Nos sonreímos el conductor del coche y yo, cuando Svlitana deslizó que en Ucrania con un salario de 800 euros le daba para ir de restaurantes y en taxi. Salíamos de la Embajada del Reino Unido en España, donde me habían invitado a una velada junto a un diplomático del Gobierno ucranio y el célebre historiador británico Orlando Figes, experto en Rusia. Era el día previo a que las tropas ucranias plantaran la bandera de la Unión Europea en Jersón. Fue el día antes de que Ucrania nos derrotara haciendo suyo el símbolo de nuestras libertades.
Y es que aquella joven refugiada me reveló lo que más añoraba de la vida en Mikolaív: su condición de “mujer libre” para entrar, salir, trabajar a destajo a los 23 años. Svlitana desmontó rápido ese relato de que Zaporiya, Donetsk o Lugansk son “sólo una porción de tierra”. Plantarle cara al agresor jamás fue una frontera, ni un grado de calefacción. Es la libertad de quienes no quieren vivir bajo el yugo de un sátrapa; son los habitantes de Jersón bailando de júbilo frente a una hoguera, tras meses esperando ser liberados del horror en sus hogares.
Así que Ucrania ya ha ganado, nos ha derrotado, al devolvernos esa noción de todo lo que somos como ciudadanos. Antes de esta guerra, la UE vagaba sin rumbo moral, en una especie de nihilismo o de marasmo existencial. Veía a su población empobrecerse, pero no metía mano a las eléctricas, al ser terreno enfangado. La gente flipó cuando Volodímir Zelenski no huyó de su país en febrero, o visitó esta semana a las tropas a pocos metros del Ejército invasor, como si creyeran que la política sólo son trámites burocráticos en Bruselas o sillas acomodadas.
Pero Ucrania llegó para sacarnos de la zona de confort donde jamás deben yacer las democracias. Hoy sabemos que la Comisión puede dar manga ancha a los Estados para evitar tanta precariedad ciudadana; si quiere, claro. Asumimos que en Europa urge la independencia energética frente al mundo que viene, porque la transición ecológica no es un capricho de la izquierda, sino un escudo de seguridad antiaérea. Existe un ejemplo coetáneo de lucha antifascista para quienes ven fachas por todos lados, menos cuando tienen al Kremlin delante.
Ucrania también le ha devuelto el imperio de la memoria a generaciones enteras. Los politólogos creíamos que la juventud no percibía el deterioro institucional de la polarización parlamentaria. No vivió la Transición, ni las guerras mundiales, con lo que supuso para nuestros abuelos y padres, o para franceses y alemanes. Qué no es la libertad lo aprendió Svlitana, cuando agarró la maleta que hizo para irse de vacaciones a Egipto, acabando en España, dejando atrás a su abuela, a su hermano pequeño, a su madre.
Este conflicto impugna la mayor, esa visión democrática desesperanzadora sobre nuestros chavales. Tras esos famosos avatares de perros en Twitter que se hacen llamar amigos de la OTAN, hay cientos de jóvenes que echan horas informándose, tratando de luchar contra la propaganda putineja. Les une el mismo sentido de justicia que trasciende a los colores políticos en un conflicto a pocos kilómetros de su casa. Por edad, será el de sus biografías y ya les ha cambiado.
Así que si Ucrania se sentara a la mesa de negociación, lo hará habiéndose ganado su derecho a existir como pueblo soberano por su superioridad en el campo de batalla, y la valentía a oscuras de sus ciudadanos. Si el Kremlin quiere la paz, no será mediante aquel falso pacifismo que sus palmeros blandían hace meses, basado en que el agredido claudicara. La paz sería hoy que el agresor se largue, que devuelva todo el territorio ucranio, y que responda ante los tribunales internacionales, como se deslizó en la velada en la Embajada.
Y eso es así porque pocas veces uno asiste al milagro de conquistar su independencia dos veces en tan sólo 31 años. Fue en 1991 cuando Ucrania plantó nuestra bandera azul de estrellas tras separarse de la URSS. Es en 2022 en Jersón, y lo será todas las veces en que el Ejército ucranio ice su emblema junto al europeo a su lado. Claro que aún le queda muchísimo camino para nuestros estándares. Pero tienen lo más importante: ese idealismo que a nosotros nos faltaba para creer en lo imposible, en el mañana. Y aunque sólo sea por eso, Zelenski ya nos ha derrotado. Ucrania nos ha ganado.
Estefanía Molina es politóloga y periodista. Es autora de El berrinche político (Destino).