Triple Iglesia

En situaciones límite, como la que estamos viviendo ahora en España, todos nos preguntamos: ¿qué puedo y qué debo hacer yo? ¿Qué debe hacer cada institución? Platón ofreció en su República esta respuesta: «La justicia en el Estado consiste en realizar la tarea que es propia de cada uno, aquella para la cual la naturaleza lo hubiera dotado mejor» (433ª). ¿Qué puede hacer la Iglesia hoy?, he preguntado a muchas personas. Esta ha sido la respuesta: por supuesto, hacer lo propio y no lo ajeno; no derivar una teoría política o económica de su mensaje ni hacer de moralista fácil repartiendo culpas, ni pensar que todo se resuelve con proposiciones de buena voluntad. No es esa su misión ni tiene para ello potencia o competencia. Y, sin embargo, algo tendrá que hacer: pensar en alto, hablar en público, anunciar y denunciar como los demás ciudadanos, quienes en tal situación quieran permanecer justos y responsables.

Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, los benedictinos de la célebre abadía de María Laach preguntaron al máximo teólogo protestante del siglo XX, Carlos Barth, qué debían hacer ellos. Esta fue la respuesta: seguir haciendo lo que han hecho siempre: orar y trabajar, celebrar la divina liturgia e incitar a los hombres a existir ante Dios como hijos y a comportarse con sus prójimos como hermanos. Y más cerca de nosotros, uno de los más grandes teólogos católicos del siglo XX, Carlos Rahner, en 1984, pocos meses antes de su muerte, contestaba así a la pregunta por el futuro de la Iglesia: «Si me sigue usted preguntando cómo me imagino la Iglesia del futuro, entonces le diré que yo quisiera, me imagino y espero una Iglesia de una, me atrevería a decir, fuerte piedad y fuerte espiritualidad, una Iglesia de la oración, una Iglesia que da a Dios la gloria y que no piensa que Dios está ahí para nosotros como una cosa más de este mundo, sino que, por el contrario, está convencida en la teoría y en la práctica de que tenemos que adorar a Dios, amarle por él mismo y no por nosotros». Y en esa gratuidad está la máxima fecundidad, como en todo amor personal.

Tal es la misión específica de la Iglesia: ser signo de la presencia de Dios en el corazón del mundo; realizarse como cuerpo social que reverbera la persona de Cristo haciéndole presente; atender al Espíritu que le ha legado y dejarse guiar por sus inspiraciones. ¿Qué traducción más concreta daríamos hoy de esta misión de la Iglesia? Yo pondría en primer plano estas tres posibilidades y responsabilidades suyas: ser Iglesia del corazón como amor; ser Iglesia de la inteligencia como verdad; ser Iglesia de las manos como justicia generadora de esperanza.

Iglesia del corazón. Hay momentos en la vida colectiva y personal en los que el ser humano necesita sobre todo acogimiento, aceptación de su persona en situación, comprensión para el destino que le ha tocado vivir en gozo o en llanto, en soledad o en compañía. Necesita aquella misericordia que padece conjuntamente y que desde este compadecimiento ayuda a superar la caída en el pozo de la desgracia, de la enfermedad, de la soledad o de la culpa. La Iglesia debe entonces revivir los comportamientos del buen samaritano por antonomasia que fue Jesús, acogiendo a pobres y marginados, levantando a caídos, otorgando perdón. Las tareas de la Iglesia son muchas, pero ninguna otra será reconocible sin este bálsamo para las heridas. En los comienzos del siglo XX, uno de los protagonistas del modernismo condenado por Pío X reclamaba: «Si la Iglesia no tiene corazón, ¿cómo creerla divina?».

Iglesia de la inteligencia. El Jesús manso y humilde de corazón fue a la vez el revelador del corazón del Padre y de sus designios para nosotros, el que manifestó el camino de Dios. El maestro y modelo que en el Sermón de la Montaña estableció los fundamentos de una vida conforme a la suya, de una moral que deriva sus contenidos concretos de su palabra, de su ejemplo y destino, como servicio y entrega por nosotros. Ese Jesús fue el revelador del Padre, a quien desde él podemos invocar con la confianza de hijos, y el donador del Santo Espíritu. Espíritu de la verdad y de la santidad, que, ahuyentando el temor propio de esclavos, nos hace posible sentirnos libres, se convierte en fuente de libertad y en exigencia de liberación. Amor, verdad y libertad nunca pueden ser alternativas: la verdad es la fuente y el fin del hombre, mientras que la libertad es el camino para descubrir esa fuente y caminar a ese fin. Iglesia, por tanto, de la razón en camino, de la libertad como tarea, de la verdad como meta.

Iglesia de las manos. En la vida de Jesús hay tres elementos que se condicionan recíprocamente y que por ello son inseparables: la doctrina, los comportamientos y los signos o milagros. Estos no son portentos extraordinarios por los cuales su inductor recabase popularidad o intentara hacer prosélitos: daba que pensar. Son expresiones de la compasión misericordiosa de Jesús, a la vez que signos reveladores de su potencia y de su persona, que incitaban a preguntar por su identidad y relación con Dios. La Iglesia refleja esta dimensión de Cristo con las múltiples obras de sus manos (obras de caridad y misericordia en sus parroquias, instituciones religiosas, acciones sociales y culturales…). En ellas, acogiendo y subviniendo al prójimo, refleja la faz compasiva de Cristo, que curó dolores y dolencias, rehízo la esperanza y creó un futuro nuevo.

Esta triple actitud para con los hombres revelará la verdadera naturaleza de la Iglesia y será forma eficaz para abrir los hombres al universo de la gratuidad de Dios y al sentido de una vida que, confiándose del todo a Él, se vuelve en amor y servicio al prójimo. El cultivo del amor, de la verdad y de la eficacia nunca puede ser situado en contraposición, sino en coextensión y colaboración. El amor real y realista nunca es alternativo a la verdad, ni la eficacia de nuestras manos alternativa a los dones de gracia que Dios nos ofrece por su Espíritu, su evangelio y sus sacramentos.

La tercera de las acentuaciones es hoy la más patente y parece la más urgente. Cumpliendo esas tareas la Iglesia es signo del amor de Dios e instrumento al servicio de la verdad de los hombres. Amor y verdad son tan sagrados como asistencia y ayuda material. En el hombre, corazón, cabeza y manos forman la estructura constituyente de vida y de sentido; también conforman la realidad de la Iglesia. Sin ella dejaría de ser la Iglesia de Cristo para salvación de los hombres.

Olegario González de Cardedal

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