Tropezar con los muebles

Todo el enorme aparato de poder y propaganda del que Pedro Sánchez se ha rodeado -ese supergabinete presidencial lleno de secretarios de Estado, directores generales y fontaneros varios y dirigido por un hombre de confianza elevado al rango de vicepresidente de facto- no le ha servido para espantar la sensación de descontrol que emite el Gobierno en estas primeras semanas de mandato. El escándalo del «Delcygate», con al menos tres ministerios implicados en un más que turbio descalzaperros diplomático, y el monumental ridículo del plantón retráctil a la negociación con los separatistas han dejado al primer ministro a los pies de los caballos, enredado en sus errores sin que esta vez le quepa el recurso de culpar a los adversarios. La idea de un presidente genuflexo ante Gabriel Rufián -¡¡Gabriel Rufián!!- en su propio despacho, obligado a rectificar una decisión en cuestión de horas para no perder el respaldo de sus aliados, produce perplejidad y estupor al más entusiasta de sus partidarios y ofrece a la opinión pública el retrato de un Ejecutivo desorientado, fuera de sitio, sin capacidad para manejar los resortes de mando y trastabillado en una asombrosa secuencia de pasos en falso.

Ni siquiera el plenipotenciario experto en técnicas electorales al que ha convertido en su brazo derecho ha podido enderezar con sus manejos mediáticos la sucesión de entuertos. La cascada de versiones sobre el encuentro de José Luis Ábalos con la vicepresidenta venezolana en el aeropuerto aporta cada día un detalle nuevo, y cada uno de ellos añade a lo que parecía un sainete de enredo la sospecha de una inquietante intriga tras la que se perfilan la sombra de Zapatero y el fondo del patrocinio bolivariano de Podemos. La crisis autoprovocada podría haberse atenuado con la entrega de la cabeza del ministro que pretendió celebrar un diálogo clandestino en un Barajas lleno de policías y personal administrativo, pero Sánchez no puede destituir sin perjuicio propio al dirigente en el que ha delegado las riendas del partido. Si la oposición o la prensa logran hacerse con las grabaciones que registraron los movimientos de Delcy Rodríguez por el recinto, el espinoso asunto puede alcanzar tintes críticos. No sólo porque todo el inverosímil relato oficial quede en entredicho, sino por la repercusión internacional de una probable o presunta violación de las restricciones circulatorias que la Unión Europea ha impuesto al bolivarismo y que España ha suscrito.

El quid de la cuestión, no obstante, está más allá de la torpeza en el encargo y desarrollo de una misión chapucera, y también de las aparatosas contradicciones de un relato improvisado con desmaña, aturdimiento e incompetencia. El verdadero problema es que continúa sin explicación el motivo real de la visita nocturna de una alta autoridad de Venezuela, así como la razón por la que el Gobierno, que inevitablemente debía estar avisado, decidió a última hora interceptarla de mala manera, utilizando un procedimiento irregular, fuera de protocolo y con la intervención de tres miembros -Exteriores, Transportes e Interior- obligados por la urgencia a actuar de forma atropellada como bomberos pisándose la manguera. Semejante acumulación de despropósitos en cadena sólo la puede justificar la idea de que alguien prefirió asumir el desgaste de una operación tan poco discreta antes que tener que dar cuenta de la exacta naturaleza de sus relaciones con la tiranía caribeña.

Más transparente pero incluso más grave ha resultado la tentativa fallida de intimidar al independentismo con un amago de desplante. Lo único parecido a un gesto de firmeza ante el constante pulso interno de los nacionalistas catalanes le duró apenas unas horas a Sánchez y para mayor daño acabó desnudando la más penosa de sus debilidades. De todos los intermediarios a que podía recurrir Junqueras para trasladar un mensaje desde la cárcel, Rufián era con mucho el más humillante. Y el éxito fue pleno: La Moncloa entonó la palinodia y la mesa de negociación que había aplazado por la mañana volvió a la agenda por la tarde. Y no sólo la entrevista con Torra y el proceso de «diálogo» seguirán adelante sino que los soberanistas mantendrán la autodeterminación en su lista de prioridades. Al portavoz de Esquerra sólo le faltó retratarse en la puerta del palacio haciendo tintinear unas llaves. El comunicado oficial, ante la imposibilidad del autodesmentido, testimonió una claudicación deplorable que pone en solfa al ejército de asesores presidenciales, impotente para achicar agua ante el amontonamiento de desastres. El país entero quedó al cabo de la calle -si aún hubiese algún ciudadano sin enterarse- de que el presidente de la nación acepta un clamoroso chantaje.

Lo más asombroso de la situación es que el Gobierno la ha complicado solo, sin ninguna intrusión externa, y no puede apelar al habitual comodín de la crispación de la derecha. Se ha saboteado a sí mismo con la legislatura casi inédita, lo que produce una inquietud patente sobre su idoneidad y destreza cuando aparezcan en el horizonte dificultades auténticas. Hasta un pelele como Torra, jurídica y políticamente inhabilitado, se siente en condiciones de plantearle exigencias. Acostumbrado a concebir su estancia en el poder como una carrera electoral perpetua, Sánchez se enfrenta a la responsabilidad de gobernar sin más estrategia que la de mantener como sea una precaria alianza del soberanismo y la izquierda, cediendo todo lo necesario al empeño de sus socios por desmantelar las bases del sistema. Nadie podía esperar, sin embargo, que el arrogante campeón de la supervivencia diese traspiés con los muebles de su propia vivienda.

Y es que la política de gestos tiene más de lo segundo que de lo primero, y cuando falla la gestualidad se queda en un artificio retórico hueco. Gobernar un país es un ejercicio serio en el que no valen la guapeza ni el postureo. Hace falta solvencia, algunas ideas, un equipo competente y un cierto criterio. Nada de eso existe en esta amalgama donde Podemos y ERC disponen de suficiente peso específico para imponer su proyecto, y en la que la autoridad visible está atrapada por una red de pactos secretos. Así las cosas, el desbarajuste de estos días parece sólo el comienzo de una etapa en la que la confusión, las imposturas y los patinazos van a ser lo de menos frente al intento de alterar el modelo constitucional desde dentro.

Ignacio Camacho

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