Trump tiene quién lo apoye en Medio Oriente

El intento del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, de vedar el ingreso de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana ha sido hasta ahora el principal barómetro de la imagen de su gobierno en el mundo islámico. Pero es probable que su decisión de disparar 59 misiles Tomahawk contra una base aérea siria, en respuesta al último ataque de las fuerzas del presidente Bashar al-Assad con armas químicas, nos permita hacernos una idea mejor de la postura de las diversas partes.

Para exfuncionarios del gobierno de los Estados Unidos y para muchos musulmanes, la proyectada veda es una traición a los valores liberales, y regala a los extremistas un argumento para el reclutamiento de nuevos miembros. Pero entre los aliados más antiguos de Washington en Medio Oriente (aquellos a los que una política sesgada del presidente estadounidense beneficiaría más) la respuesta mayoritaria ha sido el silencio. Tras ocho años de recibir instrucciones de la Casa Blanca, ven a Trump como un cambio bienvenido (aunque sea potencialmente perturbador).

Puede que el principal entusiasta (aunque callado) del gobierno de Trump sea Arabia Saudita. Los sauditas nunca vieron bien los gestos de acercamiento del presidente Barack Obama a Irán, y los tomó muy por sorpresa la declaración de Obama a la revista The Atlantic, cuando dijo que iraníes y sauditas “necesitan hallar un modo eficaz de compartir el vecindario e instituir una suerte de paz fría”. Ahora los sauditas, empantanados en una guerra por intermediarios con Irán en el vecino Yemen, celebran que Trump contemple incrementar el apoyo para rechazar la intrusión iraní en su patio trasero estratégico.

Otro tanto ocurre en relación con el vecino Bahréin, el más cercano aliado regional de Arabia Saudita (al que ayuda con suministros de petróleo gratuito). Desde que en ese país estalló el conflicto entre sunitas y shiitas en los noventa, la dirigencia de Bahréin acusa a Irán (aunque con pruebas endebles) de entrometerse en sus asuntos. Cuando en 2011 fuerzas lideradas por los sauditas aplastaron las protestas shiitas en la isla, el gobierno de Obama criticó duramente a la dirigencia de Bahréin y redujo la venta de armas. Pero la administración Trump, en su apuro por generar empleo fabril, levantó las restricciones de tiempos de Obama y anunció que venderá a Bahréin 5000 millones de dólares en aviones de combate.

Incluso en Líbano, donde el representante de Irán (la milicia shiita Hezbollah) es la fuerza política dominante, los sauditas ven en Trump un posible salvador, cuya naciente política antiiraní tal vez fortalezca a sus propios representantes.

Mientras Arabia Saudita le apunta a Irán, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos tienen en la mira a la Hermandad Musulmana. Y aquí también, Trump representa una alternativa atractiva para la dirigencia de estos países. El gobierno egipcio, en particular, culpa a la Hermandad (a la que derrocó en 2013 con un golpe militar) por todos los males del país, desde la insurgencia de Estado Islámico en la península del Sinaí hasta las dificultades económicas que atraviesa Egipto. Es comprensible que el plan de Trump de designar a la Hermandad como organización terrorista e impedirle recaudar fondos en Estados Unidos tenga muy buena acogida en el gobierno egipcio.

La democracia no hizo muchos avances en un mundo árabe dominado por líderes autoritarios. Pero eso no preocupa a Trump, que ha mostrado poco interés en las normas de la democracia liberal y en las instituciones que las sostienen. Tras reunirse con el presidente egipcio Abdel Fattah el-Sisi en septiembre de 2016, Trump se deshizo en elogios, calificándolo como “un tipo fantástico” que “tomó el control de Egipto (…) realmente tomó el control”. Sisi devolvió gentilezas: fue el primer jefe de Estado que felicitó a Trump por su victoria. Y pocos días antes de ordenar el ataque en Siria, Trump dio una calurosa acogida a Sisi en la Casa Blanca y lo felicitó por hacer “un trabajo fantástico”.

Hasta el gobierno turco, tradicionalmente un crítico acérrimo de la política estadounidense en Medio Oriente, hizo gestos de acercamiento a Trump (que en una entrevista dada en julio de 2016 se maravillaba por el modo en que el presidente Recep Tayyip Erdoğan había aplastado una intentona golpista). A Turquía le cayó especialmente bien la postura de Michael Flynn (primer asesor de seguridad nacional de Trump) en relación con Fethullah Gülen, un clérigo turco que vive autoexiliado en un área rural de Pensilvania. Erdoğan cree que Gülen estuvo detrás del intento de golpe, y exigió al gobierno de Obama su extradición, sin resultado alguno. Flynn, en un artículo publicado en el diario The Hill, sostuvo que Estados Unidos “no debería proveerle refugio”.

Antes de obsesionarse con Irán y la Hermandad Musulmana, los líderes árabes solían comenzar con protestas contra Israel cualquier reunión con funcionarios estadounidenses. La promesa inicial de Trump de trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén y su apoyo a los asentamientos israelíes en Cisjordania fueron muy preocupantes para los aliados árabes de Washington. Pero después, Trump se desdijo de lo primero, y tras una reunión con Abdullah, rey de Jordania, en febrero, cambió su posición respecto de la construcción de nuevos asentamientos.

La ahora suspendida prohibición de entrada a musulmanes emitida por Trump fue igualmente polarizadora. Michael Morell, ex subdirector de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA), dijo que la medida sería una bendición para Estado Islámico que lo ayudaría a reclutar nuevos miembros, mientras que el influyente clérigo musulmán Yusuf al-Qaradawi tuiteó que la decisión “alienta la hostilidad y el racismo”. El ministerio de asuntos exteriores iraní, en tanto, la calificó como un “insulto evidente al mundo islámico, y especialmente a la gran nación iraní”. El decreto original también provocó la furia de Irak, otro de los estados señalados por la norma, junto con Libia, Siria, Somalia, Sudán y Yemen.

Compárense estas respuestas con el silencio de Egipto y Arabia Saudita, la sugerencia turca de hacer un “borrón y cuenta nueva” y la aprobación expresada por el ministro de asuntos exteriores de los EAU.

Queda por verse de qué manera el abandono de la política colaborativa de Obama y su reemplazo por las tácticas divisivas de Trump pueden afectar la estabilidad regional, aunque no es difícil hacer algunas especulaciones. Por ejemplo, es posible que la ambivalencia de Trump respecto del acuerdo sobre el programa nuclear iraní traiga consecuencias devastadoras con el correr del tiempo.

Pero hasta ahora, la política de Trump de tender una mano a algunos líderes árabes y aislar a otros le va muy bien a la mayoría de los gobiernos de Medio Oriente. Mientras la prensa occidental se muestra cada vez más nostálgica de Obama, estos líderes (a quienes nunca gustó que Estados Unidos se metiera en sus asuntos) recibieron su partida con alivio y, sin importar la polémica que Trump haya generado con su “prohibición antimusulmana”, ven con buenos ojos su agenda. Por ahora tal vez sigan dándole apoyo tácito; pero vista la aparente determinación de Estados Unidos de lanzar una intervención militar más contundente en Siria, es posible que los que hoy le desean éxito a Trump pronto dejen de hacerlo.

Barak Barfi is a research fellow at New America, where he specializes in Arab and Islamic affairs. Traducción: Esteban Flamini.

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