Ulises en Stormont

Acuerdos de Viernes Santo, St. Andrews, Stormont...: entradas para un futuro diccionario de Ciencia Política. Tres mil seiscientos muertos y muchas generaciones echadas a perder en un ambiente sórdido e insufrible. Insultos, desprecios, desconfianza genética. Ingleses e irlandeses, ricos y pobres, protestantes y católicos: «como si fueran habitantes de planetas distintos», decía Benjamín Disraeli respecto de las clases sociales («Sybila o las dos naciones», 1845). La historia tiene muchas cuentas pendientes con Irlanda. Ahora empieza a pagar esa deuda, incluso con intereses de demora.

Eire es hoy día una sociedad próspera y eficiente, cuyo nivel de renta se sitúa en un sorprendente segundo puesto en la Unión Europea. Muchos ingleses no salen de su asombro. Ya no sirven algunos tópicos, entre ellos la tesis weberiana sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo. El Ulster podría renacer con este nuevo rumbo político. Belfast, Londonderry, Omagh... dejarán de significar odio, fanatismo, violencia. Quizá con el tiempo todo sea un mal sueño. Excepto, claro, para las víctimas, eternos perdedores. Pero mucho cuidado con el falso paralelismo. Pasado, presente y futuro son muy diferentes en Irlanda y en el País Vasco, por mencionar un ejemplo obligado. Veamos por qué.

El pasado. Agravios, injusticias, venganzas... Habla la literatura, quizá más veraz que una memoria falseada. Odio eterno a los ingleses. Los enemigos de mis enemigos son mis amigos: «vivan los boers», gritaban los colegas juveniles de Leopold Bloom. James Joyce, un irlandés muy poco nacionalista, expresa así su antipatía: son «niños idiotas», que «al cabo de pocos años serán magistrados y funcionarios». Tal vez era una premonición. ¿Cómo actúan los héroes de la libertad? El párrafo que sigue es demoledor: «Sinn Fein. Si te echas atrás te meten un cuchilllo. Mano oculta. Si te quedas, el pelotón de ejecución...» Mientras tanto, «el sol de la autonomía se levanta en el noroeste...» Recuerde el lector que «Ulises» fue publicado en 1922. La historia menos sectaria cuenta cientos de dramas personales que reflejan -una vez más- la insuperable capacidad de la especie humana para hacer daño a sus semejantes. La política es un invento de los griegos que los ingleses manejan mejor que nadie. En casa, y también en buena parte del Imperio. Excepto en Irlanda, porque el poder que se ejerce sobre los vecinos, ayuno casi siempre de legitimidad, exige actuar con rigores y crueldades. La reacción ante la injusticia viene acompañada del peor condimento ideológico: nacionalismo romántico, orgánico e historicista; tenebrosa fragua del espíritu del pueblo; comunidad imaginaria. Del paisaje a la mafia, del orgullo herido a la miseria moral, del patriota vibrante al terrorista desalmado... Muchos, demasiados, recorrieron todos los caminos. Unos cuantos han emprendido el viaje de vuelta. Estaban ayer en Stormont.

El presente. Día de gala y retórica propia de las grandes ocasiones. Muchos protagonistas. El primero, Tony Blair, en el penúltimo capítulo de su largo adiós cuyo final parece que no llega nunca. Momento de gloria. Un buen socialista, aunque sea británico, necesita demostrar que prefiere la paz y no la guerra, da igual preventiva o represiva, que tanto desprestigio le ha traído entre los suyos. Ayer explicó una teoría singular sobre la resolución de conflictos que hará las delicias de los departamentos universitarios pero que no servirá de nada fuera de contexto. Presencia americana. La cuestión irlandesa sólo se entiende con referencia al padrino lejano y poderoso: millones de inmigrantes devuelven el cariño hacia su país de origen a través del poderoso «lobby» que defiende la causa nacional en los Estados Unidos. Vieja Irlanda, hermosa, católica y sentimental, casi como nuestro marqués de Bradomín. Nuevo ministro principal, el reverendo Ian Paisley, el unionista pragmático cuando ya no queda más remedio. Si algunos energúmenos guardan los uniformes y entierran los fantasmas, algo habremos ganado. Gerry Adams y Martin Mc Guinness, los grandes triunfadores, son los héroes de la opinión progresista. De las pistolas a las corbatas, con buenas pruebas de que algunos han entrado en razón; entre ellas, reconocer la autoridad de la policía y del poder judicial. En una relativa penumbra se mueve Bernie Ahern, el principal beneficiado a medio plazo... ¿Oiremos hablar de la Gran Irlanda?

