Turno de demócratas

El artículo 155 abortó la rebelión en Cataluña. Afortunadamente, el Derecho se impuso sin los desórdenes públicos vaticinados pese a que tras el 1 de octubre muy pocos conservaban el optimismo. Por alguna razón, no tranquilizaba rememorar la ilegalización de Batasuna: el Estado de derecho triunfó entonces frente a quienes pagaban con dinero público las balas que acababan en las nucas de nuestros conciudadanos; no hubo disturbios y, al ahogarlos financieramente, comenzó su final. Pero Cataluña no es el País Vasco.

Precisamente por no haber requerido violencia (hasta hace poco), la arbitrariedad nacionalista contra el Estado de derecho levantó menos ampollas, concitó grandes apoyos y resultó más eficaz. Y facilitaba la operación aquel mantra de que, sin violencia, todo proyecto es "legítimo", "democrático" o "respetable".

No supimos explicar que las reivindicaciones nacional-populistas (hoy secesionistas) son antidemocráticas. En lugar de participar con todos del proceso de construcción de la voluntad política, los nacionalistas buscaron crear unilateralmente una comunidad nueva: su partido dejó de representar a la parte para identificarse con un nuevo todo. Su proyecto consiste en acallar a la mitad de los catalanes y en excluir a millones de españoles de decisiones que a todos nos incumben. El derecho a decidir viola nuestra soberanía porque soberano es quien dispone de competencia sobre sus competencias. Olvidan los nacionalistas que si mañana lo quisiéramos una mayoría amplia de españoles (sin excluirlos del voto), España podría ser incluso un país centralista, como Francia. El soberanismo no quiere aceptar que las competencias constitucionalmente previstas (y estatutariamente desarrolladas) para su comunidad enmarcan su limitado derecho a decidir, deudor de un derecho a decidir previo y original: el de todos los ciudadanos españoles.

Lo sustancialmente antidemocrático del nacionalismo es su voluntad de romper la igualdad jurídico-política de los ciudadanos, la igualdad haciendo y acatando la ley. De modo análogo, si un día un Parlamento electo pretendiera excluir a las mujeres del derecho al voto los jueces lo tirarían por tierra, protegiendo así la democracia de los malos demócratas y velando por la igualdad de todos. Pues bien, la misma respuesta se le debe al nacionalismo cuando afirma que los suyos merecen derechos sociales o políticos superiores a los de un murciano.

Imaginen un tribunal cuyo Pleno está compuesto por 12 miembros, divididos en dos salas de seis por razones funcionales. Imaginen que cinco de ellos, sabiéndose en minoría respecto del Pleno (encargado de dictar sentencia) pero en mayoría respecto de su Sala, decidiesen unilateralmente erigir su Sala en el órgano decisor. ¡Violarían el procedimiento acordado, poniendo en riesgo la paz social sin violencia explícita! Los 12 debían debatir, compartir versiones sobre hechos y datos, ejercitar sus respectivas capacidades intelectivas (la razón pública) y alcanzar una decisión, si no por unanimidad, al menos por mayoría. Desentenderse de esto para asegurarse una victoria (relativa) con los afines supondría renunciar a la razón que persuade o convence, deslegitimar su propia institución y extender la inseguridad jurídica.

Pero puede ser todavía más sangrante. Resulta que la soberanía representada en el Parlamento, otro órgano colegiado de decisión, es además una unidad de justicia. Legisla sobre fiscalidad, financiación autonómica o reparto presupuestario, es decir, sobre la distribución de los recursos. Pues bien, si una parte del conjunto que debe decidir cómo se reparten los recursos comunes puede levantarse de la mesa e irse sin negociar con el resto, estamos dando poder de chantaje a los más fuertes. Esto explica por qué hay amenazas rupturistas en País Vasco, Navarra, Baleares o Cataluña pero no en Andalucía o Extremadura. El chantaje es cosa de ricos. ¿Pero cómo hacerles frente? Jurídicamente, responderemos que ni la Constitución ni el Derecho internacional avalan su proyecto: el principio de autodeterminación no puede quebrantar la integridad territorial de Estados soberanos (salvo colonias) que garanticen los derechos civiles y políticos de todos sus ciudadanos. Y, aquí, si acaso es la inmersión lingüística la que viola sentencias del TSJC y del TS.

Políticamente, sin embargo, sí hay un problema. Está afectada la legitimación (la aceptación) del poder que sanciona nuestro Derecho democrático. Si el Estado no ejecutaba algunas sentencias era para no importunar a las élites nacionalistas; sin embargo, tras vaciar la Administración estatal y poner a la autonómica a su servicio, esas mismas élites no han dudado en lanzar a los amamantados por décadas de construcción nacional contra nuestras instituciones.

Por fin el 155 fue la respuesta jurídica pero también política: los españoles, soberanos, nos hicimos allí presentes. Lo hizo nuestro Gobierno pero antes lo había hecho ya ese millón de catalanes que por dos veces dijo basta en Barcelona. Fue la fuerza de un hecho (además de un Derecho) que no se esperaban. Desgraciadamente, arriado el mecanismo contramayoritario que protegió a la democracia de sí misma, no han tardado los de siempre en intentar que, hastiados, desesperados o temerosos, cedamos de nuevo a su chantaje. Hoy más violento. La cesión del Gobierno es la "solución política" para muchos. Al fin y al cabo, los vascos y navarros ya tienen su cupo. ¿A quién le importa la igualdad si podemos retozar en la identidad que nos desiguala? "Confederación", reza ERC ahora.

Pues hay otra solución política mucho más justa, aunque más lenta y costosa. Consiste en deslegitimar su discurso político, dejar que se oiga la voz de los silenciados y revertir todo el proceso de construcción nacional que Pujol diseñó desde 1990: el Programa 2000 incidía en catalanizar conciencias, sentimientos, escuelas, universidades, medios, mundo empresarial...

Tres décadas de sobredimensionada Administración catalanista forzaron una distorsión entre el verdadero pluralismo social y la imagen monolítica (por monolingüe) que al ciudadano le devuelve la esfera pública que le envuelve: toponimia, comunicaciones públicas con el administrado, letreros comerciales, el funcionario que nos atiende, la radio-televisión autonómica, etcétera. Puesto que, de hecho, no será posible ser administrado catalán sin vivir en catalán, a muchos les acabará pareciendo deseable vivir en catalán. Interiorizarán la falacia o callarán. Así se fragua la espiral del silencio que fagocita a la mayoría no nacionalista. Primero ésta observa curiosa, luego traga resignada y, ya tarde, se ve excluida. En Valencia lo estamos padeciendo: hasta cinco veces se negó un presentador de la TV autonómica a dirigirse en castellano a una entrevistada que se lo solicitaba. Calca un episodios en la TV3 de los 80. En lugar de combatir el patrón que siguió Cataluña, permitimos que lo reproduzcan en Valencia.

¿Es previsible que el Gobierno haga cumplir leyes que restan poder al nacionalismo? No, cederá en la batalla política hasta que no quede Estado. A menos que la ganemos desde abajo. Nuestro turno.

Mikel Arteta es doctor en Filosofía Política. Es autor de Construcción nacional en Valencia (Ed. Biblok).

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