Trump está fortaleciendo a la MS-13

Miembros de la pandilla MS-13, en Los Ángeles en 1994 Credit Donna De Cesare
Miembros de la pandilla MS-13, en Los Ángeles en 1994 Credit Donna De Cesare

A mediados de febrero, el presidente Donald Trump canceló un acuerdo migratorio propuesto por un grupo bipartidista de senadores. El Senado de Estados Unidos respondió rechazando la propuesta del presidente, mucho más severa. Para el final de la semana, el debate migratorio parecía estar atrapado entre el destino de los dreamers y el destino del muro.

Lo que sí está claro es que cualquier plan que pretenda dar mayor seguridad a Estados Unidos a través del incremento en las deportaciones y el endurecimiento de los requisitos para que los inmigrantes obtengan un estatus legal conseguirá que suceda exactamente lo contrario.

Estas propuestas, adoptadas por Trump, son las mismas políticas que hace décadas transformaron al archienemigo del presidente estadounidense, la Mara Salvatrucha 13 o MS-13, de una pandilla de unos cientos de salvadoreños a la organización trasnacional y asesina que es hoy, con más de 100.000 miembros a lo largo de Centroamérica y Estados Unidos.

Al lidiar con la MS-13, el gobierno de Estados Unidos ha actuado con el argumento de que entre menos indocumentados centroamericanos haya, menos violencia pandillera se vivirá en las calles de Estados Unidos. Desde finales de la década de los ochenta, el método más importante para combatir a la MS-13 ha sido la deportación.

De 1989 a 1993, Estados Unidos deportó a unos cuatro mil miembros de diferentes pandillas del sur de California y los envió a El Salvador. Tres décadas después, el número de pandilleros en El Salvador ha llegado a 60.000. Esos pocos deportados fueron enviados a un país empobrecido por la guerra donde multiplicarse les fue fácil.

El presidente Barack Obama se ganó el apodo de “Deportador en jefe” por haber expulsado en promedio a 74 salvadoreños al día durante 2014. Trump ha expulsado a la misma cantidad de personas durante su primer año en la Casa Blanca.

Deportar pandilleros, sin embargo, ha creado el efecto contrario: ha estimulado el crecimiento de la MS-13 en Estados Unidos, un grupo que ahora suma cerca de 10.000 miembros repartidos en cuarenta de los cincuenta estados.

Los pandilleros deportados a El Salvador simplemente se reagrupan en el núcleo de la organización criminal y muchos regresan a Estados Unidos, en donde operan en clicas o subgrupos, como los Sailors Locos Salvatrucha y Teclas Locos Salvatrucha, en Maryland. Lo que Washington está haciendo es generar más reclutas para la MS-13, que saben cómo moverse en Estados Unidos.

Pero posiblemente el mayor problema de enfocarse en las deportaciones es que distrae de los esfuerzos que realmente tendrían algún efecto.

Long Island, donde los fiscales dicen que dos niñas fueron asesinadas a golpes por miembros de la MS-13 en 2016, es uno de los sitios a los que la pandilla llegó gracias a que nunca se atacó la raíz de su crecimiento. Desde 2007 ha habido operativos contra la pandilla en Long Island y, sin embargo, sigue ahí; matando, expandiéndose.

Los acusados del asesinato de esas dos niñas no eran pandilleros veteranos, mafiosos con tatuajes y miembros de un “cártel”, como Trump llegó a llamar a la pandilla en 2017. Eran adolescentes. Eran también parte de la base intacta de la pandilla en Estados Unidos: jóvenes migrantes —indocumentados o no— quienes, perdidos en un mundo nuevo y violento en el que están solos, toman la mano del primer guía que la extienda. Muchas de las veces, la MS-13 es esa mano. El gobierno estadounidense lo es muy pocas veces.

Decir que las pandillas se “ganan” a los jóvenes resulta engañoso porque implica que el gobierno estadounidense está haciendo algo para competir con ellas en ese aspecto, cosa que no sucede. Estados Unidos no pelea por estos jóvenes.

Los estadounidenses siguen hablando de deportaciones, pero se enfocan muy poco en cómo los recortes presupuestales en el sistema educativo han incrementado el reclutamiento entre pandillas, como señaló recientemente Howard Koenig, superintendente de escuelas públicas en Central Islip, Long Island.

Los estadounidenses también siguen hablando sobre el muro que Trump quiere construir, pero muy pocos han reconocido el “fracaso total del gobierno para establecer un proceso eficiente y una supervisión significativa de la reubicación” de los menores no acompañados que ha contribuido a la crisis de la MS-13, como dijo en junio de 2017 el senador republicano por Iowa, Charles Grassley. Muchos de estos niños vienen de familias disfuncionales con padres que apenas tienen el tiempo o el dinero para cuidarlos; lo que el gobierno hace es esencialmente lanzarlos a las calles. De los más de 240.000 menores no acompañados que fueron detenidos en la frontera desde 2012, solo 56 eran sospechosos de tener vínculos con la MS-13 al momento de su llegada. Si establecieron esas conexiones después de entrar a Estados Unidos, entonces la culpa es de Estados Unidos.

Seguiremos escuchando el adjetivo predilecto que Trump ha dedicado a los pandilleros de la MS-13: “animales”. Y, sin embargo, pocos repararán en que en escuelas como la de Uniondale, bastión de dos de las clicas de la MS-13 en Long Island, hay apenas tres trabajadores sociales para más de dos mil estudiantes. Uno de esos trabajadores sociales, Sergio Argueta, me dijo que muchos de los estudiantes son recién llegados que se sienten perdidos en su nuevo entorno. Él ayuda a jóvenes en situación de riesgo en Long Island a través de una organización llamada Strong.

Un joven que fue “chequeo” —el nivel más bajo— de la MS-13 en Uniondale me contó en junio de 2017 por qué se acercó a la pandilla. “Te sentís perdido”, dijo, cuando recordó su llegada a la escuela. Me contó que todos lo perseguían: la policía, porque ser salvadoreño y joven lo hacía sospechoso de ser marero; las pandillas negras, porque parecía pandillero latino; las pandillas latinas —incluida la MS-13— porque no era miembro de ellas. Él no se unió a ningún cártel por dinero ni a una pandilla porque era un “animal”.

Se unió a la MS-13 por hartazgo, por soledad, por necesidad de protección. Las mismas razones por las que unos cuantos jóvenes adictos al death metal y perdidos que vivían en barrios violentos de California tras huir de una guerra civil en su país se volvieron la semilla de la Mara Salvatrucha.

Todos esos años han pasado y los gobiernos estadounidenses siguen poniendo sobre la mesa la misma fórmula. Con Trump en la presidencia y los republicanos con el control del congreso, no parece que vaya a haber un plan distinto. Tras casi cuarenta años de existencia de la MS-13 en Estados Unidos, la única pandilla en la lista negra del Departamento del Tesoro, todo apunta a que aún le queda larga vida en el norte a esa organización.

Óscar Martínez es periodista de Sala Negra de El Faro y autor de Los migrantes que no importan y Una historia de violencia.

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