Turquía rompe mitos orientalistas

La generalizada victoria del Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD) en las elecciones parlamentarias del pasado domingo representa un hito histórico para Turquía, pero encierra también importantes lecciones para otros actores, como por ejemplo Estados Unidos, la Unión Europea y otros gobiernos occidentales, y para algunos partidos políticos islamistas del mundo árabe.

Las lecciones giran alrededor de tres ejes relacionados: la participación de partidos islamistas en transformaciones democráticas en Oriente Próximo; la relación entre un nacionalismo laico impuesto por las fuerzas armadas y un islamismo electoral apoyado por una gran parte de la ciudadanía, y cómo las democracias occidentales deberían afrontar de manera más efectiva situaciones en las que la democracia y los partidos islamistas levantan sus cabezas al alimón en un Oriente Próximo en desarrollo. Como siempre, Turquía tiene mucho que enseñarnos.

Muchos en el mundo árabe, y hombres y mujeres honradas en Occidente e Israel, deberían ahora comparar y preguntarse: ¿Por qué ese contraste tan brutal entre cómo las democracias de EEUU y la UE se relacionan con demócratas islamistas triunfantes en las elecciones de Turquía, y cómo esas mismas democracias condenan y asedian a islamistas triunfantes en el mundo árabe, especialmente a Hamás en Palestina?

La trayectoria de anteriores partidos islamistas en Turquía, prohibidos y defenestrados por las fuerzas armadas dos veces en la década de los 90, había cedido últimamente ante el pragmatismo y realismo del PJD. Esto les ha llevado no solo a ejercer su cargo victoriosamente, sino también a la fuerte reafirmación popular de la semana pasada por parte de la fuerza más importante en una auténtica democracia: la ciudadanía que piensa y vota.

La victoria del pasado domingo es especialmente significativa porque también representa una bofetada a las tácticas de mano dura aplicadas por las fuerzas armadas, que a principios de mayo dejaron claro que intervendrían para salvaguardar el sistema secular turco en el supuesto de cualquier amenaza islamista real o imaginada. El pueblo llano y el PJD han reafirmado su compromiso con el laicismo turco, la democracia, el Estado de derecho, la reforma económica y el deseado ingreso en la UE. La elección, de una tacada, transformó siglos de distorsiones orientalistas sobre la gobernanza y los valores políticos en Oriente Próximo en una única y clara afirmación de la lección más importante para todos impartida por Turquía: es posible reconciliar democracia, nacionalismo, laicismo, republicanismo, constitucionalismo, estabilidad, prosperidad e islam en un único proceso. Este proceso es una democracia inclusiva y honesta, en la que toman parte todos los actores legítimos, y al ganador se le permite gobernar.

Inteligentemente, los EEUU y la UE se han relacionado con el sistema político de Turquía durante las últimas dos décadas, conduciéndolo suavemente hacia una combinación de normas liberales, hechas de derechos humanos y reformas económicas, que le han ido bien al país. Las fuerzas armadas han aceptado dar paso a gobiernos legítimamente elegidos. El PJD y los anteriores partidos islamistas aprendieron que para ser tomados en serio debían adherirse a unas reglas razonables definidas por la mayoría de turcos, no por las fuerzas armadas u Occidente de manera exclusiva.

El repetido éxito refleja su capacidad para identificar y responder ante la voluntad de la mayoría turca, que busca afirmar sus valores islámicos mientras disfruta a la vez de los beneficios de un sistema electoral democrático, un espacio público secular, una economía en crecimiento y el orgullo nacional turco. Consiguientemente, los temas constitucionales que se debaten en Turquía están alcanzando una gran relevancia en la arena de las elecciones, las marchas pacíficas, las vistas en tribunales, en los medios y en la corte de la opinión pública.

¿Por qué no se ha dado un proceso como este en ningún país árabe? Existe un elemento clave: la voluntad por parte de los islamistas dominantes a entrar en políticas democráticas y electorales, como hemos contemplado en Líbano, Palestina, Yemen, Kuwait, Jordania, Marruecos y Egipto desde finales de los 80. Sin embargo, hay otros elementos clave que no se dan en el mundo árabe. Las fuerzas armadas y los sistemas de seguridad que dirigen muchos países árabes no sienten la necesidad de encontrarse con los islamistas y sus ciudadanos a mitad del camino. EEUU y la UE no se han relacionado honradamente con los islamistas árabes, como han hecho con los turcos. El boicot de Occidente e Israel a un Hamás victorioso en unas elecciones ha sido devastador para la credibilidad de las transformaciones democráticas en tierras árabes, aunque no parece haber herido demasiado la legitimidad de Hamás. Las élites dirigentes árabes no se sienten muy inclinadas a relacionarse honestamente con partidos islamistas, o a darles la oportunidad de gobernar en caso de ganar en una elección libre y justa.

El tema de Israel también ocupa un lugar preponderante, porque los sentimientos islamistas árabes son fomentados en parte como una forma de resistencia a la ocupación y agresión israelís. Los islamistas que luchan contra Israel en legítima resistencia o defensa propia se encuentran ninguneados y rechazados como actores democráticos en políticas interiores, un ninguneo fervientemente apoyada por Estados Unidos, que arrastra a los europeos detrás de manera bien patética.

Los islamistas que se ven aceptados en políticas democráticas y ganan elecciones, normalmente se hacen más pragmáticos cuando se les obliga a dar cuenta a la totalidad de sus ciudadanos. Gracias, Turquía, por recordárnoslo.

Rami G. Khouri, editor del diario Daily Star (Beirut). © Rami G. Khouri / Agencia Global. Traducción de Toni Tobella.