Túnez, nuevo horizonte del mundo árabe

Paradojas de la historia: mientras el dictador Ben Alí huye de su país, otro tirano, Jean-Claude Duvalier, regresa sin que nadie le moleste. Mientras la esperanza florece en Túnez, Haití está demasiado desesperado por su presente como para pedir cuentas por el pasado. Ambos han rivalizado en represión y corrupción. Duvalier se mantuvo gracias al apoyo de EEUU, que le consideraba, como a tantas dictaduras latinoamericanas, un baluarte frente al comunismo. Ben Alí se ha mantenido gracias al de los europeos, especialmente Francia, que lo consideró, como a tantas dictaduras árabes, un dique de contención del islamismo.

Conocí el régimen tunecino durante mi presidencia del Parlamento Europeo y de la Asamblea Parlamentaria Euromediterránea. En los encuentros que mantuve con algunos de los pocos y valientes opositores, estos se lamentaban del apoyo que la UE prestaba a un régimen cuya naturaleza represiva era tan evidente. Un apoyo que no le faltó cuando se celebró en Túnez la Conferencia de la ONU sobre la Sociedad de la Información, todo un escarnio en un país en el que el acceso a internet estaba celosamente controlado. Y que se ha mantenido casi hasta el momento en que Ben Alí despegó cogiendo desprevenidas a todas las diplomacias europeas que horas antes todavía hacían llamadas al apaciguamiento.

Francia ha cambiado rápidamente de chaqueta, pero desde hace tiempo todos sus dirigentes políticos de todos los colores han apoyado a Ben Alí poniéndolo como ejemplo de estabilidad y progreso. En diciembre del 2003, Chirac descalificaba a los defensores de los derechos humanos diciendo que el primer derecho humano era comer y que desde este punto de vista Túnez era un país muy avanzado. Mientras, la abogada Nadia Nasraoiui entraba en su 50º día de huelga de hambre. Sarkozy, de visita en Túnez, decía en el 2008 ver progresar las libertades. Y justo antes del suicidio a lo bonzo del joven desesperado que prendió la llama de la revuelta, el ministro de Cultura consideraba una exageración llamar dictadura a Túnez. Pero la palma se la llevó la ministra de Exteriores al proponer, cuando ya había 27 muertos en las calles de Túnez, que la policía francesa entrenara a la de Ben Alí en formas menos rigurosas de hacer frente a desórdenes públicos… Los demás países europeos no han sido tan explícitos, pero casi ninguno cuestionó el régimen de Ben Alí ni siquiera durante esos 21 días de revuelta. La recién estrenada diplomacia europea de lady Ashton, ausente, y la Comisión no ha considerado oportuno congelar la negociación del acuerdo de asociación con Túnez.

El régimen de Ben Alí, mezcla de clientelismo y de represión, sedujo a Occidente con su control de los movimientos islamistas y un crecimiento del 5% anual en un país sin recursos petroleros. Una tasa alta, pero insuficiente, para dar trabajo a los 60.000 nuevos diplomados que salían cada año de un sistema educativo usado como un instrumento demagógico.

La frustración y la cólera que se creó entre esos diplomados condenados al paro acabó explotando cuando fueron más grandes que el miedo. Pero los europeos no nos quisimos enterar hasta que la sangre llegó al río. En cambio, la actitud de EEUU ha sido mucho más exigente con Ben Alí y comprometida con la defensa de la libertad de los tunecinos. Aunque los atentados del 11-S dieron a Ben Alí nueva cuerda para reprimir las libertades en nombre de la lucha contra el terrorismo y el peligro islamista, solo Washington ha convocado al embajador de Túnez, y las condenas explícitas personales de la secretaria de Estado han sido las únicas de la diplomacia occidental antes de la imprevista huida de Ben Alí.

El 14 de enero, mientras Ben Alí hacía las maletas en Túnez, en París había coches agitando la bandera tunecina por los Campos Elíseos. Todos pensaban que lo que fuese a ocurrir dependería de la decisión del Ejército en las horas siguientes. Y seguramente la actitud norteamericana ha sido determinante en la negativa del Ejército tunecino a actuar como fuerza represora.

Ahora se abren numerosos interrogantes y, entre el temor y la esperanza, se especula con que la revolución del jazmín -aunque haya nacido con el olor de la carne quemada- puede contagiar a otras dictaduras del norte de África. La historia está por escribir, pero desde la caída del muro de Berlín en 1989 la democracia había progresado un poco o bastante en todas partes menos en el mundo árabe. Pero de repente, ante la sorpresa de las cancillerías europeas y a contracorriente de todas las teorías de la realpolitik, un país musulmán baja a la calle y expulsa a pedradas a un dictador corrupto y brutal sin que los islamistas hayan jugado ningún papel clave.

En Túnez se ha demostrado que la llamada de la libertad tiene un eco universal. Y los europeos deberíamos dejar de exigir cínicamente democracia a nuestros vecinos musulmanes cuando realmente lo único que les pedíamos y nos ha importado hasta ahora ha sido que nos ofrecieran estabilidad frente al islamismo que tememos.

Josep Borrell, presidente del Instituto Universitario Europeo de Florencia.

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