Trincheras de la historia

Decía Borges que todo escritor elige sus precursores. Un modo elegante de señalar la costumbre, frecuente entre artistas, de decorarse con muertos vistosos. Son muchos más quienes se proclaman influidos por Joyce o Proust que por Danielle Steel o Dan Brown. Nada que decir. Son cosas de los artistas. Eso sí, siempre que no nos tomemos muy en serio el trasfondo del alarde. Nadie decide quién le precede por la misma razón que nadie elige a sus padres. La inexorable flecha del tiempo.

En Historia la afirmación cobra otro sentido. Basta con conocer la actual filiación política del historiador para anticipar con probabilidad cercana a uno lo que piensa sobre lo sucedido tres siglos atrás. Incluso se puede predecir lo que incluiría en la colección editorial que dirige. Y, sobre todo, lo que excluiría. Así han crecido reputaciones. Hay casos notables. Sí, tristemente, la historia parece condenada a oficiar como disciplina de trinchera.

Durante algún tiempo se pensó que las cosas podían ser de otra manera. Existía cierto consenso acerca de las limitaciones de las historiografías herederas del romanticismo: la de los grandes hombres, que confundía la historia de las sociedades con la biografía de sus dirigentes; la de las esencias nacionales, aún menos controlable empíricamente, con tantas posibilidades para el trilerismo, como sucede no pocas veces en Historia de las ideas o de las mentalidades, propicia a las genealogías arbitrarias, a rescatar del saco sin fondo de los acontecimientos aquellos que encajen mejor en la fábula que se quiere hilvanar.

Eran tiempos optimistas. Los desacuerdos resultaban acotados y hasta resolubles. Apuntaban, por lo general, a diferencias en las perspectivas o en las teorías sociales utilizadas. Así, por ejemplo, con saludable –y algo ingenua– vocación naturalista, todos los cliómetras, algunos marxistas y la mayoría de los de «corriente de los Annales», aun discrepando acerca de las herramientas, compartían una aspiración, digamos, estructural, a estudiar procesos de largo alcance y a verificar sus tesis, incluso, con técnicas estadísticas o econométricas. Por supuesto, no eran las únicas historiografías con vocación de buena ciencia y afán de objetividad. Pero sí eran las responsables principales de imponer una sensata preocupación por la precisión que se extendió a otras investigaciones historiográficas con mayores dificultades para introducir técnicas formales o cuantitativas.

Eso sucedía en todas partes y, con cierto retraso, también entre nosotros. Y ha seguido sucediendo. Pero no es toda nuestra historia. La nuestra se ha visto enturbiada de modo superlativo por el veneno más extendido de nuestra entera vida política e intelectual: los nacionalismos. Nada sorprendente. El nacionalismo, que se nutre de mitos e identidad, necesita un momento original esplendoroso en donde anclar la identidad de la nación, ese que han ido malbaratando los invasores y que los nacionalistas –reaccionarios como son– buscan reinstaurar. Quienes estudiaron cuando Franco recuerdan bien los mojones de la mitología nacionalista. Los más jóvenes tienen más a mano al socialista Ximo Puig añorando los fueros del siglo XVII.

El guion, con otros protagonistas, se ha reproducido con muchos más recursos y nuevos medios de la mano de gobiernos autonómicos empeñados en recrear naciones, en fer país. Y a la ventanilla acudieron prestamente, en labores de nation builders, no pocos historiadores, seguidos muy de cerca por filólogos, como tiempo atrás acudían otros a medir cráneos. Se trataba de tramitar las premisas necesarias para conclusiones predeterminadas administrativamente, los materiales con los que urdir el cuento de imperecederas luchas entre graníticos pueblos, impermeables al trasiego y mestizaje de sus gentes. Memorias históricas, ya saben. En poco tiempo, no pocos académicos, con la misma alegría –e imprecisión analítica– con la que en otro tiempo hablaban de (la precisa) lucha de clases comenzaron a hablar de (vaporosas) opresiones nacionales.

No en todas partes sucedió lo mismo. Cierto es. Por razones dignas de investigación, muchos historiadores vascos se resistieron a participar del festín, confirmando una vez más que, cuando las cosas se ponen difíciles, el bien y la verdad van de la mano. Las cosas fueron de otra manera en Cataluña. Se juntaron el hambre y las ganas de comer: la meditada ingeniería social de Pujol y una consolidada tradición historiográfica nacionalista, bien presente en la Universidad catalana en los años de la dictadura. A quienes estaban por otras cosas, no les quedó otra que elegir entre el ostracismo, un futuro académico lejos de Cataluña o proyectos de investigación sobre asuntos que no socavaran el cuento, lo que no es cosa sencilla cuando anda de por medio una ideología dispuesta a encontrar el origen de la identidad nacional instantes después del Big Bang, justo antes del hidrógeno y el helio.

