Umberto Eco, una genealogía europea

Ariosto, Montaigne, Shakespeare, Cervantes y más cercanos, Berlin, Camus, Aron, Ortega, Popper son la genealogía europea de Umberto Eco. En la americana un solo nombre: Borges. El hacedor, el memorioso, el falso erudito, el burlón de tradiciones y cánones. Borges a quien homenajea, no sin cierta oscura retranca al llamar al personaje más siniestro de su cada vez más extraordinaria «El nombre de la rosa»: Jorge de Burgos, bibliotecario y ciego. Y además, el manuscrito que describe las andanzas de Adso y Guillermo de Baskerville, alguien lo encuentra en Buenos Aires. Círculo cerrado.

Umberto Eco, y con él George Steiner aún presente, cierra una Europa que fue grande, al menos en la literatura y en el pensamiento. Es a él a quien se atribuye una advertencia de jugosa oportunidad: «Hoy, no salir en Televisión es un gesto de buen gusto». Y esto se le adjudica a quien, en su condición de erudito y sabio universitario, comenzó la crítica de la programación televisiva en los periódicos y escribió unos cuantos guiones para la televisión (RAI, 1958-1959). Ya intuía que «el placer de la erudición está reservado a los perdedores» en su última entrega novelística, «Número cero» (2015). Un durísimo alegato al presente de los periódicos, los medios audiovisuales y las peligrosas relaciones prensa-poder. Ahora sabemos que es el populismo mediático el responsable del populismo político: «Por otra parte, parece ser que nuestro editor dijo una vez que los espectadores de sus cadenas de televisión tienen una edad media (digo edad mental) de doce años». Roberto Saviano reconocía en esta obra todo un «Manual de comunicación».

Umberto Eco, una genealogía europeaIrónico, hasta el infinito; culto, sin exhibicionismo; profesor, sin la hojarasca académica; novelista, autor de una obra maestra, la citada «El nombre de la rosa» (1980); ensayista, con una escritura limpia, transparente, próxima. Hace pocos años, anticipándose a lo que se venía encima y ante los neoapocalípticos que proclamaban el sonsonete de que llega el fin, les soltó sin inmutarse lo siguiente: «En Francia se teme la mundialización que impondrá el inglés. A lo mejor ocurre lo contrario. El modelo del milenio será San Pablo, que nació en Persia en una familia judía que hablaba griego, leía la Torá en hebreo y vivió en Jerusalem, donde hablaba arameo. Cuando se le pedía el pasaporte, era romano. Es un ejemplo interesante de mundialización...».

El lector se convierte en cada una de sus obras en el depositario de una amistad, de un diálogo presente y futuro; su escritura es una conversación que se prolonga. Sabe que, al decir de Maurice Blanchot: «¿Qué es un libro que no se lee? Algo que todavía no está escrito». Nadie definió la posmodernidad como él en las páginas de su «Apostillas a El nombre de la rosa» (1983): «La respuesta posmoderna a lo moderno consiste en reconocer que, puesto que el pasado no puede destruirse –su destrucción conduce al silencio– lo que hay que hacer es volver a visitarlo; con ironía, sin ingenuidad (…) La actitud posmoderna es como la del que ama a una mujer muy culta y sabe que no puede decirle “te amo desesperadamente” porque sabe que ella sabe que esas frases ya las había escrito Liala (equivalente italiana de Corín Tellado). Podrá decir: “como diría Liala, te amo desesperadamente”. En ese momento, habiendo evitado la falsa inocencia, habiendo dicho claramente que no se puede hablar de manera inocente, habrá logrado, sin embargo, decirle a la mujer lo que quería decirle: que la ama, pero que la ama en una época en que la inocencia se ha perdido. Si la mujer está en el juego, habrá recibido de todos modos una declaración de amor. Ninguno de los interlocutores se sentirá inocente, ambos habían aceptado el desafío del pasado, de lo ya dicho que es imposible eliminar; ambos jugarán a conciencia y con placer el juego de la ironía… Pero ambos habrán logrado una vez más hablar de amor». Y en estas palabras se encuentra la razón y sentido del inmenso juego que es «El nombre de la rosa». Como «El Quijote», diversas novelas dentro de una novela. En sus páginas reescribe el género policíaco, el relato histórico, las disquisiciones teológicas, el vaivén de las doctrinas, los laberintos de la erudición («la lujuria del saber por sí misma»), la reflexión filosófica y, de manera extraordinaria, la risa, propia del hombre, como fomento de la duda, los palabras como símbolos que construyen la identidad y la gran lección: «la única verdad –le dirá Guillermo a Adso– consiste en aprender a liberarlos de la insana pasión por la verdad». Sólo queda, entonces, «la verdad de las mentiras» (Vargas Llosa), la ficción, el icono, el signo, porque la realidad está construida por el castillo invisible de las ilusiones: «el mundo posible de la narrativa es el único universo en el que podemos estar absolutamente seguros de algo, que nos proporciona una idea muy profunda de verdad», recuerda en la «Historia de las tierras y los lugares legendarios» (2013).

Se escribe pensando en un lector porque los libros hablan de libros: «el Medioevo siguió siendo, si no mi oficio, mi afición, y mi tentación permanente, y lo veo por doquier, en transparencia, en las cosas de que me ocupo, que no parecen medievales, pero lo son». Nada extraño para quien dedicó su tesis doctoral al problema estético en santo Tomás de Aquino, y crearía «El nombre de la rosa», como búsqueda detectivesca de uno de los asuntos más caros a la cultura europea: la desaparición del segundo libro de la «Poética de Aristóteles», dedicado, sí, exacto, a la risa. «Obra abierta» (1962), «Diario mínimo» (1963), «Apocalípticos e integrados» (1964), «Tratado de semiótica general» (1975) representan el vasto conocimiento teórico de Umberto Eco respecto a la sociedad contemporánea, y adelanta años después que el ordenador e internet son la verdadera revolución al final del siglo XX, pues como la imprenta, modificarán la manera de aprender, pensar y escribir. Ya lo dejó claro en «El cementerio de Praga» (2010): «Todo, incluso lo irrelevante, puede ser útil algún día: Lo importante es saber lo que los demás no saben que sabes». Toda una genealogía profundamente europea.

Fernando R. Lafuente, secretario de Redacción de Revista de Occidente.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *