Trump, Quijote y la extraña racionalidad del Estados Unidos blanco

Un manifestantes con máscara de Trump.Rebecca Blackwell / AP
Un manifestantes con máscara de Trump.Rebecca Blackwell / AP

El pasmo que se ha adueñado de nuestros ánimos desde el miércoles es quizá incluso mayor que el que produjeron las elecciones de 2016. Bajo el cuestionamiento de los sondeos, que deberían habernos avisado, habernos preparado para lo impensable, habernos ofrecido un aperitivo que hubiera restado brutalidad a la noticia, se oculta nuestra incapacidad de responder a esta pregunta: ¿Cómo se puede seguir apoyando al presidente saliente, envuelto en un aura de oprobio y lastrado por un país al borde de la agonía? ¿Qué virus letal puede haber contagiado a casi uno de cada dos electores estadounidenses para que hayan dado su voto a este presidente, cuyas ofensas contra el decoro, la ley, la decencia, la ética y el civismo son incontables? ¿Cómo se puede elegir el oscurantismo y la impostura cuando se es la quintaesencia de la democracia? Seguramente hay que interpretar que el apoyo a Trump, lejos de ser meramente visceral, es una decisión racional, una opción contra la modernidad y dispuesta a sacrificar la democracia en aras de la protección.

Se ha hablado mucho de las divisiones, la guerra civil, la polarización y las grietas de una sociedad en pedazos que parece haber engendrado a Trump. Según esta teoría, su presidencia es fruto de pasiones tristes e incluso el pico de fiebre de unas multitudes poseídas, enloquecidas por el conflicto social. En realidad, Estados Unidos es desde su nacimiento un país ontológicamente dividido, escindido, irreconciliable. Construir la Unión fue una tarea tan gigantesca desde el periodo colonial que la experiencia democrática se propuso como objetivo simplemente resolver la ecuación e pluribus unum, la unidad en la diversidad, a cambio de miles de concesiones y arbitrajes para que la federación pudiera sobrevivir a sus fracturas. La supremacía blanca fue el compromiso implícito para mantener en pie el edificio. Y en tiempos más recientes, también el dominio del mercado todopoderoso fue objeto de un pacto.

En definitiva, Donald Trump no ha dividido Estados Unidos, igual que tampoco es producto de un divorcio. Lo que sí ha hecho es poner fin a los intentos de reconciliación. Ha acabado con el principio fundamental que define su país desde hace 400 años: Somos un proyecto político y un pueblo en redefinición constante, somos el intento incansable de superar nuestras diferencias mediante el contrato social que nos ata. Con Trump, el proceso democrático de ampliación del círculo de los ciudadanos y de redefinición permanente del pueblo estadounidense, de sus aspiraciones y los bienes comunes que comparte, se ha parado bruscamente. La experiencia norteamericana ha terminado, ya no hay frontera que conquistar ni concepción nueva de nosotros mismos que diseñar. Somos una nación que ha llegado a su destino, establecida por la historia como un grupo étnico, un puñado de elegidos dignos de ocupar la primera fila y con legitimidad para defender lo adquirido, sus prerrogativas, una Harrenvolk democracy que es blanco de los ataques de los ilegítimos y los alógenos. Trump propuso la tribalización de Estados Unidos, es decir, todo lo contrario del proyecto democrático. Muros, estacadas, mazmorras y parapetos iban a garantizar el proteccionismo racial de un país blanco, inmemorial y, sin embargo, maltratado, destinado al declive demográfico y, sobre todo, al debilitamiento simbólico. Apelando al dominio imperial como axioma, Trump recuperó el tema de la conquista y, como en la época del saqueo de los territorios indios, recurrió al discurso de la defensa propia. Y ese discurso ha unido a los blancos de Estados Unidos detrás de su caudillo, ha reforzado su patriotismo y sus derechos y ha justificado la exclusión de los demás: mujeres, gais, inmigrantes y minorías raciales. Es decir, Trump ha reconstruido una unidad, la de la mayoría blanca, hombres y mujeres, con estudios o sin ellos, aferrados a una misma esperanza de restauración de una hegemonía perdida. La tentación autoritaria ha estado siempre presente en la presidencia de Trump, cuya viril omnipotencia prometía a los hombres que iban a recuperar su supremacía y a las mujeres que iban a tener su papel, aunque reducido a la protección de los valores familiares.

