Trump me ha metido el miedo bajo la piel

Migrantes indocumentados participaron en una protesta de la Coalición de Migración de Nueva York contra la deportación y las redadas, el 14 de febrero. Spencer Platt/Getty Images
Migrantes indocumentados participaron en una protesta de la Coalición de Migración de Nueva York contra la deportación y las redadas, el 14 de febrero. Spencer Platt/Getty Images

Crecí y viajo por una región, América Latina, donde, en barrios ricos o pobres, aprendes a caminar en puntas de pie, en alerta y abusando de la mirada periférica: nunca ves solo hacia delante sino a los costados y lo más atrás que puedas. No quieres sorpresas: ser robado, asaltado, golpeado, secuestrado; y si eres mujer, además, violada. No quieres dejar de ser una persona.

Yo creía, o quería creer, que ese recelo no se respiraba en Estados Unidos, pero esa sensación ha cambiado: ahora tengo miedo.

Lo peor es la paranoia. Haber perdido todo sentido de la comodidad, de esa tranquilidad que he respirado la mayor parte del tiempo que he vivido en Estados Unidos.

Y no hablo del temor a un delincuente: hablo del miedo a mirar demasiado a un policía, al prejuicio del ciudadano común, a las ideas del presidente y las acciones de su gobierno. La nueva normativa de deportaciones del presidente Donald Trump se me ha metido bajo la piel. Soy latino y, aunque no tengo nada que ocultar, temo ser sospechoso de no-pertenencia.

El gobierno ha ampliado el alcance del término “criminal” para multiplicar el número de deportables posibles y acelerará los trámites de deportación casi al punto de deslegitimar el proceso legal, convirtiéndolo en una trituradora de legajos con acusaciones menores. Como The New York Times ha reportado, la nueva política migratoria es una maquinaria de deportaciones extrema. Obama había reconocido que millones de migrantes, sobre todo aquellos con hijos y arraigo en el país, merecían la oportunidad de quedarse. Con Trump, cualquier inmigrante no autorizado se convierte en blanco de deportación.

Una infracción simple, como haber cruzado un semáforo en rojo hace años, puede poner fuera del país en poco tiempo, sin mucha defensa legal posible, a la mamá indocumentada de tres niños americanos. Piensen esto: desde el momento en que el gobierno planea dotar a las policías locales y estatales con poderes migratorios, cualquier patrullero puede ser parte de una fuerza cazadora de personas. ¿Un Estado democrático puede decir que un aparato militarizado de persecución civil es justo? Yo no puedo borrar de mi mente la imagen de una Gestapo de latinos.

Con su nuevo proyecto de deportación, el presidente Trump crea y propaga el miedo, y el miedo es tortura.

El discurso del miedo y la capacidad de destrucción, decía Theodor Adorno, son las fuentes emocionales del fascismo. Trump no precisa levantar muros en la frontera pues su muro de miedo solo requiere del discurso para hundir los cimientos. Los muros inmateriales de las miradas acusatorias, el insulto, la prepotencia —los símbolos— son socialmente más graves pues pueden pasar desapercibidos pero perduran más tiempo en las raíces de la cultura.

Trump ha hundido a Estados Unidos en una negrura paranoica que se pondrá peor. Pocos días después de asumir la presidencia, un compañerito del primer grado se acercó y abrazó a mi hijo con la cara de preocupación de un chico de siete años que está por perder algo importante en su vida.

—Eres mi amigo —le dijo—; no quiero que te vayas.

El niño había escuchado a sus padres o en la TV o en la escuela que el nuevo presidente prometía acabar con los migrantes indocumentados y, solo por su apellido, creía que mi hijo era uno. Aquel día comenzamos a sentir una tristeza pesada como un caldo espeso. ¿Cómo podía eso tocar tan pronto a nuestra puerta? ¿Qué prejuicios y temores se estaban incubando en silencio, incluso, entre las personas amables?

La preocupación se ha acentuado con el tiempo. Cuando los oficiales de migraciones detuvieron hace días al científico de la NASA Sidd Bikkannavar a su regreso de un viaje a Chile y pidieron la clave de su teléfono móvil, yo empecé a pensar en no viajar más con el dispositivo con que hablo por WhatsApp a diario con mi hijo mientras estoy de viaje. No quiero al gobierno echando un ojo sobre mí. No soy de origen asiático, como el científico, pero tampoco tengo ojos claros y mi apellido no suena a Smith o Williamson.
A mí no me alcanzará la decisión del gobierno de deportar migrantes indocumentados: soy, para la comodidad presidencial, legal. Pero conozco y convivo con decenas de personas que son estadounidenses por determinación y deseo, así no tengan papeles para demostrarlo. En ellos el miedo cala peor.

José Cruz, un jardinero que solía trabajar en la casa, evitó andar de noche con su camioneta destartalada: temía que si una patrulla lo detenía por una luz rota acabase en Ixtapan, el pueblo del centro de México que dejó hace una década. “Pero ahora el temor sigue aunque el auto esté bien”, me dijo hace unos días. “A veces también tengo miedo de hablar, por mi acento”.

¿Cómo se puede estar tranquilo cuando uno no es parte del ideal de “Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo”?

Mi hijo y su mamá son estadounidenses. Ella y yo pagamos impuestos, tenemos trabajos razonables, hacemos una vida normal. Pero toda esta situación me ha demostrado que la normalidad no importa: nosotros somos blancos y he empezado a pensar que nuestra piel nos puede salvar. La normativa migratoria del presidente Trump no hace las cosas fáciles para quienes tienen más color: un policía puede iniciar acciones si cree que una persona está en el país de manera ilegal. Pero es difícil que un oficial se acerque —como los militares durante las dictaduras latinoamericanas de los años setenta— a pedir documentos a un señor blanco bien vestido: el racial profiling (la categorización racial) tiene la mesa servida. El gobierno ha convertido en sospechoso de un crimen a toda persona con la piel más oscura que un sajón.

A diferencia de José, moreno como tantos otros millones, mi piel podrá permitirme pasar el rasero de la mirada de un policía, pero mi voz no me dejará pasar el filtro de su oído: yo, como José, hablo inglés con acento. Y ya temo acercarme a un patrullero a pedir ayuda para lo que sea. La tensión del contexto alimenta esa paranoia. Déjenme decirlo claro: quien tiene acento y color es, por obra de la política migratoria del presidente Trump, un target (objetivo).

Viví mi infancia bajo una dictadura donde los soldados venían al barrio a revisar qué libros leían mis papás y sus vecinos. De mayor, como periodista, he caminado por barrios peligrosos en muchas ciudades. Pero es ahora, en el siglo XXI, que he vuelto a mirar por encima de mi hombro. Y esto no me sucede en un país violento del Tercer Mundo, sino aquí, en las ciudades del —hasta hace poco— más o menos normal Estados Unidos, el líder del mundo libre.

Diego Fonseca es escritor argentino que actualmente vive en Phoenix y Washington. Es autor de Hamsters y editor de Sam no es mi tío y Crecer a golpes.

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