TTIP y CETA, ¿ángeles o demonios?

Pancarta contra el tratado CETA colocada cerca del Parlamento de Valonia. /J. THYS (AFP)
Pancarta contra el tratado CETA colocada cerca del Parlamento de Valonia. /J. THYS (AFP)

La firma de los tratados internacionales, que pretenden establecer nuevas normas reguladoras del comercio internacional y la inversión entre la Unión Europea y Estados Unidos (TTIP), y entre la Unión Europea y Canadá (CETA), está provocando estas semanas múltiples y diferentes reacciones en los distintos estratos sociales y políticos de nuestro entorno actual, aunque son proyectos originados en 2013.

El objetivo final de ambos acuerdos es lograr que las normas que regulan actualmente el comercio internacional entre esos tres grandes bloques económicos mundiales sean más homogéneas entre todos los países firmantes. De esta manera, las barreras que diferencian el comercio nacional del internacional se reducirían.

El comercio dentro del territorio de un país goza, frente al comercio internacional, de un nivel mayor de facilidad. Esto sucede porque en el interior de un país existe una normativa legal común que facilita el tráfico de mercancías. El hecho de vender esa misma mercancía en el extranjero, frente a venderla en el propio país, plantea dificultades derivadas de la existencia de fronteras y normativas legales distintas entre diferentes países. Es decir, existen barreras mayores al comerciar internacionalmente frente a hacerlo en territorio nacional. Estas barreras permiten a las empresas de los países gozar de cierto nivel de protección frente al exterior y no verse obligadas a un mayor nivel de competencia. Como consecuencia, el nivel de precios de esas mercancías, en ese país, puede ser mayor que el que existiría si compitiera con mercancía de otros países en igualdad de condiciones.

Si los países acuerdan igualar sus normativas de entrada y salida de bienes, servicios e inversiones, se reducirán esas barreras, se incrementará el tráfico de la actividad económica entre los países, y el comercio internacional se facilitará e incrementará.

Lo que genera discusión es cómo esa facilitación y crecimiento del comercio entre naciones o bloques económicos, favorece o perjudica a ciudadanos, trabajadores, gobiernos, empresas, etc.

El comercio internacional, en su volumen de flujo mundial, ha crecido seis veces más que el crecimiento económico medio de los países en la última década. Y si bien se puede argumentar que muestra aspectos favorecedores del progreso de las naciones más desarrolladas y presentarlo como generador de progreso mundial, también es cierto que dificulta el crecimiento de las naciones o economías menos desarrolladas, al eliminar las antes mencionadas barreras. Desprotege a los más débiles y les obliga a adaptarse rápido o desaparecer de los mercados.

No existen dudas sobre el efecto positivo neto mundial que genera el incremento del comercio internacional. Lo que se discute es la conveniencia de permitir que los países y empresas favorecidas lo sean aún más, a costa de impedir el desarrollo del segundo y tercer mundo. Se discute sobre si debemos permitir el comercio internacional o el comercio internacional justo.

Reducir barreras comerciales internacionales permite a los ciudadanos poder acceder a más variedad de bienes y servicios, al menor precio existente en el mercado internacional. Pocos de nosotros, como consumidores, estaremos en desacuerdo con ello. Poder elegir entre más variedades, y a menor precio, no ofrece dudas: es mejor para el ciudadano.

Pero, ¿quién va a ser capaz de producir esos bienes y servicios a los menores precios? Serán los países y empresas más desarrolladas, capaces de lograr ser más competitivos y de desplazar a los países y empresas actualmente menos desarrolladas. Es decir, se favorecerá una selección natural en las economías, provocada por la competencia, que dará aún más poder a los que ya lo tienen.

Y para los trabajadores, ¿qué consecuencias tendrá esa necesaria búsqueda de la competitividad? Sin duda, solo aquellos trabajadores mejor capacitados y dispuestos a cobrar los menores sueldos posibles serán los preferidos por las empresas en su búsqueda de la mayor competitividad.

Por lo tanto, ¿debemos aceptar que nuestras estanterías de los centros comerciales nos permitan elegir entre muchas más variedades de leche o refrescos, a precios aún menores que los actuales, a cambio de dificultar que los países menos desarrollados puedan competir y a cambio de aceptar sueldos más bajos? La respuesta no es sencilla, ni única, pero me temo que ni usted, ni yo, vamos a decidir sobre ello. Y quizá eso es lo que debería hacernos reflexionar.

Fernando Tomé es decano de la Facultad de Ciencias Sociales. Universidad Nebrija.

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