Cuando se cumplía el vigésimo aniversario de la Conferencia de Wannsee, en enero de 1962, la brillante interacción de los cazadores de nazis, de las autoridades alemanas e israelíes, y de los jueces había conseguido llevar ante la justicia a Adolf Eichmann, uno de los últimos arquitectos del Holocausto y uno de los participantes en aquella Conferencia que todavía estaba fugado.
Hoy, medio siglo después de la ejecución de Eichmann, todos los participantes en aquella reunión, en la que se planificó la elaborada puesta en práctica del genocidio de los judíos de Europa, han muerto hace tiempo. Sin embargo, incluso ahora, poco después del septuagésimo aniversario de la Conferencia de Wannsee, no han cesado los intentos de detener y procesar a criminales de guerra nazis.
Hace tan solo unos meses que un tribunal alemán sentenció a John Demjanjuk, guarda del campo de la muerte de Sobibor, que falleció el pasado 17 de marzo, a cinco años de cárcel. De un modo parecido, tanto las autoridades alemanas y polacas, así como las italianas, se han embarcado recientemente en una misión dirigida a poner entre rejas al mayor número posible de autores de crímenes nazis todavía vivos. El último otoño, por ejemplo, en la rural Alemania oriental el fiscal alemán Andreas Brendel llamó a la puerta de Willi B., de 86 años de edad. El mandamiento judicial que Brendel entregó a Willi B. informaba a este que ahora estaba bajo investigación por haber participado supuestamente, cuando tenía 18 años, en la matanza de 642 civiles desarmados en el pueblo de Oradour-sur-Glane, en el centro de Francia, a manos de la 3ª Compañía “El Führer”, del Regimiento de Infantería Acorazada de las SS.
Por supuesto que debemos a las víctimas de Oradour-sur-Glane, de Sobibor y de otros lugares, conocidos o desconocidos, el sacar a la luz los crímenes cometidos contra ellas por el nacionalsocialismo. Yo también quisiera poder explicarle a mi hija, cuando ella sea ya capaz de entenderlo, a quién le debe el hecho de que algunos de sus antepasados estén enterrados en fosas comunes en el sur de Polonia. Pero ¿pueden realmente las herramientas legales convencionales cumplir con todas esas expectativas 70 años después del inicio del Holocausto?
Si el objetivo primordial de esos nuevos enjuiciamientos contra hombres ancianos y endebles, que están ya próximos a su muerte, es la de hacer ver al mundo que no existe un plazo de prescripción del asesinato y de otros crímenes atroces, es indudable que tales enjuiciamientos deberán proseguir incansablemente.
Sin embargo, muchos observadores y grupos de víctimas dejaron claro durante el juicio de Demjanjuk que en lo que están realmente interesados es en dos cosas: en preservar la memoria del Holocausto y en atraer la atención y el escrutinio públicos sobre ciertos crímenes nazis menos conocidos, tales como los actos genocidas cometidos en Sobibor, el campo en el que servía Demjanjuk.
Durante el tiempo en el que los perpetradores de los crímenes nazis no eran aún unos hombres viejos y frágiles, era perfectamente factible utilizar sus procesos como medio de arrojar luz sobre crímenes del nacionalsocialismo relativamente desconocidos y de dar un impulso al recuerdo de las víctimas que causaron. Pero, como demuestran los casos de John Demjanjuk y Willi B., eso ya no es así.
La cobertura pública del caso Demjanjuk no se centró en absoluto en los crímenes cometidos en Sobibor. Más bien se centró en el estado mental y en la salud de Demjanjuk, así como en la cuestión de la licitud o no de procesar a personas tan ancianas. Igualmente, cuando la prensa alemana e internacional informó con gran detalle sobre el fallo del Tribunal Internacional de Justicia por el cual los tribunales italianos no podrían forzar a la República Federal de Alemania a pagar reparaciones de demandantes individuales, apenas hubo mención alguna a que los crímenes nazis estaban en la raíz del caso.
El tiempo para poder juzgar los crímenes nazis en tribunales ordinarios se agota rápidamente; a menudo los procesos legales contra supuestos criminales de guerra incluso obstaculizan el esclarecimiento de los crímenes nazis, ya que el público tiende a fijarse menos en los crímenes en cuestión que en el estado de salud de sus ya decrépitos perpetradores. Y los acusados se niegan abiertamente a dar pruebas.
