Ucrania y la crisis del derecho internacional

Las acciones de Rusia en Ucrania constituyen una grave y peligrosa violación del derecho internacional. En 1994, Ucrania accedió a entregar el arsenal atómico que había heredado de la Unión Soviética, a cambio de un compromiso solemne por parte de Estados Unidos, el Reino Unido y Rusia de proteger la integridad territorial y la soberanía de Ucrania. Ahora Rusia faltó a su promesa, con lo que no solo perjudica a Ucrania sino que también debilita el marco jurídico internacional para la prevención de la proliferación nuclear.

A menos que Rusia modifique su rumbo (algo que por ahora parece improbable), las consecuencias globales pueden ser graves. Estados Unidos y la Unión Europea impondrán sanciones que debilitarán la economía de Rusia y la del mundo, estimulando aún más las tensiones y el nacionalismo. Cualquier error, de un lado o del otro, podría llevar a una catástrofe violenta. Basta recordar la espiral de hybris y errores de cálculo que condujo al estallido de la Primera Guerra Mundial, del que este año se cumple un siglo.

Pero más allá de los temores que suscita la crisis de Ucrania, no hay que olvidar el desprecio generalizado del derecho internacional que se ha visto en años recientes. Sin pretender restar gravedad a las últimas acciones de Rusia, hay que señalar que se producen en un contexto de violaciones reiteradas del derecho internacional por parte de Estados Unidos, la Unión Europea y la OTAN. Cada una de esas violaciones socava el frágil edificio del derecho internacional y expone al mundo al riesgo de caer en una guerra de todos contra todos sin ninguna sujeción legal.

Estos últimos años, también Estados Unidos y sus aliados lanzaron una serie de intervenciones militares en contravención de la Carta de las Naciones Unidas y sin apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU. Cuando en 1999 la OTAN bombardeó Serbia, bajo la dirección de Estados Unidos, lo hizo fuera del marco jurídico internacional y a pesar de las enérgicas protestas de Rusia, país aliado de Serbia. La posterior declaración de independencia de Kosovo respecto de Serbia, reconocida por Estados Unidos y la mayoría de los miembros de la Unión Europea, creó un precedente al que Rusia acude presurosa para justificar sus acciones en Crimea. La ironía es obvia.

A la guerra de Kosovo le siguieron las dos que lideró Estados Unidos en Afganistán e Irak, que se produjeron sin apoyo del Consejo de Seguridad y, en el caso de Irak, a pesar de vigorosas objeciones en su seno. Tanto para Afganistán como para Irak, los efectos han sido completamente devastadores.

Las acciones llevadas a cabo en 2011 por la OTAN en Libia para derrocar a Muamar el Gadafi constituyeron otra violación del derecho internacional. Después de que el Consejo de Seguridad aprobó una resolución por la que se instituía una zona de exclusión aérea y se tomaban otras medidas con el objetivo manifiesto de proteger a la población civil libia, la OTAN usó la resolución como pretexto para bombardear al régimen de Gadafi y derribarlo. Rusia y China cuestionaron rotundamente estas acciones y señalaron entonces, como señalan ahora, que la OTAN excedió gravemente su mandato. Al día de hoy, Libia permanece sumida en la inestabilidad y la violencia, y carece de un gobierno nacional efectivo.

Como Rusia señaló en más de una ocasión, las acciones de Estados Unidos en Siria también fueron contrarias a derecho. Cuando a principios de 2011 comenzó la Primavera Árabe, en Siria se congregaron manifestaciones pacíficas para pedir reformas, pero el régimen del presidente Bashar Al Assad las reprimió violentamente, lo que provocó la rebelión de algunas unidades militares. Entonces, a mediados de 2011, Estados Unidos comenzó a apoyar la insurrección militar, y el presidente Barack Obama declaró que Al Assad debía “dar un paso al costado”.

