Por Pedro J. Ramírez, director de EL MUNDO (EL MUNDO, 20/02/05):
No es inexorable que la abstención sea la única ganadora del referéndum de hoy. A grandes males, grandes remedios.
Ya sé que la última vez que la televisión pública recurrió a una película con el propósito de influir en el resultado de una consulta electoral -programó Asesinato en febrero durante la jornada de reflexión para sugerir la conexión etarra con el 11-M- al Gobierno le salió el tiro por la culata. Pero si yo fuera uno de los asesores de ZP, le recomendaría que hiciera todo lo posible y lo imposible para que antes de que cierren los colegios La 1, La 2 y todas las autonómicas disponibles emitan hoy la recién estrenada El Hundimiento. O por lo menos un amplio resumen de sus mejores escenas. O por lo menos un impactante trailer con los momentos clave.
Como los lectores ya saben, se trata de la reconstrucción de los últimos días de la vida de Adolf Hitler, siguiendo con meticulosa fidelidad el terso y elocuente relato del libro de poco más de 170 páginas dedicado por Joachim Fest a describir la espesa y opresiva atmósfera del interior del búnker, en el subsuelo de la cancillería berlinesa. Todo cuanto escribí hace un par de meses a partir de las enseñanzas de Hanna Arendt sobre la «banalidad del mal» alcanza su apoteosis en esta película en la que un führer histérico, glotón y parkinsoniano divaga bajo el retrato de Federico el Grande sobre lo sabios que son los simios cuando eliminan a los especímenes ajenos a su camada. Sólo falta que una empingorotada Magda Goebbels vaya chasqueando, una por una, las mandíbulas de sus narcotizados seis querubines rubios sobre las cápsulas de cianuro que les salvarán de la ignominia de sobrevivir al nacionalsocialismo, para que el crepúsculo de los dioses oscile de lo más cutre a lo más patético.
Estremece pensar que tal día como hoy hace 60 años norteamericanos y británicos se disponían a cruzar el Rin, mientras los rusos les ganaban por la mano, estableciendo al otro lado del Oder las cabezas de puente desde las que desplegarían la tenaza que a finales de abril estrangularía a la capital del Tercer Reich.Sesenta años son sólo dos generaciones. Eso significa que de entre todos los españoles convocados hoy a las urnas, los de mayor edad estaban vivos y los otros se dividen entre aquellos cuyos padres ya habían nacido y una pequeña minoría que tiene como única referencia contemporánea a sus abuelos.
Brutal y terrible como aparece en la película, este «hundimiento» -no ya de un régimen, ni siquiera de un país, sino de todo un continente- que arroja los valores de la civilización humana hasta los más infernales abismos imaginables, no fue sino uno de los cataclismos recurrentes de la Historia de Europa durante los últimos siglos. Si la Paz de Westfalia pone fin en 1648 a la larga edad de piedra en la que sólo las fortificaciones amuralladas impedían que el hombre, enrolado en depredadoras mesnadas de mercenarios, fuera el más cruel lobo para el hombre, también inicia la etapa en la que la transformación de los pueblos en naciones y de las naciones en estados no hace sino aumentar exponencialmente la dimensión de la carnicería que ocasionan sus conflictos. Sólo repasar el número de veces que desde entonces hasta hoy los alemanes han planchado a los franceses y los franceses han planchado a los alemanes, sufriendo siempre todos sus vecinos los más diversos daños colaterales, debería bastar para apreciar los colosales dones de ese magnífico invento llamado Unión Europea.
Será la Europa de los mercaderes, la Europa de los altivos banqueros de Frankfort, la Europa de los aprovechados burócratas de Bruselas, la Europa construida por el tejado en la casa de la pradera de Maastricht -en este periódico ya hemos dicho una y mil veces todo lo que no nos gusta de cómo funciona el circo-, pero lo cierto es que desde la firma del primer Tratado de Roma nunca dos de sus miembros han entrado en conflicto armado. Y eso -nada menos que eso- es casi lo único que parece quedar garantizado al cien por cien para el futuro a través de la entrada en vigor de este imperfecto, discutible y tediosamente aburrido Tratado Constitucional que hoy se nos pide que refrendemos.
Su completa ratificación por los estados miembros supondrá además, al fin, el despliegue de un paraguas de valores compartidos y convertidos en ley que reparará la injusticia histórica cometida en este mismo mes de hace seis décadas, cuando las democracias occidentales sacrificaron en Yalta las libertades de Europa del Este, entregándola como botín de guerra al totalitarismo soviético. Como muestra del cinismo que imperó en tal merienda de blancos, baste recordar que cuando Roosevelt le dijo que no podía admitir el nuevo rapto de Polonia porque en Estados Unidos había siete millones de inmigrantes de ese origen, Stalin le replicó que no dramatizara porque de entre todos ellos sólo unos siete mil debían tener derecho al voto. Si la caída del Muro en el 89 supone la firma del acta de defunción del siglo de los totalitarismos, la aprobación de esta Constitución de los 25 es su rúbrica sobre el balcón de la nueva centuria.
