Ucrania, piedra de toque para Occidente

Tema

Han pasado más de dos años desde la firma de los Acuerdos de Minsk II. El conflicto de Ucrania sigue siendo prueba de la creciente ambición revisionista de Rusia, de la fragilidad del Estado ucraniano y una de las ordalías impuestas a Occidente para devolver legitimidad al orden mundial surgido entre la Segunda Guerra Mundial y el final de la Guerra Fría.

Resumen

Desde que la “crisis ucraniana” –el conflicto provocado por el derrocamiento popular del régimen cleptocrático de Víctor Yanukóvich (noviembre de 2013) a causa de su rechazo a firmar el Acuerdo de Asociación con la UE– se ha convertido en la “crisis de Ucrania” –la ruptura de los acuerdos de cooperación entre Rusia y Occidente y la desintegración del orden internacional a raíz de la anexión de Crimea (marzo de 2014) y del apoyo económico y militar ruso a los rebeldes en la guerra de Donbás–, los Acuerdos de Minsk II han constituido el único marco político para restaurar la soberanía nacional y la integridad territorial de Ucrania, a pesar de que se haya demostrado su escasa eficacia. Solo un 10% de la población ucraniana está de acuerdo con los términos de los Acuerdos de Minsk II, aunque el presidente Petro Poroshenko ha reiterado en varias ocasiones “que no hay una alternativa” a estos acuerdos.1

El hecho de que Ucrania geográficamente esté ubicada en la periferia de la UE y no sea miembro de la OTAN no significa que la guerra en su territorio represente un interés meramente periférico para la seguridad y defensa de la UE y la Alianza Atlántica. Ucrania es hoy la piedra de toque2 de la voluntad de las democracias occidentales para reconstruir y devolver la legitimidad al orden internacional, que se ha desintegrado por la doble política revisionista rusa, aunque ésta no sea la única causa del ocaso del orden liberal mundial. Los hechos –vínculos de varios consejeros del presidente Donald Trump con la inteligencia rusa– así como sus contradictorias declaraciones sobre las futuras relaciones norteamericano-rusas, han provocado inquietud entre los socios europeos y los ucranianos.

Análisis

Los Acuerdos de Minsk II

Los Acuerdos de Minsk II son un documento de 14 puntos para lograr el alto el fuego entre el gobierno de Kiev y los separatistas pro rusos. Se firmó el 11 de febrero de 2015, después del fracaso del Acuerdo Minsk I (septiembre de 2014) y las negociaciones maratonianas del llamado “cuarteto de Normandía” (los presidentes de Ucrania, Rusia, Francia y Alemania). Su principal objetivo, prematuramente anunciado por el presidente francés François Hollande –dar una solución definitiva al conflicto del sureste de Ucrania– no se ha cumplido. La escalada del conflicto en la ciudad de Avdiivka, a finales de enero pasado, de la que ambas partes se acusan mutuamente, refleja que los Acuerdos no han convertido Donbás en un conflicto congelado sino en una guerra de baja intensidad. Ninguna de las partes ha cumplido el acuerdo. De los 14 puntos,3 el incumplimiento de los puntos 2º (retirada de las armas pesadas por ambos lados), 8º (recuperación del control de la frontera con Rusia por parte del gobierno de Kiev a finales de 2015) y 9º (reforma constitucional en Ucrania, que implicaría la descentralización de determinados distritos de las provincias de Donetsk y Lugansk, de acuerdo con los representantes de estos distritos) son los mayores escollos para su desbloqueo.

Los Acuerdos de Minsk II han sido el resultado del temor de los europeos a la guerra y de la derrota infligida al ejército de Ucrania por los rebeldes apoyados económica y militarmente por Rusia. Reflejan el claro rechazo por parte de la OTAN, EEUU y la UE a entrar en un pulso militar con Rusia, y la convicción de “que no hay solución militar en Ucrania”. Sin embargo, se ha demostrado que había una, la rusa. Un conflicto bélico, dicta el sentido común, está abierto a todo tipo de soluciones y sobre todo a las militares. Los occidentales no están dispuestos a implicarse en una solución militar con una potencia nuclear para defender la integridad territorial de Ucrania, ya que esto supondría un conflicto mayor, más allá de las fronteras ucranianas. Los europeos creen en la paz como un medio en sí mismo, por lo que carecen de una estrategia clara para la defensa de sus principios y valores. Las sanciones económicas y el aislamiento político (relativo, por el hecho de que Rusia se ha convertido en un actor clave de la guerra de Siria) no han conseguido cambiar el comportamiento del Kremlin en Ucrania.

