En España, el único partido político que se define como centrista es Ciudadanos. Partido que, según las recientes evaluaciones demoscópicas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), se percibe hoy entre los 37 millones de personas que forman el electorado nacional como de derechas o, incluso, de extrema derecha.
Sin duda, influye la foto de Colón del 10 de febrero de 2019, donde los entonces dirigentes del PP (Pablo Casado), de Ciudadanos (Albert Rivera) y de Vox (Santiago Abascal) posaron juntos en la madrileña plaza de Colón.
La imagen grabada en el cerebro del votante estándar asocia con la derecha dura a los políticos que salían junto a la macroescultura de hormigón de Vaquero Turcios dedicada al descubrimiento del Nuevo Mundo.
"¿Quieres nuevo mundo? ¡Pues toma!" parecían decir aquellos dirigentes que miraban hacia arriba, como extasiados por la hazaña de haber partido el centroderecha en tres para luego representar su impostada unión en la plaza de Colón contra los progres, la izmierda, el rojerío y los socialdemócratas.
Sólo Albert Rivera miraba al frente con los puños cerrados y cierto careto de úlcera, tal vez intuyendo el marronazo en el que se estaba metiendo aquel frío día de invierno de hace apenas dos años.
Durante aquel mismo año 2019, cuando todavía íbamos sin mascarilla y la palabra coronavirus sólo la conocían los científicos y los aficionados al cómic Astérix, en España hubo unas elecciones europeas, unas municipales, unas autonómicas y dos generales.
Los primeros comicios nacionales del año, celebrados el 28 de abril, brindaron a Ciudadanos el mejor resultado de su historia, con casi un 16% del voto y 57 diputados, llegándose a hablar de sorpaso a un PP que solo iba nueve escaños por delante.
La prensa conservadora le estaba dando a Pablo Casado más mamporros que un gimnasta neurótico a un punching ball y buena parte de los votantes peperos quisieron dar una oportunidad al catalán antinacionalista trasladado a Madrid tres años antes para luchar por su sueño unificador.
Pero los peligrosísimos vasos comunicantes de la foto de Colón tuvieron su efecto fulminante apenas seis meses después, el 10 de noviembre, cuando en la repetición de las elecciones generales Ciudadanos quedó reducido a diez escaños y cedió su rutilante tercer puesto a Vox. Un partido que ya empezaba a comerse la derecha española por los pies, llevándose por delante a un Ciudadanos convidado de piedra que, ni era derecha entonces, ni lo es ahora. Porque, como decíamos al comienzo, el partido naranja siempre se ha definido como centrista.
En esa debacle electoral, Ciudadanos sólo resistió en Barcelona y en parte del extrarradio de la capital catalana donde el partido había nacido hacía 17 años. A propósito del segundo aniversario de la foto de Colón, un amigo lo clavaba hace días en once palabras: “Allí el único que sabía a lo que iba fue Abascal”.
Durante la posTransición, España practicó un guerracivilismo latente, que se ha polarizado desde la escisión del bipartidismo dinástico en dos partidos extremistas, desvelando el reverso tenebroso del Partido Popular y del PSOE.
Pese a ello, la palabra centrismo se considera algo así como una palabrota y sus adeptos son tachados en general de jetas equidistantes que no se la juegan con la chulería de un guerracivilista auténtico. Cientos de miles de compatriotas se regodean con un fatalismo proverbial al recordar cómo se van inmolando uno tras otro los partidos centristas, desde UCD hasta UPyD, metiendo ahora sin miramientos en ese apartado al Ciudadanos recién fulminado en las elecciones catalanas.
En 2015, España emprendió un relevo generacional para actualizar el estilo de gobernanza política. Pero el bipartidismo español no se ha desdoblado, como pudo esperarse, para construir por fin un país unido, moderno, orgulloso de su democracia, limpio de corrupción e integrado en la historia occidental.
De hecho, estamos padeciendo en carne propia una batalla posbélica y distópica que nos permite, a quienes no vivimos la guerra del 36, hacernos una idea de lo que pudo ser aquella pesadilla de las dos Españas encarnizadas.
“Todo se desmorona, el centro no resiste” escribía Yeats en El segundo advenimiento. “Los mejores carecen de toda convicción mientras los peores rebosan una apasionada intensidad”. El poeta irlandés lo escribió hace un siglo, en las postrimerías de la I Guerra Mundial y durante la pandemia de gripe viral de 1918-19.
Cabe pensar que quizá Emmanuel Macron lea este poema para dar contexto histórico al hostigamiento de la derecha y de la izquierda tras aprobar una ley de antirradicalismo religioso que afianza la separación del Estado y la Iglesia para mantener a raya a los seis millones de musulmanes que viven en Francia. ¿Y qué se le critica? Pues ser demasiado centrista, cómo no.
Al otro lado del Atlántico, lo mismo le sucede al intelectual liberal Bo Winegard, que dos años antes de ser despedido del Marietta College por su postura equidistante sobre el concepto de la etnia, escribía en Quillette: “El centrista pretende conseguir el progreso cultural y político mediante la cautela, la templanza y el compromiso, no mediante el extremismo, el radicalismo y la violencia”.
Podría haberlo escrito Landelino Lavilla, destacado centrista español que neutralizaba a sus reventadores de mítines con un queridos adversarios al tiempo que creaba la estructura jurídica de la Transición, facilitaba la legalización del Partido Comunista, redactaba las primeras leyes electorales y pulía las constitucionales, presidiendo el Congreso cuando entró Tejero hace cuarenta años pegando tiros, episodio que cerró Lavilla 18 horas después con un elegante “reanudamos la votación”.
Porque, en efecto, el centrista es un ser templado y racional mientras su entorno sea medianamente pacífico y congruente. Pero al centrista contemporáneo, si lo buscas, lo encuentras.
A las buenas, el centrista es un ser amante de la crítica positiva y de la discusión productiva. A las malas, y en un entorno polarizado donde nadie parece atender a razones, el centrista se convierte en un ultracentrista capaz de repartir estopa verbal allí donde se requiera: a la derecha, a la extrema derecha, a la izquierda o a la extrema izquierda.
Queda dicho. Y avisado. Si los extremos se disfrazan de democráticos, el centro deberá tornarse radical en su distanciamiento de ambos.
Gabriela Bustelo es escritora y periodista.