Ubicar la desigualdad

La desigualdad es el gran problema político y económico de la actual era, pero por largo tiempo los debates en torno a ella han sufrido un grado de imprecisión. Por ejemplo, la medida estándar de la desigualdad, el coeficiente Gini, reduce toda la distribución del ingreso de un país a un número entre cero y uno, por lo que es altamente abstracta. De manera similar, mientras en muchas partes del mundo se amplía la brecha de la desigualdad, no hay una correlación simple entre esa tendencia y el descontento o el malestar social. Francia es mucho menos desigual que Estados Unidos, y sin embargo tiene niveles similares o más intensos de polarización social.

El actual debate sobre la desigualdad comenzó en la práctica en 2013 con la publicación de la obra El capital en el siglo veintiuno, del economista francés Thomas Piketty, que llegó a la conclusión de que la tasa de retorno del capital tiende a superar la tasa de crecimiento, causando con ello que la desigualdad aumente con el tiempo. Pero aquí también se advierte cierta imprecisión. Los bienes raíces, después de todo, no es un bien homogéneo, porque su valor depende de la “ubicación, la ubicación, la ubicación”. Hay castillos y elegantes palacios que hoy cuestan menos que un departamento pequeño en las grandes ciudades.

La riqueza genera la mayor controversia donde es más tangible, como cuando los espacios físicos se convierten en marcadores de estatus: la oficina esquinera es deseable precisamente porque los demás no pueden tenerla. En términos más generales, a medida que las ciudades globales se vuelven centros de atracción para la elite global, se han vuelto cada vez menos asequibles para empleados de oficinas, policías, profesores, enfermeras y similares. Mientras estos deben hacer largos y agotadores viajes de la casa al trabajo y viceversa, las elites usan las ciudades globales como les place, a menudo saltando de una a otra. Grandes zonas de París y Londres se encuentran a oscuras de noche, y Manhattan tiene hoy cerca de un cuarto de millón de apartamentos vacíos.

Siempre que la violencia y la revolución han consumido las sociedades desiguales, los bienes raíces han sido un foco de descontento. En las postrimerías del Imperio Romano de Occidente, vastas fincas servían exclusivamente a una elite aristocrática. En una famosa homilía de este periodo, San Ambrosio de Milán, reflexionando sobre la historia del Viejo Testamento sobre la viña de Nabot, condena a las elites por hacer “grandes esfuerzos por arrebatar a los pobres sus pequeños trozos de tierra y alejar a los necesitados de los límites de sus campos ancestrales”.

Del mismo modo, el historiador social francés Marc Ferro ha demostrado que muchos rusos de unieron a los bolcheviques en 1917 no por ideología, sino porque el viejo régimen y los nuevos partidos constitucionales se habían mostrado incapaces de proporcionar vivienda y comida. A lo largo de la Primera Guerra Mundial, Petrogrado se había convertido en una enorme industria de municiones en la que trabajaba mano de obra reclutada en los campos para ser llevada a las industrias recién ampliadas. Pero los planificadores de la producción habían descuidado la cuestión de dónde vivirían estos trabajadores, y en 1917 los comités de trabajadores (soviets) ofrecieron una respuesta: la confiscación de los apartamentos de los aristócratas y la burguesía.

Un patrón similar ocurrió en ciudades que se industrializaron rápidamente y sin planeamiento durante la guerra (Budapest, Múnich, Turín). Sus equivalentes actuales con los centros de la nueva economía, como Silicon Valley y sus imitadoras de alta tecnología en Europa y Asia. Estas ciudades han producido muchos empleos, pero han fracasado estrepitosamente para albergar a las personas que sí viven allí. Como resultado, incluso profesionales de clase media han tenido que mudarse a coches, camionetas y remolques.

Y este mal no se limita solo a las ciudades globales. El apoyo al Brexit en el área del sudeste de Inglaterra debe algo a la percepción de que Londres y sus zonas inmediatas se han vuelto inasequibles debido al exceso de inmigración, actividad financiera internacional y turismo… en pocas palabras, a la globalización.

No es necesario decir que la respuesta política al problema inmobiliario ha sido hasta ahora inadecuada y hasta contraproducente. Algunas ciudades europeas de gran tamaño están introduciendo controles al alquiler, a pesar del triste historial de estas medidas. Cuando Nueva York intentó medidas similares en el siglo veinte, el mercado abierto se secó y las propiedades se acopiaron o se comercializaron con recargo en el mercado negro. Cuando el Reino Unido lanzó un subsidio fiscal para quienes compraran vivienda por primera vez, los precios de estas subieron de manera proporcional, con lo que se anularon los beneficios potenciales.

La eliminación de los privilegios tributarios, como lo hizo EE.UU. recientemente al imponer un límite de $10 000 sobre la deducción de impuestos locales y estatales, es un enfoque ligeramente mejor, pero que no resuelve el problema fundamental de la oferta. No es de sorprender que estén volviendo a aparecer propuestas radicales, incluso de estilo bolchevique. Por ejemplo, una iniciativa popular en Berlín socializaría los activos de los grandes propietarios de bienes raíces (los que administran más de 3000 apartamentos).

Por supuesto, la solución obvia al problema de la oferta es construir más viviendas. Pero esto puede entrar en conflicto con las protecciones al medio ambiente y la tradición arquitectónica de una ciudad, y suele enfrentarse a la oposición de los dueños de propiedades actuales, que no desean que baje el valor de su propiedad.

Algunas veces las nuevas construcciones pueden crear puntos de atracción urbanos alternativos, como cuando la ciudad española de Bilbao se transformó con la adición del Museo Guggenheim, diseñado por Frank Gehry. Pero muchas ciudades industriales en declive ya han intentado esta solución y solo unas pocas han tenido éxito. Las que han fracasado siguen en decadencia, teniendo ahora la carga adicional de mantener las nuevas estructuras arquitectónicas.

Tarde o temprano, las ciudades y áreas urbanas que impulsan la mayor proporción de la creación de nuevas riquezas causarán un movimiento contrario. Si sus precios suben tanto como para excluir a quienes ganen menos, habrán sacrificado la atmósfera de apertura que las hizo atractivas en primer lugar. Así es que tendrán que dar con soluciones atrevidas si desean sobrevivir y prosperar en el actual clima político igualitario.

Durante un periodo previo de dinamismo impulsado por ciudades, a principios del siglo dieciséis, las familias de mercaderes acaudalados construyeron viviendas de alquiler bajo que se asignó a los pobres. Uno de esos proyectos, el complejo Fuggerei de Augsburgo, Alemania, sigue siendo de vivienda social hoy en día.

Si no se pudiera suministrar suficiente vivienda de este tipo, ¿podría ayudar la asignación por lotería de acomodación pública a limitar el avance de la homogeneidad en las ciudades globales de hoy? Ciertamente, valdría un intento.

Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of the new book The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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