Últimas palabras

La consideración de la muerte como un momento sagrado y la atención reverencial hacia las últimas palabras del moribundo constituyen un tópico compartido por las diferentes civilizaciones. En Occidente conecta con el mito del canto del cisne, creencia que se remonta a la Antigua Grecia, según la cual poco antes de morir los cisnes cantan una bella canción. El mito, que ya aparece en Esopo, ha dado lugar desde entonces a bellísimas manifestaciones culturales de todo tipo. «Como el blanco cisne/ que envuelta en dulce armonía/ la dulce vida despide», escribió nuestro Góngora.

Las últimas palabras de Cristo en la Cruz -las siete últimas palabras- han sido y son para los cristianos objeto de veneración constante, pues han leído en ellas un epítome desgarrador y perfecto de su doctrina. «Triste es el canto de un pájaro que está a punto de morir, verdaderas son las palabras de un hombre al borde de la muerte», dice Confucio por boca del maestro Zeng en las Analectas.

La vigencia de este tópico no es meramente literaria. Nuestra propia experiencia vital nos permite saber en qué medida ha sido y es nuestro, por haberlo vivido en carne propia. Seguramente, la agonía y muerte de algún ser querido nos ha enfrentado a esas mismas percepciones, que ya forman parte del patrimonio de nuestra memoria íntima: la inefable sacralidad del momento y el recuerdo indeleble de las últimas palabras, verdaderas primicias de un espíritu.

Los especialistas en cuidados paliativos corroboran hoy esta creencia general y, sin llegar a explicarse el porqué, constatan la existencia recurrente de momentos de especial claridad y lucidez previos a la muerte. La ciencia viene así a corroborar lo que siempre dijeron los poetas: «The tongues of dying men/ Enforce attention like deep harmony» («Las lenguas de los moribundos imponen la atención como una armonía profunda»), escribió el Bardo en Ricardo II.

Desde antiguo, el Common Law ha presumido que los moribundos no mienten (Nemo moriturus praesumitur mentire) y ha concedido valor probatorio a su testimonio, hasta el punto de representar una excepción a la regla general que rige la valoración de los testimonios de oídas (hearsay rule), «de referencia» en nuestra terminología procesal. Aún hoy, en Estados Unidos y en la India hay toda una interesante construcción en torno a la «dying declaration» (la declaración de un moribundo) vigente sobre todo en el ámbito penal, que está adquiriendo renovado interés en los casos de violencia de género, en los que, muy a menudo, la declaración de la propia víctima es la única prueba disponible. El fundamento religioso de la institución resulta indiscutible, por más que esté hoy en vías de secularización: «No person, who is immediately going into the presence of his Maker -se lee en una sentencia del Tribunal Supremo americano de 1990 (Idaho v. Wright), que cita un precedente de 1881-, will do so with a lie upon his lips» («Nadie que inmediatamente vaya a comparecer ante su Creador lo hará con la mentira en sus labios»).

Conscientes de la fatal gravedad del momento y de la trascendencia otorgada a las palabras que dan cierre a una vida, pues fijan para la posteridad la imagen de quien la vivió, hay personajes que han manifestado su preocupación por lo que pueda atribuírseles póstumamente. Se cuenta que Pancho Villa, creyendo que su figura histórica requería de alguna frase memorable, dijo al periodista que asistía a su ejecución: «¡No deje que termine así! ¡Escriba usted que he dicho algo!». Recientemente, el profeta del ateísmo Richard Dawkins, autor del libro «El espejismo de Dios», también inquieto por su fama póstuma, ha dispuesto que su muerte se grabe ante testigos para que nadie pueda tergiversar sus últimas palabras e imputarle una conversión de última hora.

Mucho más bello parece el propósito que anima la tradición poética nipona de escribir un poema de despedida de la vida (jesei) a la hora de la muerte. De origen chino, se remonta al menos hasta el siglo XV y tiene en los haikus de la muerte su más acabada expresión. En ellos el haijin, el escritor de haikus, se despide con entereza de la vida y lega en su breve poema un mensaje a la posteridad. Un mensaje que, en la mejor tradición nipona, evita lo enfático o ampuloso: es más bien un apunte que encierra una reflexión sobre la propia vida y la vida. Hay numerosos ejemplos, algunos muy hermosos, pero mi preferido es el muy misterioso último haiku de Basho, que escribió, al parecer, cuatro días antes de morir : «De viaje enfermo:/ mi sueño vaga/ por los campos sembrados».

Los textos que recopilan las últimas palabras de personajes famosos son ya un género a título propio. Los encuentra uno en todos los idiomas y, aunque todos adolecen de la misma precaria documentación, suelen coincidir «mutatis mutandi» en las atribuciones. Recogen -es verdad- finales para todos los gustos, pero creo que su lectura detenida nos conduce a la conclusión tan banal como inquietante de que morimos como hemos sido. «Genio y figura hasta la sepultura», dice nuestro sabio refranero. Mírese si no la petulancia con la que parece acostumbran a morir los filósofos. A San Anselmo la muerte lo pilló reflexionando un intrincado problema teológico y se tomó a mal la interrupción: «Si Él lo quiere así, lo obedeceré, pero quisiera acabar de solucionar un problema sobre el origen del alma que tengo pendiente, porque si no soy yo no sé quién va a ser capaz de hacerlo». Hegel tuvo palabras confortadoras para quienes lo hemos leído: «Únicamente una persona me entendió una vez e incluso ésta no fue a mí a quien entendió». Lo último que Marx dijo a su amigo Engels resulta bastante elocuente sobre el personaje: «¡Fuera, desaparece de mi vista! ¡Las últimas palabras son cosa de tontos que no han dicho lo suficiente mientras vivían!».

Uno siente debilidad por los que han sabido irse de este mundo con inteligencia y buen humor y aquí la aportación española al elenco de últimas palabras ha sido de la mejor calidad. De don Francisco de Quevedo se cuenta que, mientras yacía en su lecho de muerte, oyendo cómo sus deudos le estaban organizando un funeral con música, se incorporó levemente y dijo: «¡Que la pague quien la oiga!». Mejor aún fue el humor blanco y delicado con el que el genial Tono recibía a quienes le visitaban en el hospital en sus últimas horas: «Perdone que no me levante, pero es que me estoy muriendo».

Francisco Pérez de los Cobos Orihuel es catedrático de la Universidad Complutense.

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