Tras la firma de los acuerdos, Vladimir Putin declaró que “la lucha en Ucrania no cesará si Kiev no se da cuenta de que sólo hay una solución pacífica al conflicto”,4 esto es, que hasta que el gobierno de Ucrania no cumpla las exigencias de los rebeldes pro rusos, la guerra se prolongará. Actualmente para Ucrania el punto 9, la reforma constitucional, es imposible de cumplir, ya que el gobierno de coalición de Petro Poroshenko carece de la mayoría necesaria para aprobar el cambio de la Constitución que garantizaría la descentralización del país. En la sociedad ucraniana, los Acuerdos de Minsk II son muy impopulares (sólo un 10% de la población los apoya), ya que su cumplimiento supondría dar a los insurrectos la capacidad de impedir la recuperación de la soberanía e integridad territorial del país, bloqueando así el acercamiento de Ucrania a la UE y la OTAN, y el reconocimiento de facto de que el sureste del país es “zona de influencia” rusa.5 Mientras Ucrania no recuperé el control de su frontera con Rusia, el Kremlin gozará del privilegio de armar a los rebeldes pro rusos. De esta manera, los acuerdos de paz son una vía abierta a la guerra en Donbás.

A pesar de que la Administración norteamericana ha confirmado que EEUU mantendrá las sanciones a Rusia mientras esta no cumpla los Acuerdos de Minsk II,6 la inquietud sobre el futuro apoyo de los occidentales a Ucrania no ha desaparecido. Se debe principalmente al hecho de que el Reino Unido (uno de los países más comprometidos con el apoyo occidental a Ucrania) ha salido de la UE, a la propuesta de algunos países (Hungría, Grecia e Italia) de levantar las sanciones a Rusia porque perjudican su propia economía, a la incertidumbre por los resultados de las próximas elecciones generales en los Países Bajos, Francia y Alemania, y al miedo de que el presidente Donald Trump cambie radicalmente la política de su predecesor, ya que en varias ocasiones ha insinuado que podría poner fin a las sanciones norteamericanas a Rusia a cambio de una mayor cooperación de ésta en la lucha contra el terrorismo islamista y/o de un hipotético acuerdo sobre la reducción del armamento nuclear. Actualmente no está claro cuál va a ser la política norteamericana respecto a Rusia, pero, si se produjera un cambio, éste no sería abrupto sino gradual. A pesar de la posibilidad de una cooperación limitada en la lucha contra el terrorismo islámico, la política de Washington será definida según la interpretación de la motivación de la intervención rusa en Ucrania (y en Siria). Si se reconozca a Rusia el derecho de mantener las “zonas de influencia” en el espacio post-soviético, eso es, su pretensión de impedir a los países vecinos a acercarse a la UE y a la OTAN, las sanciones y el aislamiento internacional de Rusia se suavizarán gradualmente.

Los Acuerdos de Minsk II, ya por sí solos, son humillantes para Ucrania y Occidente y muy favorables para Rusia. Poner fin a las sanciones a Rusia sin que los cumpla sería consumar la derrota occidental y la de Ucrania, además de no reparar la ruptura entre Rusia y Occidente, de la que la crisis de Ucrania es sólo causa aparente.

Las potencias revisionistas y el ocaso del orden liberal mundial

Varios autores, entre los cuales destacan Robert Kagan y Walter Russell Mead, han señalado la existencia de dos tendencias en el mundo actual: (1) la creciente ambición de las potencias revisionistas; y (2) el declive de autoconfianza, capacidad y voluntad de los países democráticos, en particular de EEUU, de sostener el sistema internacional creado desde 1945.7

Los ataques terroristas islámicos al World Trade Center y al Pentágono en 2001 marcaron el comienzo del fin del orden mundial creado tras el final de la Guerra Fría y el de la hegemonía norteamericana (1991-2001), que ha culminado durante los dos gobiernos de Barak Obama (2008-2016). La guerra de Siria (2011-…), el fracaso de las “primaveras árabes”, las reclamaciones agresivas de China en aguas internacionales en litigio, la anexión de Crimea por Rusia (2015), el auge del Estado Islámico, el intento de Irán de convertirse en potencia nuclear y de utilizar su alianza con Siria y Hezbollah para dominar Oriente Medio, son algunos de los principales hechos que desfiguraron el orden liberal mundial. La quiebra del orden mundial supuso la vuelta de las rivalidades geopolíticas en forma de protagonismo de potencias revisionistas y de otras emergentes en las relaciones internacionales. China, Rusia e Irán no han aceptado el orden unipolar establecido tras la Guerra Fría y harán cada día mayores esfuerzos para revocarlo. El proceso, como lo demuestran las crisis de Georgia (2008), Ucrania y Siria, y las provocaciones de Pekín en el Mar del Sur de China, no será pacífico. Independientemente del resultado final, ya ha cambiado el equilibrio del poder y la dinámica de las relaciones internacionales. Rusia, China e Irán han roto las reglas del juego –los límites establecidos por el derecho internacional– y el equilibrio del poder previo no ha sido restaurado por la incapacidad o inhibición del resto de los actores internacionales.