No obstante, existe todavía un modo de poder utilizar a los cazadores de nazis y a las autoridades legales para esclarecer los crímenes que no han recibido la atención que merecen y para preservar la memoria del Holocausto. Es la de instituir las Comisiones de la Verdad para los crímenes de la época del nazismo, inspirados en los modelos de África y de América Latina. Los cazadores de nazis del magnífico proyecto “Operación Última Oportunidad” del Centro Simon Wiesenthal y de la Fundación Targum Shlisi, o fiscales como Andreas Brendel ayudarían a estas Comisiones de la Verdad, que estarían compuestas por supervivientes y sus representantes, por abogados y por historiadores.
Si se les garantizara la inmunidad frente a la acción judicial por comparecer ante las Comisiones de la Verdad, las personas implicadas en crímenes de guerra del nazismo tendrían una oportunidad de hablar sincera y abiertamente sobre los capítulos más oscuros de sus vidas. Eso, sin duda, también les otorgaría más respeto a los ojos de sus propios hijos y nietos que su falta de cooperación con los tribunales. Existe también la esperanza de que si se les diera la oportunidad de comparecer ante una Comisión de la Verdad en lugar de hacerlo ante un tribunal se podría demostrar que muchos casos de pérdida de memoria por parte de personas implicadas en crímenes nazis habían sido meramente tácticos.
Ciertamente que no todos estarán en condiciones de participar en esas Comisiones. Es perfectamente posible que Demjanjuk hubiera acabado por llevarse a la tumba todo lo que sabía sobre el campo de la muerte de Sobibor incluso si se le hubiera ofrecido la opción de comparecer ante una Comisión de la Verdad. Como por supuesto también es posible que Willi B. realmente ya no comprenda qué quiere Andreas Brendel de él. Pero supondría ya un gran éxito, incluso si son sólo algunas de ellas, que personas implicadas en crímenes de guerra de la época nazi cooperasen plenamente con las Comisiones de la Verdad.
Eso permitiría al mundo acceder a la información combinada del todavía muy considerable número de hombres y mujeres entre los 85 y los 100 años de edad que durante el Holocausto estuvieron comprometidos en acciones sobre las que aún sabemos poca cosa. Otra ventaja de la institución de las Comisiones de la Verdad sería la de que la atención pública dejaría de fijarse en la cuestión de si los tribunales deben juzgar a hombres ahora ancianos que estaban en el último eslabón de la cadena de mando nazi y que por entonces todavía eran a menudo adolescentes. En vez de ello, el debate público, incluso 70 años después de la Conferencia de Wannsee, se centraría realmente en los crímenes nazis y en no olvidar a las víctimas del Holocausto y de los crímenes de guerra alemanes en Oradour-sur-Glane y en otros lugares.
El establecimiento de Comisiones de la Verdad no sólo ayudaría a Alemania a enfrentarse al capítulo más oscuro de su historia, sino también, en el caso de la Península Ibérica, le permitiría a España superar el punto muerto creado por la Ley de Amnistía de 1977 a la hora de enfrentarse a su turbulento pasado. Como sentenció el Tribunal Supremo español el mes pasado, el intento del juez más famoso de España, Baltasar Garzón, de sortear esa ley invocando el derecho internacional era ilegal. A pesar de reconocer que la búsqueda de la verdad es necesaria y legítima, estableció que la misma ha de encomendarse a instituciones estatales distintas de las judiciales.
Por lo tanto las Comisiones de la Verdad se adecuarían bien al propósito de la sentencia establecida por el Tribunal Supremo. Harían posible que España investigara las ejecuciones masivas y las miles de desapariciones producidas durante la Guerra Civil y los años del franquismo sin violar la Ley de Amnistía. Hay también una esperanza real de que, si se establecen con cuidado y respeto mutuos, las distintas partes enfrentadas en los pasados conflictos de España participarían en esas Comisiones de la Verdad. De este modo escaparían al triste destino de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y de la Ley de la Memoria Histórica de que se les atribuyan intenciones partidarias. Serían por lo tanto un verdadero paso adelante en la capacidad de España de encarar su propio pasado.
Bien pudiera ser esta la mejor esperanza de los familiares de las víctimas de la guerra civil española y del periodo subsiguiente para que finalmente supieran qué pasó exactamente con sus seres queridos y les sea posible recuperar sus cuerpos.
Thomas Weber es profesor de Historia Moderna de Europa e Internacional en la Universidad de Aberdeen. Es el autor de La primera guerra de Hitler (Taurus). Traducción de Juan Ramón Azaola