Hay otro análisis engañoso que nos ha confundido: la crisis de la Covid y el estado de la economía. En los dos casos, la incompetencia y los fallos de la presidencia de Trump parecen innegables. Con los indicadores económicos apenas en recuperación, los millones de estadounidenses en paro sin compensación ni seguro médico, las escandalosas cifras de mortalidad y contagios y lo peor aún por llegar, pensamos que los votantes castigarían a Trump por esa situación de extrema vulnerabilidad. De hecho, esa mitad de los estadounidenses que le votaron y probablemente le han vuelto a votar vieron en él la panacea, la vacuna, no la causa de sus tormentos. Contagiado y curado en tiempo récord, mientras se burlaba de las mascarillas y descalificaba la medicina y la ciencia, Trump ha dado la imagen de un patético Don Quijote frente a los molinos de viento. Pero para la abrumadora mayoría de los republicanos, es decir, los blancos que nunca han dejado de apoyarle, su actuación era performativa: al decir que el crecimiento iba a volver, que el virus iba a desaparecer, que las temperaturas iban a subir, que las fábricas iban a reabrir, que los mexicanos iban a pagar, estaba exhibiendo un poder absoluto, mesiánico, la potestad de decir y decidir qué iba a pasar. Y, como la epidemia y la crisis económica son todavía más insoportables en la medida en que no hay forma inteligible de explicar su aparición, su intensidad y su desaparición, el presidente era casi un exorcista, un chamán. Ofrecía otra racionalidad a unas personas tal vez educadas pero que se sienten alienadas por una racionalidad que les parece tecnocrática e inoperante. Los “hechos alternativos” son el deseo de recuperar el control de un entorno que se considera hostil. Cuanto más mentía el demagogo, más sensación daba de estar protegiendo.

Por último, nada impide pensar que, más allá del deseo de restauración sexual y racial, millones de estadounidenses simplemente se han arriesgado a hacer la apuesta de Pascal, puesto que su precariedad —real o imaginaria— es tal que han hecho el cálculo racional que sugirió el filósofo francés sobre la existencia de Dios: si voto a Trump y no es capaz de cumplir sus promesas, en cualquier caso ya estoy al borde del abismo; si no voto por él, nunca sabré si habría podido devolverme mi posición. Pero si le elijo y consigue vencer a los enemigos de Estados Unidos, entonces no solo me salvaré sino que seré un patriota ejemplar.

El Estados Unidos blanco, masculino y tradicional se colocó en orden de batalla hace más de cuatro años y no ha bajado la guardia desde entonces. Su deriva fundamentalista, ultranacionalista y propensa al autoritarismo es innegable. Pero no es, como no lo son Don Quijote ni el apostador de Pascal, irracional ni absurda. Su adoctrinamiento procede de sus heridas narcisistas y de la ideología de la decadencia que impone la respuesta, la insurrección, la recuperación del control. Este populismo reaccionario es la patología de los pueblos que han creído que eran Occidente y, dolidos al encontrarse con oposición, llaman a la restauración, el orden y la tradición, como espadas y escudos contra un cambio que, sin embargo, es inevitable. Cuidémonos, las demás naciones febriles, si las aventuras con molinos de viento nos hacen temblar de miedo, de nuestras posibles tendencias trumpianas.

Sylvie Laurent es americanista e historiadora. Investigadora asociada en Stanford, es profesora en Sciences Po. Acaba de publicar Pauvre Petit Blanc (Maison des Sciences de l’Homme). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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