La UE no actúa militarmente porque no es un actor estratégico y no tiene una política exterior común. El caso de EEUU es diferente, porque la política exterior del presidente Obama ha consistido en promover y garantizar el orden liberal con una “diplomacia desarmada”. La Administración norteamericana redujo significativamente sus compromisos militares en Oriente Medio y Europa, recortó el gasto militar y promovió una “diplomacia comercial” auspiciando tratados de comercio en la región del Atlántico y del Pacífico. Las potencias revisionistas ven en la retirada estratégica de EEUU una extraordinaria oportunidad para alimentar sus ambiciones.

La política exterior de Moscú es doblemente revisionista. El Kremlin busca revisar el orden internacional (que considera injusto y humillante tras haber perdido el imperio y la Guerra Fría) y ganarse de nuevo el estatus de “gran potencia”, socavar el poder de EEUU y desacreditar Occidente y sus valores democráticos para justificar la supuesta necesidad de crear un mundo multipolar como alternativa al orden liberal. El orden mulipolar buscado tanto por Rusia como por China supone el mayor protagonismo de varias potencias mayores, a expensas de la superpotencia actual, EEUU (y sus socios principales, como la UE).

La intervención militar rusa en Georgia y en Ucrania muestra que el Kremlin también busca revisar los términos de sus acuerdos con las ex repúblicas soviéticas, actualmente Estados independientes, de los que espera (o les obliga) que reconozcan su “derecho natural” de considerarles “semi soberanos” con objetivo de mantener los lazos de interdependencia energética y económica e impedirles acercarse a la UE y la OTAN.

La crisis de Ucrania no ha sido causa sino consecuencia de dos procesos que arrancan del fin de la Guerra Fría: el de la evolución de las relaciones entre Rusia y Occidente entre 1989 y 2014, marcado fundamentalmente por los desacuerdos respecto a la estructura de la seguridad y defensa en Europa (ampliación de la OTAN), y el incremento de las tensiones entre Rusia y las antiguas repúblicas soviéticas. Ucrania es el paradigma del sentido de oportunismo y de doble revisionismo ruso: el Kremlin contaba con la pasividad de los occidentales ante la anexión del territorio del país vecino, y no estaba dispuesto a permitir que Ucrania se escapase de su “zona de influencia”.

¿A quién le importa Ucrania?

Suele decirse que Ucrania es mucho más importante para Rusia que para la UE o EEUU. Tales afirmaciones son confusas. Para Rusia, Ucrania tiene un significado histórico extraordinario, ya que vincula la creación del primer Estado ruso en el siglo IX al Rus de Kiev, así como significados psicológicos (la llaman “pequeña Rusia”) y económicos (es la ruta comercial más corta para sus exportaciones a la UE). Históricamente, el territorio ucraniano ha sido una zona buffer entre Rusia y sus enemigos reales o potenciales y la clave del dominio de los eslavos en el imperio multinacional zarista (1480-1917) y el soviético (1917-1991). Hoy, la importancia de Ucrania para Rusia no reside en la supuesta hermandad de los eslavos y el glorioso pasado común, sino en el hecho de que el Kremlin ha conseguido convertirla en un instrumento para impedir la ampliación (“expansión” dirían los rusos) de la UE y la OTAN, que considera como una de las principales amenazas a su seguridad nacional. Sin embargo, la supuesta amenaza de la ampliación de la OTAN y la UE no es una amenaza militar para la seguridad nacional de Rusia (no es que sea imposible un ataque e invasión de Rusia por parte de un país occidental, pero sí bastante improbable) sino más bien para el gobierno autocrático de Vladimir Putin, que la usa, al viejo estilo soviético, para fortalecer la cohesión política interna y como justificación de su doble política revisionista.