Y hétenos aquí que el mismo ZP que durante el debate del plan Ibarretxe no sólo perdió toda memoria histórica, sino que pareció despreciarla, ahora de repente ha dado en recuperarla, evocando en su único momento de lucidez y acierto durante la campaña el ideal de la paz perpetua alumbrado por Kant. El filósofo alemán escribió su famoso ensayo, en el que proponía crear una asociación de estados dispuestos a renunciar al uso de la guerra, en 1795, mientras las luces del XVIII se apagaban, sofocadas por la barbarie del Comité de Salvación Pública que en el París revolucionario inventa el terrorismo como forma de acción política. Sus contemporáneos se mofaron de él, tildándole de pánfilo inflador de buñuelos de viento.
Más o menos lo mismo que se dice ahora de ZP. ¡La paz perpetua! Hombre, don José Luis, una cosa es que en sus sueños de aprendiz de brujo se vea a sí mismo obteniendo el desarme final de ETA y otra que a estas alturas del partido pretenda cambiar la condición humana. Al menos su antecesor en la hora de las vanas ilusiones -y ya veremos si también en la de los embarazosos desengaños-, el señor Neville Chamberlain, se limitó a ofrecer a la vuelta de Múnich peace in our time
Pues bien, incluso durante esta semana en la que su sumisión al polanquismo se ha hecho tan patente y en la que crecen mis objeciones hacia gran parte de sus políticas, yo no puedo evitar sentir simpatía y aprecio por ese pacifismo idealista de ZP que parece homenajear el cincuentenario de la muerte de Einstein y rendir tributo a Bertrand Russell.
Precisamente en la Historia de la Filosofía Occidental, escrita por el gran pensador británico a comienzos de los 40, es donde, tras la exégesis de las virtudes del Tratado sobre la Paz Perpetua, se advierte que «esta obra ha sido el motivo de que Kant haya caído en desgracia en su país a partir de 1933». Seguro que a nuestro jefe de Gobierno le interesará, por cierto, saber que, según Bertrand Russell, es bajo una monarquía como mejor se puede materializar el ideal republicano de Kant cuya clave -justificada por el recelo al rodillo de las mayorías- consiste en la plena estanqueidad de los poderes legislativo y ejecutivo.
Tiempo habrá para volver a las rampantes contradicciones de un ZP que en sectores tan determinantes como el poder judicial o los medios de comunicación dice una cosa y ejecuta la opuesta, pero hoy se han desplegado las urnas y conviene señalar que su música pacifista no sólo suena bien al oído sino que en el ámbito europeo es una quimera realizable y supone el fundamento mismo de lo que se nos pregunta a los españoles. Comprendo la galbana que lleva a la abstención, bien porque al texto constitucional se le pueden poner infinitos peros, bien porque gran parte de los votantes del PP no quiere contribuir a que el Gobierno que nació del 11 y el 14 de Marzo tenga un éxito político que lo consolide más. Sin embargo, el voto negativo -aun respetándolo- me parece abominable, pues implica un intento de bloqueo del mejor curso de la Historia hacia la cooperación internacional y el multilateralismo.
Voté sí a la OTAN, aunque quien me lo pidiera fuera Felipe González, y votaré sí a la Constitución Europea, aunque quien vaya a capitalizar el presunto éxito sea el mismo Gobierno que admite que pretende cambiar una ley para eludir el cumplimiento de una sentencia del Supremo que incomoda a sus amigos. ¿Cabe algo más antieuropeo?
He escrito lo de «presunto éxito» porque la última razón adicional para acudir a votar afirmativamente es que mi pituitaria demoscópica me dice que esto pinta fatal. De las cuatro opciones válidas está claro que la que de lejos va a contar con más adeptos será la abstención, pero a medida que vaya superando el 60%, aumentará el riesgo de que la coalición del no -integrada por IU, la extrema derecha, gran parte de los separatistas y la Liga del Cabreo Cósmico- alcance un peso relativo importante. Aunque sea un peligro remoto, la mera hipótesis de que en España pudiera ganar el no a la Constitución Europea y se creara una dinámica endogámica en la que volviéramos a cocernos en la turbia salsa de nuestros demonios familiares, debería servir para sacar de casa a los demócratas más remolones.
Mi cuenta de la vieja es que la mayoría de los seguidores del PP va a hacer huelga de votos caídos, a ver si ZP se pega una buena galleta. Pero lo peor de todo es que no me fío un pelo de que el PSOE logre movilizar a los suyos. Primero porque la campaña gubernamental no ha podido ser más nefasta y segundo porque lo malo de predicar una ética tan indolora como la que impregna el evangelio zapateril es que la grey se vuelve cada día más perezosa y no hay quien la mueva si no es para echar a la derecha del poder. Total que, como vamos a votar bien pocos, los que acudamos a los colegios debemos entrar pisando fuerte y sacando pecho porque probablemente nunca volverá a haber una consulta en la que en términos relativos cada uno de nosotros vaya a pesar tanto.