Tribus remotas

El episodio de los pitidos silenciados por TVE durante la interpretación del himno nacional, mientras llegaban los Reyes al palco presidencial de Mestalla, ha devuelto a la actualidad los conflictos de identidad en España. Cabe la hipótesis de que alguna mano bienintencionada quisiera ahorrar a los telespectadores primero las imágenes y luego el sonido de una protesta que hubiera podido herir su sensibilidad. Aunque al proceder así, la realización televisiva consiguió que toda la opinión pública acabara enterándose de lo que pasó cuando estaba a punto de iniciarse la final de la Copa del Rey. No es fácil saber cuál era el objeto preciso de la pitada y cuál la intencionalidad de quienes se sumaron a ella, pero pudo comprobarse que en ella participaron muchísimos de los rojiblancos y azulgrana que presenciaron el encuentro en Valencia. Es elocuente que al final resultara más escandalosa la censura, decidida o involuntaria, en la retransmisión de TVE que la pitada misma. Hay catalanes y vascos que no se sienten españoles, e incluso reniegan de esta nacionalidad. Hay otros a los que les resulta indiferente tal diatriba, pero que en un clima de exaltación de rasgos identitarios están predispuestos a reaccionar contra la marca España. Pero un instinto proclive al principio de realidad hace que nadie opte por renunciar al espacio común en el que habitan todos los españoles exiliándose, por ejemplo, al limbo de la insumisión absoluta, puesto que éste ofrece muy pocas ventajas y una lista abrumadora de inconvenientes. No hay más que fijarse en la paradójica conducta de algunos deportistas de élite vascos y catalanes.

Esto de las identidades compartidas refleja la existencia de sentimientos de pertenencia que se solapan y se realzan según la faceta de vida social de que se trate. Ni siquiera los españoles que no comulgan con las reivindicaciones presentes en las nacionalidades periféricas sienten todos del mismo modo a España. Cuando se vibra con la selección y se es capaz de mantenerse en pie y con la mano derecha sobre el corazón mientras suena el himno nacional se reflejan probablemente sensaciones tan diversas como cuando se pita contra su interpretación al comienzo de un evento deportivo. Basta imaginar la variedad de motivaciones e impulsos que concurrieron en la pitada de Mestalla. Rojiblancos tratando de no ser menos que los azulgrana, y viceversa; cada uno emulando al de al lado y mostrando su particular destreza en ensordecer al de delante; la masa abduciendo las identidades individuales para acallarlas mediante un ruido indescifrable; los desplazados a Valencia evocando con la añoranza de unas horas sus orígenes; la expresión de la impaciencia generada por un encuentro cuyo comienzo parecía no llegar; la necesidad de sublimar los colores de dos club deportivos que se reivindican como algo más que eso.

La convivencia depende siempre del entendimiento o de la comprensión que en cada tribu se cultive respecto a esas otras tribus que tan remotas parecen a veces. Los colores de sus atuendos son siempre engañosos, porque rojiblancos y azulgrana ocultan una realidad más diversa de lo que el grupo se muestra dispuesto a admitir. Pero la convivencia también depende de una aproximación serena, a la vez racional y sensible, a todo aquello que se desvirtúa cada vez que se convierte en símbolo, cada vez que se instrumentaliza con propósitos ajenos a su naturaleza. Véase si no qué ocurre cuando la diversidad lingüística se convierte en motivo de controversia. Mayor Oreja presentó recientemente como rasgo de sensatez que su bisabuelo prohibiera hablar el vascuence en su casa para que los más jóvenes de la familia aprendieran bien el español. Hace unos días oí decir a la nueva presidenta del Parlamento vasco que los padres han de contar con el derecho para elegir la lengua vehicular de la enseñanza de sus hijos… para que estos puedan "competir". Cuando era niño se afirmaba que el uso cotidiano del euskera era un obstáculo nada menos que para el desarrollo de la inteligencia. El monopolio impostor que las corrientes etnicistas del nacionalismo intentan ejercer sobre las lenguas y el indescriptible daño que las concepciones más intervencionistas de la política lingüística causan a la diversidad exige de respuestas templadas. De respuestas democráticas que ni exageren sobre el potencial discriminatorio que entraña toda política lingüística ni enarbolen, abierta o subrepticiamente, el argumento de la superioridad fáctica de una lengua sobre otra. También porque la convivencia depende de que cada tribu perciba a las otras mucho más cerca que hasta ahora.

Kepa Aulestia