Trump, Diocleciano y el porquero

Es posible que Obama abandonara a Israel.

Pero lo que es indudable es que Trump lo va a traicionar.

¿Cómo es posible? ¿No está dando múltiples señales de buena voluntad? ¿Acaso la designación de un embajador amigo, el anuncio del traslado de la embajada a Jerusalén, el nombramiento de su yerno, Jared Kushner, como asesor, no son gestos enérgicos de los que Israel debería alegrarse?

Sí y no.

Existe una ley formulada por Gershom Scholem cuando, durante el proceso de Eichmann, reprochó a Hannah Arendt que carecía de Ahavat Israel, “el amor al pueblo judío”.

Arendt respondió que, cuando se trata de Israel, las pruebas de amor son menos importantes que el amor en sí.

Para ser exactos, dijo que los gestos de amistad, cuando no van unidos a un conocimiento y un apego sinceros, se convierten, en un momento dado, en todo lo contrario.

En la actualidad, el peligro es, en Israel, que se refuerce la franja más radical de la sociedad, una mala señal dirigida a quienes, en el otro bando, se alegrarán de que Estados Unidos empiece a tomar decisiones unilaterales que, un día, puedan ser desfavorables a los judíos; y en Estados Unidos, la proximidad a un presidente voluble (que cambia según el negocio del día) e impopular para medio país (con la ruptura del consenso entre los dos partidos que siempre ha reforzado a Israel).

No tengo ni idea, como es natural, del amor que Donald Trump siente, o no, por el pueblo judío.

Pero nos da alguna pista el libro de John O’Donnell sobre él: “El único tipo de gente que quiero que cuente mi dinero son hombrecillos cubiertos con la kipá”.

Estuvo la serie de tuits con la que se empeñó en arrancar al periodista Jon Stewart la máscara tras la que se ocultaba Jonathan Leibowitz, su verdadero nombre.

Estuvieron las palabras que dirigió, en plena campaña, a una reunión de donantes judíos: “¡Sé por qué no vais a apoyarme! Porque no procedo de vuestro dinero”.

Estas declaraciones emanan desprecio.

O, para ser más precisos, esa variedad de desprecio que funciona, según Freud, como un mecanismo anticipado de defensa contra el presunto desprecio del otro.

Que ese presunto desprecio sea real o imaginario es lo de menos.

Que Jon Stewart o los donantes judíos republicanos desdeñaran verdaderamente al constructor kitsch de la Trump Tower, tintineante con sus incrustaciones capilares, mobiliarias e inmobiliarias no es lo importante.

Lo fundamental es que Donald Trump lo cree.

Lo fundamental es que, para él, los judíos son la caricatura de esa élite neoyorquina que siempre le consideró un titiritero vulgar y sin alma.

Y ahí surge el típico caso de ese desprecio en defensa propia, cuando los judíos son los representantes de una élite que le ha mirado con desdén y de la que, ahora que él tiene el poder, puede vengarse.

Hay un relato talmúdico que expresa bien esta lógica.

El rabino Yehuda tiene una escuela por delante de la cual pasa, cada día, un joven porquero romano del que los alumnos se burlan desde las alturas de su sabiduría.

Un día, el rabino recibe una orden de acudir al oeste del reino de Edom, ante el emperador Diocleciano; y al llegar, con gran asombro, reconoce al porquero convertido en rey.

A primera vista, este le recibe con todas las consideraciones.

Cuando llega, ordena que le preparen un baño para que se purifique de las miasmas del viaje.

Con una salvedad: ha tenido la maldad de convocarle un viernes, justo antes del Sabbat.

El baño está demasiado caliente y, si no hubiera intervenido un ángel que, en el último minuto, arroja grandes cantidades de agua fría, habría muerto escaldado.

Y cuando el rabino, salvado por el ángel, aparece delante del antiguo porquero, este le dice: “¡Como tu Dios hace milagros, te permites despreciar al emperador!”.

Esta historia es una buena metáfora del Estados Unidos de hoy, donde, como en Edom, el nihilismo triunfante ha hecho que un porquero se convirtiera en emperador.

Es un buen ejemplo también de la prudencia del judío, que responde: “Despreciábamos al Diocleciano porquero, pero nos inclinamos ante el emperador Diocleciano, siempre que, como Saúl, que antes de ser rey había cuidado burras, se haya visto trascendido por su función y su metamorfosis”.

Y, sobre todo, es una buena alegoría de los baños y los regalos envenenados que puede prodigar un porquero humillado que decide vengarse.

Ante una situación así, lo más importante es no caer en la trampa de la buena voluntad de doble filo.

Los judíos no deben olvidar que, por mucho que Trump multiplique las declaraciones de amor, siempre será un mal pastor que no respeta más que el poder, el dinero, los estucos y los oros de sus palacios.

Y deben ser conscientes de que, en la atmósfera populista actual, en este momento en el que se ataca el pensamiento y las mentiras brotan con una arrogancia sin igual, en este mundo que está generalizándose y en el que, desde los plutócratas estadounidenses hasta los oligarcas rusos, los porqueros exhiben sin vergüenza su pedigrí en las fachadas de los palacios imperiales, la pequeña nación judía no tiene hueco.

Aliarse con eso es traicionar su vocación.

Es entregarse, no a Pompeyo o a Asuero, sino a Diocleciano; es arriesgarse a perder su identidad.

Para los herederos de un pueblo cuya longevidad a través del tiempo se ha debido al milagro de un pensamiento constantemente revivido, sacrificar esa vocación de excelencia, renunciar al deber de excepción que ha sido el fermento —desde Aquiba hasta Kafka, desde Rashi hasta Proust— de una resistencia casi incomprensible, en resumen, rendirse al nihilismo de Trump, sería la más espantosa de las capitulaciones y equivaldría a un suicidio.

Bernard-Henri Lévy es filósofo. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *