Tristeza e impotencia

Lo que más me sorprende es que, a pesar de la insensata acumulación de cadáveres desde el 11 de septiembre de 2001 hasta hoy, el mundo occidental parece haber perdido por momentos el sentido cronológico de la Historia, así como también la memoria definitivamente.

Porque hay una lógica implacable que guía estos acontecimientos, que supera todas las medidas de la locura. Una lógica que a muchos les interesa ignorar u ocultar. Dicha lógica consiste sencillamente en tener en cuenta la perspectiva histórica desde el final de la colonización.

Las sucesivas guerras, la derrota de 1948 frente a un Israel naciente, la invasión del canal de Suez y la debacle de la Guerra de los Seis días fueron marcando poco a poco y en profundidad el subconsciente colectivo de sucesivas generaciones de árabes. Y, en aquella época, no había referencia étnica o religiosa alguna.

Después, estos pueblos terminarían arrojándose con armas y bagajes, en cuerpo y alma, en manos de las promesas de creencias revanchistas religiosas. La invasión de Afganistán, a pesar de ser legítima tras el 11 de septiembre, no puede justificar la serie de acontecimientos que llevaron al desmantelamiento de Irak, en estos momentos fuente de todos los males, y a la destrucción de Libia, para instaurar el caos y la anarquía. Hoy es Siria la que, por su guerra civil, exacerba los odios milenarios entre suníes y chiíes.

Como respuesta lógica a las agresiones, constatamos el nacimiento de un islam yihadista y nihilista. Los ulemas repiten a quienes quieren oírles que los líderes de este movimiento tenían razón al ponerse en movimiento para despertar la umma [la comunidad de todos los creyentes] y revelar la auténtica naturaleza de un Occidente demoniaco. En éstas estamos. Estados Unidos y Francia parecen confirmar sus expectativas.

Todos nosotros sabemos, evidentemente, que todo esto no es más que un delirio y especulaciones gratuitas y que hay otras razones mucho más presentables que imponen la destrucción y el caos en la región. Podemos citar, por ejemplo, los valores occidentales rápidamente declarados universales, la democracia copiada conforme al tipo occidental, las exigencias geoestratégicas y económicas, como el petróleo, los miles de millones de las monarquías del Golfo o la seguridad de Israel.

En París, como en otras partes, se hace como si no se entendiese nada. Se cuentan los golpes y los cadáveres, bebiendo algo, y se pasa a otra cosa.

El cinismo de los Estados ha apartado nuestra vista de los millones de muertos que se cuentan desde la invasión de Irak. Millones de muertos y toda una región que está siendo obligada a retroceder varios siglos y a arrojarse en brazos ávidos de odio destructor, que nos conduce cada día un poco más hacia una guerra total de civilizaciones.

El terrorismo no es una fatalidad. Ni un tifón, como los que se producen en diferentes lugares del mundo y con los que aprendemos a convivir, minimizando sus efectos devastadores. Dense una vuelta por los barrios marginales de nuestras grandes metrópolis y verán correr descalzos entre el polvo a las futuras bombas humanas.

No detendremos esta plaga instaurando el caos en Irak, en Siria y en Libia durante un tiempo que sólo Dios y los que guerrean en su nombre saben. 500.000 niños muertos y ante cuya muerte la señora [Madeleine] Albright [secretaria de Estado de Bill Clinton] hablaba así: «La elección es difícil, pero el precio vale la pena».

No, señora. Nada puede justificar la muerte de un inocente ni en París ni en Madrid ni en Tel Aviv ni en Gaza. En ningún sitio. Repiensen el mundo de otra manera. Gasten menos en misiles y más en educación y en alimentación. Autoricen medicamentos genéricos para las poblaciones devoradas por el sida. Sean más justos con los pueblos oprimidos. Dejen de incriminar al islam como una ideología de violencia, porque eso sólo añade agua en el molino de los oscurantistas.

Alabar, a todo trapo, la democracia y los derechos humanos, mientras se apoya, por interés, a los regímenes que niegan las libertades elementales; utilizar las acciones humanitarias (ese servicio postventa de los mercaderes de armas, como decía el difunto Mohamed Arkoun) en las regiones en conflicto, y, al mismo tiempo, vender furtivamente armas de destrucción (que son siempre de destrucción masiva); utilizar el «derecho» de veto en las Naciones Unidas como un derecho divino de las monarquías de antaño o como un derecho de pernada de los señores feudales.

Todo eso es lo que nos hace muy difícil defender la libertad a nosotros, los demócratas africanos, árabes y musulmanes, enamorados de vuestra libertad y que lloramos hoy a las víctimas inocentes de los atentados de París, como antes lloramos a las de Madrid o las de Casablanca.

Mahi Binebine es escritor marroquí. Acaba de publicar la novela ‘Los Caballos de Dios’ (Alfaguara), sobre los kamikazes de los atentados de Casablanca en 2003.

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