Y es en este punto donde Ucrania representa la piedra de toque para Occidente. Los occidentales no deben permitir que Rusia use Ucrania como un instrumento para competir conseguido tras el final de la Guerra Fría.

Conclusiones

Es prematuro suponer que EEUU y Rusia primero van a luchar juntos contra el Estado islámico y luego se repartirán el mundo según sus “zonas de influencia”, aunque Trump y Putin se están cortejando mutuamente. Desde la época del presidente Franklin D. Roosevelt (que en 1945 había dicho a Stalin que EEUU se retiraría de Europa en dos años) hasta la de Barak Obama, todos los presidentes de los EEUU han intentado establecer buenas relaciones con Moscú, y ninguno de ellos se ha escapado de la decepción por haber fracasado en ello.

Las relaciones entre Rusia y Occidente durante los últimos 25 años se han caracterizado por las expectativas, exageradas desde ambas partes, de que Rusia iba a integrarse en las instituciones internacionales, lo que ha producido una mutua decepción. Trump y Putin difícilmente podrán cambiar la vieja ley internacional: las grandes potencias (Rusia aspira a serlo y lo es, aunque sólo en términos militares) suelen mantener relaciones de rivalidad y competitividad con mayor frecuencia que las de cooperación. Una alianza entre EEUU y Rusia es poco probable, pero si es factible que Trump continúe la política de retirada y aislamiento estratégico que comenzó la Administración Obama, lo que beneficiaría a Rusia y a otras potencias revisionistas.

Para los EEUU de Trump es erróneo creer que la lejanía geográfica de los conflictos mundiales va a protegerlos de sus consecuencias. Lo han demostrado las dos Guerras Mundiales y lo está demostrando la guerra actual de Siria, donde la no intervención del presidente Obama ha supuesto una pérdida de influencia de EEUU en Oriente Medio a favor de Rusia e Irán. Dese el presidente Truman todos los presidentes norteamericanos habían comprendido que Europa Oriental es la primera línea de defensa estadounidense. La seguridad y la defensa de EEUU y de Europa son inseparables, como lo revela la estructura misma de la Alianza Atlántica, por lo que es imprescindible que EEUU mantenga su apoyo a la OTAN.

Ucrania ha progresado en la implantación de las reformas económicas y legislativas para garantizar el crecimiento económico (el FMI prevé un crecimiento del 1,5% para 2017) y medidas contra la corrupción, aunque la dinámica de las reformas no ha cumplido las expectativas de los acreedores occidentales. Sin embargo, a pesar de la lentitud de las reformas ucranianas, Occidente debe ser paciente y no dejar de apoyar a Ucrania, ya que volverle la espalda la convertiría en un Estado fallido. No sólo es que los ucranianos merezcan un futuro mejor, sino que resultaría suicida para la UE ceder a las ambiciones revisionistas de Rusia. El destino de Ucrania es el destino europeo.

Cualquier restablecimiento de la cooperación entre Occidente y Rusia es deseable pero no puede hacerse a expensas de los derechos e intereses de los países vecinos. También sería conveniente que la UE y EEUU reconocieran que la promoción de la democracia y su ampliación hacia el este tienen sus límites y que son, en todo caso, un desafío a largo plazo, toda vez que este proceso está bloqueado hoy por la actitud agresiva de Rusia.

Mira Milosevich-Juaristi, Investigadora senior asociada, Real Instituto Elcano.


1 “Ukraine’s leaders may be giving up on reuniting the country”, The Economist, 11/II/2017.

2 La piedra de toque, generalmente negra (o jaspeada), se emplea para comprobar la ley del oro o la plata. Metafóricamente alude a lo que sirve para demostrar la verdad o autenticidad de algo.

3 Acuerdos de Minsk II.

4 “Putin: ‘Era de esperar que el alto el fuego no se respetase en Debaltsevo’”, El Mundo.

5 Una “zona de influencia” no es un protectorado sino un territorio bajo el control exterior de una gran potencia, aunque aquél pertenezca a otra nación: el hecho de conseguir ejercer dicho control es lo que le permite que se le reconozca el rango de “gran potencia”.

6 “Trump and EU agree on Russia sanction”, The American Interest, 10/II/2017.

7 Walter Rassell Mead (2014), “The return of geopolitics”, Foreign Affairs, May/June. Los más recientes de Robert Kagan son “The twilight of the liberal world order”, Brookings, 24/I/2017, y “Backing into World War III”, Foreign Policy, 6/II/2017.

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