Después, Estados Unidos, Arabia Saudita, Turquía y otros países han estado proveyendo apoyo logístico, financiero y militar a la insurrección, en violación de la soberanía siria y del derecho internacional. No hay duda de la crueldad con que actuó Al Assad, pero tampoco la hay de que el respaldo estadounidense a los insurrectos es una violación de la soberanía de Siria y contribuyó a una espiral ascendente de violencia que a estas alturas costó la vida a más de 130.000 sirios y provocó la destrucción de gran parte del patrimonio cultural y la infraestructura del país.

A esto se le podrían añadir muchas otras acciones de Estados Unidos, entre ellas: ataques con aviones no tripulados en territorio de estados soberanos sin autorización de sus gobiernos; operaciones militares encubiertas; entrega de sospechosos de terrorismo a países donde fueron torturados; y el masivo programa de espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. Cuando otros países y organismos de la ONU pidieron cuenta de estas acciones, Washington desoyó sus objeciones.

El derecho internacional se encuentra él mismo en una encrucijada. Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea y la OTAN lo citan cuando les conviene y lo ignoran cuando lo estiman un estorbo. Repito, con esto no pretendo justificar las inaceptables acciones de Rusia, sino añadirlas a toda una serie de violaciones del derecho internacional.

Es posible que estos mismos problemas pronto se extiendan a Asia. Hasta hace poco, China, Japón y otros países asiáticos fueron firmes defensores del principio según el cual cualquier intervención militar en el territorio de un estado soberano debe contar con la aprobación del Consejo de Seguridad. Pero últimamente, varios países de Extremo Oriente se trenzaron en una espiral de reclamos y contrarreclamos por asuntos de fronteras, corredores marítimos y derechos territoriales; y aunque hasta ahora las disputas han sido en principio pacíficas, las tensiones van en aumento. Esperemos que los países de la región sigan viendo el enorme valor del derecho internacional como baluarte de la soberanía y actúen en consecuencia.

El derecho internacional siempre ha tenido sus escépticos: quienes creen que nunca podrá prevalecer sobre los intereses nacionales de las grandes potencias y que el único modo realmente posible de conservar la paz es mantener un equilibrio de poderes entre los diversos competidores. Según esta perspectiva, las acciones de Rusia en Crimea son simplemente las acciones de una gran potencia en defensa de sus prerrogativas.

Pero un mundo como este sería profunda e innecesariamente peligroso. Una y otra vez, la historia nos enseña que un auténtico “equilibrio de poderes” es imposible. Siempre habrá desequilibrios y traspasos de poder con efectos desestabilizadores. La ausencia de un andamiaje legal torna demasiado probable un conflicto abierto.

Esto es especialmente aplicable a la situación actual, en la que los países compiten por el petróleo y otros recursos vitales. No es coincidencia que la mayoría de las guerras más violentas de los últimos años hayan tenido lugar en regiones en las que abundan recursos naturales valiosos y disputados.

Una mirada al pasado desde este año centenario del estallido de la Primera Guerra Mundial nos enseña, una y otra vez, que no hay más modo de obtener seguridad que a través del derecho internacional, con el sostén de las Naciones Unidas y el respeto de todas las partes. Puede parecer ingenuo, pero no hace falta mirar al pasado para ver la ingenuidad que supone creer que la política de las grandes potencias mantendrá la paz y garantizará la supervivencia de la humanidad.

En la crisis que nos ocupa ahora, el Consejo de Seguridad debe ayudar a encontrar una solución negociada que preserve la soberanía y la integridad territorial de Ucrania. Esto no se logrará de un día para el otro, pero la ONU debe perseverar, con la esperanza de que en algún momento se obtendrán avances. Y así como Estados Unidos apela al Consejo de Seguridad en este caso, también debe sujetarse al derecho internacional y contribuir a erigir un baluarte que nos proteja de una peligrosa inestabilidad global.

Jeffrey D. Sachs, Professor of Sustainable Development, Professor of Health Policy and Management, and Director of the Earth Institute at Columbia University, is also Special Adviser to the United Nations Secretary-General on the Millennium Development Goals. His books include The End of Poverty and Common Wealth. Traducción: Esteban Flamini.

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