Últimos testigos

Las fotografías son el resultado de una ecuación en que se conjugan espacio, tiempo y luz. Sea cual sea el motivo que lleve a preservar un instante, todas ellas acaban por cobrar un valor documental. Quienes aparecen retratados dejarán de existir, pero las imágenes perdurarán como un recuerdo elegíaco. Neus Català, superviviente del campo de la muerte (y no de concentración, como se empeñaba en recalcar) de Ravensbrück, fallecida el pasado sábado 13 de abril, se fotografió alguna vez —como otro gesto más de resistencia en su biografía de lucha— sosteniendo el retrato que le hicieron cuando estaba presa, con el uniforme rayado y un número cosido a la solapa. Cuando las deportadas llegaban al Puente de los cuervos perdían el nombre y pasaban a ser una cifra vacía de atributos.

Se suele creer que las fotografías no precisan explicaciones, que lo que aparece representado en ellas es, ni más ni menos, lo que se ve. En el esfuerzo por describirlas, aun así, se descubren otros detalles. En 1977, Montserrat Roig escribió en Los catalanes en los campos nazis (Península/Edicions 62) lo que ella percibía en ese retrato de Català: los brazos caídos, el gesto hierático, el rostro solitario y esos ojos... Unos ojos alucinados “que parecen detenidos en algún punto concreto que los demás no podemos alcanzar a captar”. El padre de Català, un pagès del Priorat, le había enseñado desde niña a no bajar los ojos ante persona alguna, porque nadie es más que otro. Sostener la mirada para luego contarlo: ese fue el cometido —y la carga— de los testigos de la barbarie.

Neus Català, superviviente del campo de la muerte de Ravensbrück
Neus Català, superviviente del campo de la muerte de Ravensbrück

¿Qué sabía Dante del infierno, se preguntaba Català, si no vio Ravensbrück, el mayor campo de mujeres de la Alemania nazi? Situado noventa kilómetros al norte de Berlín en el paisaje idílico del Brandeburgo rural, fue construido con mano de obra prisionera en 1938. Durante los seis años que estuvo en funcionamiento, 132.000 mujeres y también 20.000 hombres de más de veinte nacionalidades cruzaron su umbral. En esa instalación se pusieron en práctica todos los horrores nazis. Las mujeres fueron humilladas, prostituidas, envenenadas, ejecutadas, desnutridas y usadas como cobayas para experimentos médicos aberrantes. Acabada la guerra, este “campo de exterminación lenta”, como lo definió la etnóloga y superviviente Germaine Tillion, al quedar en territorio de la RDA, tras el Telón de Acero, se sumió en la bruma del olvido. Bajo administración soviética, se convirtió en un memorial, si bien sesgado y con un interés partidista, a la lucha antifascista.

En Ravensbruck: Life and Death in Hitler's Concentration Camp for Women (2014), uno de los pocos estudios de conjunto acerca de este campo, su autora, Sarah Helm, expresó su asombro al constatar el silencio sobre este lugar entre la bibliografía existente: “Los principales historiadores —casi todos hombres— no tenían apenas nada que decir. Incluso los libros escritos sobre los campos después de la Guerra Fría parecían describir un mundo totalmente masculino”. La condición femenina siempre ha soportado una doble pena de silencio, ya no solo en lo bueno (los logros), sino también en lo malo (la fatalidad). François Mauriac, en el prólogo al testimonio de la poeta Micheline Maurel, lo condensó así: Ravensbrück era una abominación que el mundo decidió olvidar. Aun así, contamos con valiosísimos testimonios, además del de Català, como los de Anise Postel-Vinay, Margarete Buber-Neumann, Mercedes Núñez, Geneviève de Gaulle-Anthonioz, etc., que relatan la solidaridad entre mujeres, brotada en la más cruda adversidad. Preguntada por una católica en Ravensbrück a qué se aferraba para mantener la fortaleza, Neus Catalá respondió que el Dios al que se encomendaba eran todas y cada una de sus compañeras de barracón, cuya suerte compartía.

Cuando un último testigo desaparece, los recuerdos íntimos no expresados se funden como la nieve. A las siguientes generaciones les toca cuidar, para que no se desintegre, ese concepto delicado y versátil que es la memoria histórica. En palabras de Català, recordar era un deber, una catarsis necesaria. En la reciente reposición en el Teatre Lliure de Ante la jubilación, los personajes de Thomas Bernhard —alemanes contemporáneos a la obra, que data de 1979— llevan tres décadas celebrando a escondidas el cumpleaños de Himmler, el arquitecto de los campos, y en medio de ese ritual de lealtad se animan entre sí, diciéndose que es solo cuestión de tiempo que puedan dejar de ocultar sus filias extremistas. Cada vez que un superviviente muere, ese momento se intuye más cercano.

Entretanto, el mundo aplaude la primera fotografía de un agujero negro, en el centro de la galaxia M87, a 55 millones de años luz de distancia. Lo que vemos es el anillo luminoso que delimita el horizonte de sucesos. Es la luz que cae, pero aún se resiste a ser tragada por la oscuridad. Como esas mujeres en los campos que, hasta su último aliento, pugnaron por mantener la dignidad.

Marta Rebón es traductora y escritora

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