En el año 988, en una pequeña iglesia en el extremo meridional de la península de Crimea, recibía el bautismo Vladímir de Kiev. Con ello, aquel estado campamental que dirigía daba un paso decisivo en su consolidación. Ha pasado a la historia como la Rus de Kiev: el germen de lo que hoy conocemos como cultura rusa, emergido paradójicamente en la ciudad que hoy es capital de Ucrania como su centro. Siglos de esencialismo ruso, ya con el imperio de los zares consolidado, elevaría aquel precedente -hundido en las nieblas de la Edad Media- a mito de los orígenes, a uno de los puntales del destino único y espléndido, reservado sólo a Rusia.
Mil años después del bautizo en Quersoneso, Europa vive la crisis político-militar más inquietante desde el final de la Guerra Fría. La Rusia de otro Vladímir -en este caso, Putin- lleva años con Ucrania como objetivo preferente de una política exterior intimidante. La historia pesa, y la cosmovisión del amo del Kremlin se construye sobre una aprehensión excluyente del pasado, convertido en una mera justificación burda para zaherir la independencia frágil de un estado soberano.
Pero la historia de Ucrania es mucho más rica y compleja de lo que el Kremlin quiere hacernos ver. Sin duda, es también una historia trágica. Tras los años de esplendor de Kiev, sus dominios fueron asolados por la irrupción de una extraña pero poderosa fuerza de la historia: el imperio mongol. Desde el siglo XV, la vasta llanura ucraniana se convirtió en un gran reñidero. Allí convergieron las ambiciones de grandes potencias: la confederación polaco-lituana y el pujante Imperio Otomano que, tras tomar Constantinopla, se desparramó por los Balcanes como una inundación, hasta Crimea y aún más allá.
Y al norte, un poder todavía bisoño: el gran ducado de Moscú. Un principado humilde, presidido por una capital de madera y barro. Apenas poco más que unas cuantas casuchas desvencijadas. Pero un avezado soberano de aquel ‘reinezuelo’ improbable reclamaría la herencia del difunto Imperio Bizantino. Lo hizo tras su matrimonio con la sobrina del último emperador: Sofía. Una boda política que permitió a Iván III elevar su modesto arrabal a la categoría de urbe ecuménica. Una Tercera Roma predestinada a unir en un futuro brillante a la ortodoxia cristiana, bajo la bandera de príncipes elevados a la categoría de césares. Ideas poderosas que incendiarían la historia de Europa.
En la pugna por la llanura de Ucrania, será Rusia la que se alce finalmente con el dominio absoluto. Pero Ucrania no fue ni mucho menos testigo pasivo y doliente de las ambiciones de sus vecinos. El vasto océano de llanuras al este de los Cárpatos vio -en medio de invasiones, alianzas efímeras, y cabalgatas enloquecidas- también el surgir de fuerzas precoces que marcaban la existencia de una idiosincrasia propia. No en vano, Ucrania en aquel tiempo será conocida como ‘la tierra de los cosacos’. Espléndidos, orgullosos, indómitos nómadas que constituirán su propio proyecto de estado, en equilibrio imposible entre su fiera e infantil ansia de libertad, y el hostigamiento de vecinos poderosos. A aquel pueblo de leyenda celebrado por Ilya Repin en su cuadro más famoso le esperaba -en un futuro lejano- un destino terrible a manos de Stalin.
Vencida toda resistencia, el Imperio Ruso cercenó cualquier sueño de una identidad ucraniana ajena a los designios de los zares. Pero aquella era una llama que, aunque vacilante, permaneció. Ya en el siglo XX, con la Revolución Rusa y la guerra civil, Ucrania pudo ondear por fin la bandera de una independencia, breve y tumultuosa. Stalin nunca se lo perdonaría. El granero del imperio soviético era a ojos del heredero de Lenin demasiado importante como para permitir que sirviese para alimentar a los dudosos ucranianos. En la década de los treinta, él y sus secuaces, autoproclamados científicos del espíritu humano, sometieron a Ucrania al infierno en la tierra. El llamado ‘Holodomor’. Una hambruna terrible, diseñada con gélida precisión desde el Kremlin, en la que pudieron sucumbir en la peor de las miserias hasta diez millones de seres humanos. Una ventana al paraíso socialista.
Demasiadas vejaciones, una tiranía insoportable, y el sueño imposible de un horizonte de libertad que se hizo carne finalmente con el colapso de la Unión Soviética. En diciembre de 1991, más del 90 por ciento de los ucranianos votaban por la independencia en medio del más genuino entusiasmo. Habían sufrido mucho. Su propia tierra quedaba herida por los siglos venideros, víctima del veneno nuclear de Chernobyl.
Treinta años más tarde, Vladímir Putin, un gobernante que es reflejo de alguno de los peores fantasmas de la historia rusa, atenaza con sus legiones el sueño frágil de una Ucrania independiente y libre. No soporta ni lo uno ni lo otro. En su afán de posesión, desea recuperar lo que los zares y los soviets conquistaron y perdieron. Y, sobre todo, en su proyecto autocrático no cabe lugar a un vecino con solera -portador además de la llama cautivadora de albergar los orígenes mitológicos de la propia Rusia- elija la democracia frente a la tiranía.
El desafío llega en el peor momento. Jirones de pandemia, Europa en dispersión, y América, dividida y entregada a un proyecto gerontocrático sin norte. Malos augurios. Pero si evitamos lo peor, si nuestro occidente pírrico logra recomponerse, si conjuga fantasmas como el del aberrante espíritu de Múnich… Si la democracia y la zaherida libertad prevalecen en Ucrania, si contenemos en definitiva a Putin, eso será el mejor heraldo del fin de su proyecto. En la historia reside la clave. La patria tumultuosa pero venerable que levantó la Puerta Dorada de Kiev puede ser en los años por venir de nuevo un faro poderoso, que alumbre a Rusia, y a tantas repúblicas, sometidas en la galaxia postsoviética a sicofantes triviales, a transitar un camino, esta vez uno que demasiadas veces les ha sido negado, pero que no por eso les es menos propio: el de la libertad. Todo eso, e incluso mucho más, es lo que está en liza.
Emilio Sáenz-Francés es historiador de la Universidad Pontificia de Comillas.