el principio de que este Tribunal tiene carácter jurisdiccional, aunque no pertenezca al Poder Judicial, lo mismo que sucede con el Tribunal Constitucional; es decir, son órganos que juzgan, declaran el derecho, y sus resoluciones son ejecutivas.
Este carácter jurisdiccional se reafirma en la circunstancia de que la Ley de Funcionamiento del Tribunal de Cuentas 7/1988, cuando establece los recursos contra las sentencias que ponen fin a los diferentes procesos contables, las somete, en sus artículos 80 y siguientes, a los recursos de casación y revisión, es decir, a los mismos que se aplican a las sentencias de los tribunales ordinarios; queda pues, claro, que las resoluciones del Tribunal de Cuentas no son actos administrativos, sino verdaderas sentencias en el ejercicio de la jurisdicción contable y el resultado final de si hubo o no infracción y su cuantía quedará en manos del más alto órgano del Poder Judicial dentro de un pleno Estado de derecho, como lo es España.
La función del Tribunal de Cuentas -dicho sea con ánimo vulgarizador- es la de someter a control jurídico-contable toda la gestión económica del Estado y del sector público, de manera que se garantice la perfecta correspondencia entre previsión presupuestaria y gestión económica, para que todo gasto obedezca a lo presupuestado y todo pago responda al interés general en el uso del dinero público, y por eso resultan antijurídicas aquellas conductas de los administradores del dinero público que no se ajusten a estos criterios. Y sobre todo, lo que se produce es la imperiosa necesidad de la restauración de esa gestión presupuestaria alterada, lo que conduce a una indemnización de daños y perjuicios que se impone a los administradores de la cosa pública, que han de soportar sobre su propio patrimonio las desviaciones producidas, ya sean por haber incumplido el presupuesto en su propio beneficio o dando fondos a quienes no eran acreedores contables de ese dinero y todo ello con independencia de que se hubiera producido o no delito alguno, incluso resulta contraria a derecho la aplicación desviada de fondos aunque lo sean dentro del propio presupuesto. Y decimos que con independencia o no de que se hubiera cometido delito, para poner de manifiesto que se trata del resarcimiento de fondos públicos que hayan resultado perjudicados por la conducta de sus administradores y no de multas como con error se está diciendo.
Con ocasión del indulto a los políticos catalanes presos, lo que ha supuesto el perdón de las penas de cárcel pendientes de cumplir que les fueron impuestas por la Sala Segunda del Tribunal Supremo y por los delitos de sedición y malversación de caudales públicos, se ha planteado la cuestión de lo que pudiéramos llamar ‘condonación’ de esas deudas contables que, al margen de la cuestión penal, lleva ya tiempo tramitando el Tribunal de Cuentas en el ejercicio de su propia y específica función jurisdiccional. Se viene a decir que, después del otorgamiento de los indultos, el pago de las cantidades que resulten exigibles, constituirá un obstáculo en el diálogo que se quiere abrir por el Gobierno con la Generalitat de Cataluña, llegándose a la descalificación del propio Tribunal y de alguno de sus miembros.
El propio planteamiento de la cuestión ya resulta extraño porque, por ejemplo, también querrían infinidad de familias y empresas españolas que se las liberara de los pagos de las hipotecas constituidas sobre sus casas o locales, que serviría para aliviarles en la carga económica que sufren y a nadie se le ocurre reclamarlo y eso que se trata de obligaciones adquiridas legalmente y no de los perjuicios producidos, bien con ocasión de la comisión de delitos o bien de infracciones administrativas.
Incluso un importante ministro del Gobierno de la Nación, ha llegado a decir más o menos (cito de memoria), que esos pagos eventualmente exigibles «constituirían piedras en el camino que habría que ir desempedrando», tal vez ignorando el sentido popular que tiene la última frase, porque «ir desempedrando» no es ir retirando las piedras que obstaculizan el tránsito por un camino, sino realizar ese tránsito a tal velocidad y con tan poca prudencia, que se irían arrancando las piedras que constituían el propio pavimento. Y eso es de lo que se trataría, pues con esa tesis, los autores de cualquier delito que resultaran indultados, podrían reclamar no solo el perdón de la pena impuesta por los Tribunales, sino también la exoneración de la devolución de lo sustraído o de la indemnización del daño causado, lo que resulta, jurídica y moralmente, monstruoso.
Pero es que, además, en el caso de los condenados por el caso del ‘procés’, cualquier extensión del indulto que en la práctica pudiera producirse de manera directa o indirecta a las referidas indemnizaciones como consecuencia de las desviaciones contables en la gestión de los fondos públicos, constituiría una flagrante vulneración de lo que la Ley del Indulto califica de «condiciones tácitas de todo indulto», es decir, «que no cause perjuicio a tercera persona, o no lastime sus derechos», terceras personas que serían todos los ciudadanos españoles al privar al Fisco del resarcimiento de la lesión sufrida, lo que resulta particularmente escandaloso en plena campaña de recaudación del Impuesto sobre la Renta.
Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.