Última advertencia

Propongo a la ciudadanía que, si a bien lo tiene, fijemos el 30 de septiembre de este año como fecha absolutamente límite para que se alcance un acuerdo entre todos los partidos políticos que permita establecer estrategias y medidas concretas para afrontar la crisis económica.

Ya se han celebrado unas elecciones, triste y malamente llamadas europeas, que anulaban de raíz toda posibilidad de acuerdo porque en período electoral -cualquiera que sea su ámbito- los partidos políticos entran en un proceso de locura y desenfreno que les incapacita para actuaciones coherentes y sensatas. No es -se nos dice- culpa de ellos. Es culpa de una dinámica perversa que tolera e incluso alienta todo género de afrentas y abusos a la virtud de la objetividad y legaliza -esa es la expresión correcta- comportamientos sectarios absolutos y fanatismos verdaderamente tragicómicos.

Ya no hay -eso es ahora lo importante- excusa válida para retrasar un amplio acuerdo político. Todavía quedan unos cuantos días de enfrentamiento dialéctico cansino entre los que no reconocen la dimensión de su derrota y los que exageran el valor real de su victoria, pero pasarán pronto. El único riesgo podría estar en el juego o en la manipulación que puedan hacer los partidos mayoritarios con el resto de los partidos políticos en cuanto a mociones de censura o de confianza, lo cual podría mantener el clima electoral sine die. Pero no parece probable que pueda producirse a corto plazo.

Tenemos, por lo tanto, delante de nosotros, unos cuantos meses de tranquilidad en los que, si se aporta un mínimo de cordura, se podría llegar a un final feliz. No se trataría de reproducir los Pactos de la Moncloa porque son otros los tiempos y las circunstancias, aunque convendrá reconocer, por de pronto, que la situación actual es mucho más grave y peligrosa que la que se vivía en aquellos años. Es, de hecho, la peor crisis de nuestra historia económica. Una crisis de la que nadie, absolutamente nadie, conoce ni su profundidad, ni su alcance, ni su duración y en la que todos los países andan a tientas e incluso a trancas y barrancas en busca de unas soluciones que, sin duda aparecerán, pero que aún no están nada claras. Es por ello realmente admirable y también ridículo, el inmenso número de presuntos expertos y comentaristas ignorantes, que parecen tener todas y cada una de las claves para salir de esta situación. Nadie en el mundo nos supera en esta categoría de farsantes.

Pero volvamos a lo nuestro. En estos momentos sería muy difícil encontrar un solo español que no esté de acuerdo con la conveniencia de un pacto político como el que se propone. Según el Centro de Investigaciones Sociológicas, el paro se ha convertido -con una diferencia abismal sobre cualquier otro problema- en la preocupación máxima en nuestro país. La oposición estima que se podría llegar a los cinco millones de parados y el propio gobierno acaba de prever más de cuatro millones al menos hasta el 2012. En esta situación el dilema sobre si debe o no alcanzarse un pacto es, además de frívolo, absolutamente inaceptable. No hay dilema que valga. El pacto, ya. No existe otra alternativa digna, aunque a algunos pocos les moleste la idea o piensen -ello se aplica a los dos partidos mayoritarios- que la confrontación les interesa más que el pacto para sus intereses electorales venideros, olvidando que cuando el interés colectivo está en juego y en riesgo, el derecho a discrepar desaparece.

Hay que apresurarse a aclarar que este pacto no va a resolver, sin más, unos problemas económicos complejísimos cuya solución va a depender, en parte, sin duda, de nuestro propio esfuerzo, pero sobre todo de la evolución positiva de la crisis en algunos países claves (Alemania, Gran Bretaña, Francia, China, Japón) y muy en concreto de la capacidad americana -que es ciertamente grande- para superar una situación que les ha obligado -allí también cuecen habas- a tomar medidas muy poco americanas, como son las que han llevado al gobierno a controlar la mayoría del sector financiero y de la mayor empresa industrial y a reforzar, a un máximo histórico, el poder de intervención de la Reserva Federal.

El pacto político que exige la ciudadanía española no va, en efecto, a resolver de inmediato la situación, pero va a crear por de pronto un clima más positivo y más esperanzado, es decir, va a aportarnos el ingrediente esencial, el activo básico -mucho más importante que la política fiscal, monetaria o financiera- para afrontar cualquier problema, sea del orden que sea. Tenemos que lograr un cambio de actitud. Hay que lograr una vez más que el conjunto de la sociedad española esté dispuesta a colaborar de buena fe en la búsqueda de soluciones, superando el torpe debate entre optimistas irresponsables y catastrofistas por estrategia. Necesitamos dar el salto a la sensatez, a la racionalidad e incluso a un cierto idealismo.

El segundo efecto enriquecedor de ese pacto político va a ser el de impulsar y facilitar pactos concretos en tres áreas: educación, justicia y trabajo. Sobre las dos primeras ya se han pronunciado recientemente el ministro de Justicia y -en esta misma Tercera- el ministro de Educación, coincidiendo ambos en que el pacto es absolutamente posible y absolutamente necesario. Lo mismo se puede decir en relación con el diálogo social, que hasta ahora ha sido un ejemplo admirable, incluso a escala mundial, de convivencia civilizada y eficaz. Es cierto que en estos momentos se añade la dificultad de abordar una reforma laboral en la que las diferencias parecen en principio irreconciliables. Pero no lo son. Si unos y otros aceptan que el objetivo de la reforma no puede limitarse a abaratar el despido, sino el de crear un modelo más avanzado de responsabilidad conjunta en la creación de empleo -y hay ejemplos europeos para todos los gustos- el diálogo se hará posible y ello redundará además en una recuperación más justa y más rápida de la crisis.

Estas son las ventajas de un pacto general que el estamento político tiene que asumir e impulsar desde ahora mismo. Sólo así podrá recuperar la credibilidad que ha ido perdiendo como consecuencia de su excesiva radicalización, su alejamiento de las realidades y la tolerancia frente a un proceso de corrupción que empieza a tener características leucémicas. El 30 de septiembre -se les concede un plazo razonable- el pacto debe estar en vigor y la sociedad civil -también desde ahora mismo- vigilará el proceso.

Antonio Garrigues Walker, jurista.