Formara parte del plan o fuera un subproducto, el resultado ha sido que las investigaciones que, por ejemplo, recordaban el sustrato racista del nacionalismo catalán o las deslealtades con la República, han quedado muchas veces al margen de la Academia. Con recochineo, hasta se utilizó el privilegio como argumento y los miembros del club de las almendritas saladas recordarán cuantas veces haga falta a los excluidos que ellos no eran «historiadores profesionales». Con el tiempo, el hecho se mudaría en valoración: se les reprochaba que no formaban parte de un club que no contemplaba la posibilidad de admitirlos. Como no eran científicos, se venía a decir, para qué molestarnos en discutir lo que dicen.

Desde mis años de estudiante desconfío de las proclamaciones de cientificidad. La mejor demostración, la concluyente, de que una disciplina es ciencia seria son sus resultados. Por eso, mientras en las facultades de física o matemáticas no entretienen ni medio minuto en demostrar que lo suyo es buena ciencia, en teoría social, cuanto menos precisa resulta la disciplina mayor es la tabarra sobre el método científico. Más de una vez, la apelación a la condición «académica» ha servido para orillar el debate sustantivo sobre la calidad de las materias. Y no es lo mismo. Históricamente, la conversión de muchas disciplinas en universitarias dependió más de su poder para influir en los políticos o en la opinión pública que en la factura de investigaciones concluyentes. Sucedió, destacadamente, con la geografía o la sociología en el XIX: revistas, congresos, cátedras no seguían a los resultados, sino que los precedían, si es que llegaban. Y así, andando la historia, nos hemos encontrado con estudios universitarios de turismo o de medicinas alternativas. Incluso con facultades de pedagogía y de magisterio. Perdón, de ciencias de la educación.

Las apelaciones a la cientificidad en no pocos de nuestros debates historiográficos «nacionales» han servido, sobre todo, para rehuir el debate. Se despachaba a los discrepantes con el argumento de que «no formaban parte de la academia» y, en el camino, se escamoteaban los enojosos asuntos. Desde luego, no seré yo quien niegue la presencia entre los discrepantes de extravagantes y hasta de trastornados –no sé si en proporción mayor a la media en la población–, pero, en todo caso, lo indiscutible es que las discusiones quedan zanjadas mediante patrimonializaciones de un supuesto «método científico» que pocas veces se precisa. Por lo que alcanzo a entender, lo más frecuente es referirse a cosas como la concienzuda revisión de fuentes o al pulcro trabajo de archivo. Tareas sin duda importantes pero que, desde luego, no son mecánica cuántica.

Por supuesto, muchas veces la investigación histórica requiere el conocimiento de complicadas técnicas y hasta de teorías científicas en funciones auxiliares. Sucede habitualmente en arqueología. Pero no solo. La genética y la climatología han permitido a Kyle Harper abordar la caída del Imperio Romano y las técnicas econométricas han ayudado a entender mejor la historia de la democracia o el colonialismo, como se puede comprobar en los trabajos de Daron Acemoglu… un economista matemático. Incluso el clásico trabajo de archivo se ha revolucionado con la digitalización masiva de datos (Clavert y Muller, junio 2019, Le goût de l’archive à l’ère numérique, La vie des idées (en laviedesidees.fr). Basta con pasearse por las páginas de la revista Cliodynamics, entregada a la «historia matemática», para ver el potencial –y las complicaciones– de la combinación de los archivos digitalizados, el big data y las técnicas matemáticas. Con la consecuencia, por cierto, de poder realizar las investigaciones desde casa, siempre, eso sí, que se esté online por más que, en el camino, se pierda Le goût de l’archive, para decirlo con el título de clásico de Arlette Farge.

Pero no estoy seguro de que quienes arrojan el argumento del «método científico» se refieran a cosas como estas. Es mejor no engañarnos. En buena parte de la investigación histórica, como en no pocas áreas de la teoría social, lo más importante es el afán de verdad, la disposición a no ignorar información incompatible con las conjeturas, a escuchar todas las razones, etc. Para decirlo con la fórmula exacta: el ejercicio de las virtudes epistémicas. Entre las que se incluye, por cierto, el coraje para no plegarse a opiniones ajenas porque las detentan quienes deciden reputaciones, cargos, becas o presupuestos. Algo que se puede cultivar hasta en una oficina de patentes en Suiza.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Sobrevivir al naufragio (Página indómita).

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