Trump y Cuba

El triunfo de Donald J. Trump carece de antecedentes en la historia política de Estados Unidos. Nunca antes había ganado la elección presidencial un político tan poco político como el magnate de Nueva York, ni tan alejado de la cúpula de cualquiera de los dos partidos hegemónicos. Trump no ha sido ni legislador estatal ni federal, ni gobernador ni funcionario y su clara alineación con los republicanos es tan reciente como el año 2012, cuando apoyó la candidatura de Mitt Romney contra la reelección de Barack Obama.

En el año 2000 Trump intentó lanzarse por una tercera fuerza política, pero hasta bien avanzada la década hizo contribuciones financieras a campañas electorales tanto demócratas como republicanas. Aquel intento de quebrar la hegemonía bipartidista lo asoció, en un inicio, con las experiencias de Theodore Roosevelt en 1900, George Wallace en 1968 o Ross Perot en 1992 y 1996. Finalmente, ganó la nominación del Partido Republicano, en unas primarias encarnizadas, y fue electo gracias a la maquinaria electoral de la derecha institucional de Estados Unidos.

La identidad política de Trump, hasta ahora, debe más a su retórica racista, xenófoba y misógina que a un programa de gobierno. Las promesas de la campaña electoral —el muro, las deportaciones, el Obamacare, el TLCAN, el TPP…— estaban puestas en función de reforzar su imagen populista. En la transición de gobierno, el presidente electo ha moderado algunos despropósitos —ha prometido, por ejemplo, respetar los compromisos internacionales de Estados Unidos—, pero sigue siendo difícil imaginar cómo conducirá su relación con Rusia y China, Europa y América Latina.

Con Cuba, por ejemplo, Trump ha asumido, en menos de 20 años, tres posiciones distintas. A fines de los noventa intentó violar el embargo comercial por medio de inversiones en el área hotelera y de casinos en resorts cubanos. Al inicio de esta campaña presidencial dijo que no rechazaba el restablecimiento de relaciones con la isla, pero que lograría un “mejor acuerdo” que el de Obama. Y ya en el tramo final de la contienda, seduciendo el voto republicano duro de los cubanoamericanos, ofreció revertir la política de los demócratas hacia La Habana.

La mayoría republicana en ambas cámaras del Congreso es tanto un soporte como un dique para la presidencia de Trump. Aunque Barack Obama produjo el giro en la política hacia Cuba por medio de acciones ejecutivas, es muy probable que más de la mitad del poder legislativo rechace una revocación del descongelamiento diplomático. Los representantes y senadores de la Florida, que se reeligieron en bloque, presionarán a favor de una marcha atrás, pero el nuevo liderazgo del Departamento de Estado deberá sopesar sus prioridades.

Si, como algunos expertos anticipan, predomina el ángulo realista y pragmático de la política exterior de Washington, es probable que Trump continúe la actual estrategia de la Casa Blanca. La pregunta es si concederá mayor centralidad a la situación de los derechos humanos, como se insinuaba en el programa de gobierno de Hillary Clinton, o si optará por una vía más acorde con el entendimiento proteccionista con regímenes autoritarios, rivales de Europa, como Rusia, que le ha ganado las simpatías de Vladímir Putin, aliado a toda prueba de los Castro.

Es evidente que en La Habana se contemplan todos los escenarios, como se desprende de la felicitación que envió Raúl Castro a Trump, poco después de que lo hiciera el mandatario ruso. Por lo pronto, el Gobierno cubano ha anunciado nuevas maniobras militares, pero, a la vez, ha hecho un alto en la ascendente retórica contra el sentido supuestamente intervencionista de la política de Obama. Trump puede resultar cualquiera de las dos cosas: un mejor aliado del régimen o un adversario más burdo y frontal. En una u otra variante, La Habana sale ganando.

Si la nueva Administración decide, en vez de acelerar o dar marcha atrás al proceso de normalización diplomática, mantenerlo en un punto neutro, tal vez no sea del todo negativo para el avance del sector no estatal, la autonomización de la sociedad civil y, eventualmente, la democracia en Cuba. Sin la amenaza de la persuasión liberal de los demócratas, las reformas podrían salir del inmovilismo que le interpone la burocracia, y sin una vuelta al viejo e irrentable expediente del embargo y el aislamiento internacional, el conservadurismo ideológico tendría mayores dificultades para reproducirse.

Rafael Rojas es historiador.

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