El futuro. Ya tenemos gobierno de coalición entre romanos y cartagineses, algo así como un pacto entre Aníbal y Escipión el Africano, mientras Blair -como buen laborista- ejerce de Fabio Cunctator, modelo de sosiego y perseverancia. El día después no será fácil, por supuesto. Los políticos de trinchera suelen ser malos gestores. Algún día tendrán que olvidar las estrategias y ponerse a trabajar en favor de la mayor felicidad para el mayor número, según la clásica regla utilitarista. ¿Serán capaces? Vestido de futuro primer ministro y no de escrupuloso responsable de Hacienda, Gordon Brown ha prometido bastante dinero. A los nuevos socios les parece poco, incluso antes de empezar. Mal asunto. Como buenos empiristas, los ingleses no gustan de ocultar la realidad de los hechos bajo la magia de las palabras: al precio que pagan lo llaman «dividendo de paz». Quedan extremistas a un lado y a otro. Resabios de una convivencia quebrada, escuelas separadas, insultos que apuntan al corazón de la dignidad ofendida... Las ganas de jugar al racismo no se olvidan fácilmente: al parecer, el nuevo objetivo son los jóvenes policías de origen polaco. El ejemplo de la república de Irlanda debería servir de modelo para los condados que acceden ahora a una autonomía limitada. Sin embargo, conviene tener muy presente la sabia advertencia de Montesquieu: el despotismo (social y político) daña de tal modo la «constitución» de una sociedad que la libertad se hace imposible para siempre. Ojalá se equivoque.

Irlanda y el País Vasco, asunto ineludible. No tiene nada que ver una situación con otra. Basta con dar un paseo por Belfast y por San Sebastián. Con una excepción: la ETA y el IRA llevan muchos años compitiendo por demostrar quién pone más muertos sobre la mesa. Aquí no hay dos sociedades, dos religiones o dos historias nacionales. Tenemos ciudadanos honrados frente a los asesinos y sus secuaces. Para buscar el equivalente a la foto de ayer en Stormont hace falta acudir a la hemeroteca. Un Parlamento Vasco elegido libremente existe desde hace más de un cuarto de siglo. Por tanto, jugamos con ventaja. Sobre las competencias de unos y de otros, más vale no preguntar demasiado. Los más entusiastas del sedicente «proceso de paz» deberían comparar los recursos que va a gestionar el Ejecutivo norirlandés con los fondos propios del Gobierno de Vitoria. La capacidad de Londres para suspender la autonomía ha quedado bien demostrada. En cambio, nadie puede asegurar entre nosotros que el artículo 155 de la Constitución sea una norma en disposición de ser aplicada de forma efectiva. A pesar de todo, tendremos que soportar nuevos reproches contra los supuestos intransigentes. Lo cierto es que allí las cosas se hacen al modo británico: Blair no ha dado un solo paso sin contar con la oposición y el IRA ha dejado las armas sin equívocos ni medias tintas, aunque tal vez con alguna reserva mental. Es el momento de reiterar los buenos deseos : ojalá no explote de nuevo el polvorín.

Mejor para el Reino Unido, para Europa en general y para todas las gentes de buena voluntad. Paz verdadera significa, sin embargo, mucho más que discursos y acuerdos políticos. El personaje de Joyce advierte del peligro: «me dan mucho miedo esas grandes palabras que nos hacen tan infelices».

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.