Ucrania: reflexiones póstumas

La invasión de Ucrania no solo afectará a la geopolítica, la distribución de los recursos o la gestión de la energía. Hará, también, que cambien nuestras ideas morales. Tendemos a estimar que una idea se asienta y finalmente perdura tras haber cristalizado en el interior de una teoría. Pero no. El mecanismo ideológico es más profundo, más obscuro, más sigiloso. Una idea triunfa cuando se asume, acepta o abraza sin saber por qué. Pensemos en la aliteración, una figura más usada por los poetas que por los filósofos. La repetición de un sonido genera un ambiente, una especie de atmósfera verbal en la que caben palabras que toleramos juntas por cómo suenan, no por lo que literalmente significan. Eso es lo que las aviene, lo que las concilia.

Se verifica el mismo fenómeno en la esfera de los conceptos. Todavía en los años cincuenta, las especies ‘URSS’, ‘patria de los trabajadores’ y ‘justicia social’ se interpelaban unas a otras, como intimando un mensaje irresistible para los afectos a la causa y no carente de prestigio para los desafectos. Desmontar esa magia coral exigía un análisis, un esfuerzo dialéctico. La combinación entró en descrédito tras el XX congreso del PCUS, la invasión de Hungría y el testimonio de Solzhenitsin. Pues bien, Putin ha complicado definitivamente las cosas. Miembro de la KGB, y también nacionalista desatado, y también brutal, Putin engarza con Stalin, y a través de este con los zares reaccionarios de la era posnapoleónica y la Santa Alianza. Las conexiones transversales Putin-Comunismo-Venezuela, Comunismo-Cuba, Maduro-Castro, Maduro-Putin, aunque embarazosas, resultan menos extemporáneas. A despecho de sus muchos crímenes, Maduro o Castro se perfilan aún sobre un fondo histórico de opresión. El que tiene los ojos girados a babor percibe detrás una especie de música, el residuo de un himno revolucionario. Pero el comunista que se identifica con Putin, empatando además con el individuo de extrema derecha que a su vez se identifica con Putin, no produce música alguna. Si acaso, emite un petardeo, una cacofonía. Sí, la ideología comunista ha enfilado una fase de degradación radical. Radical e irreversible.

El episodio ucraniano ha puesto igualmente en crisis lo que, hablando muy por encima, llamaré ‘neoliberalismo’. Por supuesto, los neoliberales no han estado con Putin. ¿Qué daño, entonces, ha podido infligirles la invasión de Ucrania? Lo más derecho es citar uno de los párrafos iniciales de ‘¿El final de la historia?’, el ensayo que Fukuyama publicó poco después de caído el muro: «Puede que estemos asistiendo […] al final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal de corte occidental como forma definitiva de gobierno entre los hombres». Fukuyama no ha sido nunca, en rigor, un neoliberal. En su ensayo, de hecho, translucía una inequívoca reticencia hacia el mundo que presuntamente se nos venía encima: un mundo de consumistas y productores, en el que los ciudadanos, orilladas sus diferencias en el plano religioso y ético, se dedicarían más que nada a comprar y a vender. Fukuyama, más hegeliano que moralista, no saludó el mercado porque fuera estupendo, sino porque entendió que era inevitable.

Sobre esa presunción, más dosis variables de dogmatismo ideológico, más el reclamo o la golosina del beneficio empresarial, se edificó la globalización. La divisoria izquierda/derecha no sirve para hacerse cargo de lo que verdaderamente dio tono a la opinión en los noventa y el decenio sucesivo. Lo revela el caso de Paul Krugman, un hombre de izquierdas y un decidido impulsor del proceso globalizador. Sí, Krugman fue, y sigue siendo, un liberal progresista, pero por encima de esto (o más bien por debajo) es un economista. El tipo de economista que confunde la teoría de las ventajas comparativas de Ricardo con una réplica fotográfica de la realidad. Al cabo, ha venido el tío Paco con las rebajas. Ya en un ensayo de 2018 (‘Globalization: What Did We Miss?’), Krugman reconocía que las cadenas de valor, al alargarse hasta Asia, habían desestabilizado de forma preocupante a sectores amplios de la población americana. Aún con todo, siguió apostando por la globalización. Tras la guerra de Ucrania se ha caído del caballo, como Pablo camino de Damasco. Ha concedido que la globalización, en su acepción convencional, está difunta (véase ‘Will Putin Kill the Global Economy?’, The New York Times, 31-3-2022). El motivo es contundente: para que las relaciones económicas impongan su lógica es necesario que esté garantizado el cumplimiento de la ley. En ausencia de un gobierno aceptado por todos, no existirá, no podrá existir, un mercado de dimensiones planetarias.

Vuelvo a las aliteraciones, a las ideas en su nivel cero. Las teorías de los economistas, popularizadas por los diarios o la televisión o convertidas en eslóganes, riman con una frase famosa de Clinton en su campaña presidencial de 1992: «Es la economía, estúpido». La frase, con independencia de lo que significara en el contexto concreto en que Clinton la pronunció, expresa bien el sentimiento sobre el que, durante una buena partida de años, cabalgaron simultáneamente políticos, columnistas de nota, curiales de la universidad y algunos, no tantos, ciudadanos de a pie. Eso es lo que se ha terminado. He abierto la discusión mencionando a los neoliberales porque la filosofía neoliberal pende, de forma explícita, de una sobreestimación del mercado. A la exaltación radical de la libertad individual los neoliberales agregan que el mercado, además de asignar eficientemente los recursos, hecho sin duda verdadero, integra por sí solo un mecanismo de organización social suficiente, principio, ¡ay!, falso. El principio bueno y el malo entraron en resonancia y las clases dirigentes occidentales, de casi todos los signos, se pusieron a bailar el Foxtrot desde Manchuria a Tierra de Fuego, arrastrando tras de sí a hombres de empresa y millones y millones de turistas en vuelos ‘low cost’. El episodio ucranio nos ha sacado de la pista de baile. En lugar de un mundo de consumidores/productores lo que vemos de repente es a un señor que, invocando los fueros de la Rusia inmarcesible, se enfrenta a una nación de resistentes activados por una agresión a gran escala. Nos hallamos más cerca de las guerras médicas que del mercado global previsto tras la caída del muro.

‘Natura non facit saltus’. Exactamente: y si los da, a lo mejor es hacia atrás.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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