Trump y los peligros de la democracia minoritaria

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en una conferencia de prensa el 9 de noviembre de 2018. Credit Sarah Silbiger / The New York Times
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en una conferencia de prensa el 9 de noviembre de 2018. Credit Sarah Silbiger / The New York Times

Donald Trump es el líder populista de una democracia minoritaria. Nunca ganó el voto de la mayoría del pueblo.

Parece una paradoja o un oxímoron si consideramos que la democracia es el gobierno de la mayoría electoral, y sin embargo esta es la situación en la que se encuentra hoy Estados Unidos. Por lo tanto, si bien es claro que el país sigue siendo una democracia y que Trump fue elegido de forma legal, la legitimidad democrática de su gobierno es cada vez más débil.

Muchos observadores afirman que así funciona esta democracia y su sistema representativo. Pero lo contrario es lo cierto: la democracia estadounidense es ahora un gobierno de minorías y no funciona bien.

A diferencia de sus predecesores en la historia del populismo, Trump es un recurrente perdedor, un populista “loser”.

Todos los resultados electorales que obtuvo hasta ahora el caudillo multimillonario en su breve historia política confirman una gran diferencia entre el trumpismo y todos los populismos globales que lo precedieron en el poder.

De Juan Domingo Perón en Argentina a Hugo Chávez en Venezuela y Rodrigo Duterte en Filipinas, los populistas llegaron al poder justamente porque fueron votados por mayorías electorales. Este no es el caso de Trump, quien afirma que gobierna en nombre del pueblo y en contra de los “enemigos del pueblo” pero en realidad gobierna para las minorías electorales que votaron por él. Peor aún, el líder identifica continuamente a esta minoría electoral con el pueblo en general.

Desde la perspectiva del caudillo estadounidense, casi nada cambia después de las elecciones intermedias, pero la realidad será más compleja y problemática para él. Se pueden esperar más controles de la oposición y más polarización y demonización por parte del presidente.

Los efectos de esta concepción autoritaria son bastante típicos de la política populista y se verán ampliados en los próximos meses.

Históricamente, obtener mayorías populares ha sido el alfa y el omega del populismo. Tener el apoyo de la mayoría fue siempre una condición previa para que los populistas fueran exitosos y legítimos.

Otros líderes populistas que no ganaron mayorías electorales, creyeron que los votantes estaban equivocados, aceptaron sus derrotas a regañadientes y, a menudo, intentaron convencerlos de sus virtudes casi divinas y de la necesidad de votar de nuevo por ellos. Las elecciones fueron cruciales para ellos. Querían los votos de las mayorías electorales para confirmar que eran apoyados por el pueblo. Estos fueron los casos del populismo de derecha y de izquierda en Argentina en la década de los noventa y los 2000; en Venezuela, bajo Hugo Chávez; en Ecuador, en los años más recientes, y en muchos otros casos, como Silvio Berlusconi en Italia.

Cuando populistas como Nicolás Maduro, también en Venezuela, no tuvieron mayorías, recurrieron a métodos dictatoriales que ignoraban la realidad de una voluntad popular que les era adversa. Enojados con la obtención de una minoría prefieren acercarse a la dictadura y por lo tanto dejan de ser populistas.

Este no es el caso del trumpismo. Trump puede gobernar con minorías gracias al sistema electoral de Estados Unidos, que le permitió ganar las elecciones presidenciales de 2016 al sumar el mayor número de votos por colegios electorales y no por la mayoría del voto popular, que fue obtenida por Hillary Clinton con casi tres millones de votos de diferencia a su favor.

Dos años después, Trump declaró un triunfo excepcional, aunque los resultados cuenten otra historia.

En las elecciones intermedias de 2018, la mayoría de los estadounidenses votaron en contra del trumpismo. En el Senado, los demócratas superaron a los republicanos por más de dieciséis millones de votos y obtuvieron el 58,5 de los votos y, sin embargo, no lograron la mayoría en esa cámara.

Las reglas existentes permiten el vaciamiento de la democracia y no su fortalecimiento. Basta pensar que la ciudad de Nueva York, en donde Hillary Clinton obtuvo aproximadamente el 79 por ciento de los votos y Donald Trump solamente el 19 por ciento, tiene un número de votantes equivalente al de cuarenta de los cincuenta estados del país.

El gobierno populista de las minorías es un fenómeno novedoso en la historia de los populismos en el poder. En este contexto, el trumpismo presenta un déficit democrático mucho más agudo que el de otros populismos históricos y actuales.

Trump juega el juego democrático pero no sigue todas las reglas o solo las sigue cuando le conviene. Recordemos las afirmaciones antidemocráticas (y sin fundamento) de Trump sobre una “infección” masiva de boletas electorales en Florida.

Es difícil pensar en este momento que Trump quiera o pueda ir en la dirección de la dictadura —al estilo madurista— o incluso en la dirección del fascismo que teme las elecciones constantes y destruye la democracia desde adentro, como lo hicieron Hitler y Mussolini.  Sin embargo, es claro que quiere constituir una forma de “populismo apartheid”, donde la voluntad de una diversa mayoría es despreciada y minimizada por una minoría étnicamente homogénea que respalda el racismo de Trump.

¿Cómo debería actuar la oposición en este marco? ¿Tiene sentido jugar fortaleciendo las bases como lo han hecho los demócratas o se necesita otra estrategia? Obviamente, Trump no reconoce esta creciente falta de legitimidad democrática ni esta lo va a disuadir de buscar la reelección. Pero la falsa representación del pueblo debería ser remarcada por la oposición demócrata. Las voluntades populares poco tienen que ver con las propuestas e intereses del presidente. A diferencia de Trump, las mayorías no son ni millonarias ni racistas. Los demócratas tienen que distinguirse de Trump eligiendo candidatos que representen mejor a la mayoría y recordándoles que deben tener experiencias más cercanas a las de sus votantes.

Por su parte, la prensa independiente debe continuar rechazando el argumento falso de Trump de que los medios son la fuente del problema, pues solo están señalando la diferencia entre los mitos y realidades del trumpismo. Pero también deben recordar constantemente la naturaleza antidemocrática del poder de Trump.

Desde un punto vista histórico, el trumpismo presenta un déficit democrático mucho más agudo que el de otros populismos pasados y actuales: los resultados de las elecciones no son reflejo del número de votos; las mayorías pierden y las minorías eligen a los gobernantes.

Este déficit de democracia en Estados Unidos es la verdadera crisis de representación que alimenta al movimiento trumpista.

Es necesario incluir esta falta de legitimidad del trumpismo como un argumento central en las futuras campañas por el poder en Estados Unidos y sobre todo en los frenos que se le deben a poner a su adalid principal. La oposición demócrata, en particular, debe explicar esta situación a propios y ajenos. Es indispensable enfatizar que el populismo minoritario puede abrir la puerta a la tiranía y definir estrategias electorales para evitarlo. Porque, pese a cantar victoria, el gobierno de Trump continuará representando solo a una minoría.

Federico Finchelstein es historiador y profesor de la New School for Social Research. Su libro más reciente es Del fascismo al populismo en la historia.

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