En este año 2024, año de elecciones presidenciales en los Estados Unidos, Donald Trump está inmerso en una nueva cascada de juicios que podrían complicar su candidatura a la Casa Blanca. Aunque el Supremo acaba de fallar definitivamente a favor de su elegibilidad y el supermartes ha afianzado su nominación como candidato republicano, las cosas todavía podrían torcerse. Su calvario judicial comenzó en Nueva York, con el caso sobre falsificación de registros contables cuya finalidad eran pagos para ocultar escándalos que pudieran perjudicarle en su campaña electoral de 2016. Por primera vez en la historia del país más poderoso del planeta, un presidente se sentaba en el banquillo de los acusados para responder ante la justicia, con la impactante imagen de su arresto policial. La víspera de aquella histórica lectura de cargos contra él, Donald Trump llegó con su comitiva a la Torre Trump, el símbolo de su éxito empresarial y su poder económico, ahora en entredicho, desde donde salió al día siguiente para comparecer ante los tribunales de justicia.
También tuvo que responder el magnate ante la Corte Suprema del Estado de Nueva York por fraude en la valoración de los activos de sus empresas. Según la demanda de la fiscal general del Estado, Letitia James, el equipo de Trump habría sobrevalorado una decena de inmuebles en la Gran Manzana para obtener condiciones favorables en préstamos bancarios. Entre ellos, la Trump Tower y el penthouse que la corona, el hogar neoyorquino del expresidente, que habría cuadruplicado su valor y –como por arte de magia– triplicado su superficie en cuatro años. El fallo del juez Arthur F. Engoron ha sido contundente y Trump podría ver peligrar la propiedad de su rascacielos fetiche, el origen de su marca personal y su propiedad más emblemática, al ser inhabilitado para actividades empresariales en el Estado e imponérsele una multa récord de 364 millones de dólares.
Pocos conocen la azarosa historia de este edificio situado en la neoyorquina Quinta Avenida, entre las calles 56 y 57, y del negocio que se estableció en aquel lugar hace casi un siglo. En el solar que hoy ocupa la Trump Tower se construía a finales de 1929 un edificio para albergar la glamurosa tienda de Stewart & Company. El próspero negocio de moda se mudaba al nuevo distrito de la sofisticación y la elegancia que atraía a las clases más distinguidas de la ciudad de los rascacielos, pero el destino hizo que dos semanas más tarde se produjese la debacle, el crack del 29, y la consecuente quiebra de Stewart que no tardará en vender el inmueble.
Fiel exponente del funcionalismo arquitectónico, se trataba de un sobrio edificio de once plantas terminado en un zigurat, con escasa decoración exterior. En lo alto de la fachada, los arquitectos Whitney Warren y Charles Wetmore se habían permitido un único detalle ornamental: dos frisos en bajorrelieve que representaban sendas figuras desnudas, en la clave clasicista reinterpretada por el Art Deco. El pórtico de entrada a aquella lujosa casa de modas sí deslumbraba por los brillos de sus vidrieras, esmaltes y metales preciosos, incluido el platino, introduciendo a la clientela al ambiente más elitista, moderno y exclusivo de la ciudad.
Todo aquel lujo exuberante de la entrada y del interior será eliminado solo un año más tarde por los nuevos propietarios, Bonwitt Teller, que adquirían el edificio para ampliar su naciente cadena de centros comerciales chic. Estos almacenes se convertirán en un auténtico templo de la moda y del arte, todo un mundo de variadísima oferta de alta costura y productos de alta gama, consumo para todos los gustos pero no para todos los bolsillos. Allí instalaron sus boutiques los grandes creadores de los cincuenta, sesenta y setenta, de Christian Dior, Pierre Cardin o Hermès a Kenzo o Clavin Klein.
Además de la alta moda, Bonwit Teller descubrirá al fascinado público neoyorkino movimientos artísticos de vanguardia como el Surrealismo, la Abstracción Expresionista o el Pop Art. Así, cuando en 1936 el Museo de Arte Moderno inauguró la Exposición Fantastic Art, Dada, Surrealism, en la que se incluían catorce obras de Salvador Dalí, Bonwit y su socio financiero Floyd Odlum tuvieron la idea de encargar al pintor español el diseño de ocho escaparates, realizados a partir de sus bocetos. De este modo, en la Navidad de 1936, los norteamericanos tuvieron la oportunidad de contemplar las primeras obras surrealistas, en esta ocasión aplicadas a la venta de moda vestimentaria.
En 1961, las vitrinas de esta sofisticada tienda mostraron por primera vez los collages realizados con recortes de prensa y cómics por un hasta entonces desconocido Andy Warhol. El creador del Pop Art había dispuesto como decorado de fondo varios paneles con toscas publicidades de prensa, de trazo grueso, viñetas y bocetos para enmarcar vistosos y juveniles vestidos de verano.
Las rápidas mutaciones del negocio de la moda, los cambios cíclicos en los gustos o los vaivenes caprichosos de las tendencias llevaron a la decadencia de los históricos almacenes Bonwit Teller que cerraban definitivamente sus puertas justo al cumplir medio siglo de existencia, en 1979. Pero los especuladores estaban al acecho: un desconocido personaje llamado Donald Trump aprovechó la coyuntura para adquirir a bajo precio el edificio, demolerlo y construir en el solar su célebre torre. El único problema con que se encontró el promotor fueron los famosos bajorrelieves de la fachada, pues tanto la opinión pública en general como el mundo artístico pedían su conservación y su traslado a las salas del MOMA, que los reclamó insistentemente.
A pesar de haber conseguido elevadísimas exenciones fiscales, el futuro magnate no cumplió su promesa de cederlos al museo y los bajorrelieves sucumbieron a la piqueta. Ante los duros ataques del 'New York Times' a esta tropelía injustificable, el equipo de Trump respondió a través de un portavoz autorizado, un tal John Baron, quien argumentó que se habían encargado tres informes a expertos independientes. Los misteriosos informes concluían que los bajorrelieves carecían de valor artístico, que la operación de traslado habría retrasado la obra demasiado tiempo encareciéndola en medio millón de dólares. Finalmente se descubrió el engaño: no solo no existían tales informes sino que bajo el nombre de John Baron se escondía el mismísimo Donald Trump. Quizás sea aquella, en el lejano inicio de los años ochenta, la primera postverdad de la historia, en la que se cimenta la Torre Trump, el origen de su imperio, esa que ahora el expresidente podría perder en los tribunales.
José María Paz Gago es escritor y catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de La Coruña.