Estas navidades se cumplen cincuenta y cinco años de un suceso que Francisco Umbral cubrió para ABC como enviado especial a Murcia: la muerte de cuatro niños envenenados por una hermana mayor. El escritor, que aún ejercía de reportero todoterreno para ganarse la vida, acababa de publicar «Larra, anatomía de un dandy», y seguramente la elogiosa Tercera que José María Pemán le dedicó al libro resultó decisiva a la hora de que este periódico apostase por él para informar sobre la tragedia. Era el inicio de su consagración.
La de Umbral es la increíble y maravillosa historia de un niño de la guerra a quien la posteridad le había reservado un brillante destino como botones de banco y, sin embargo, consiguió convertirse en Príncipe de Asturias de las Letras. Se trata de una de las metamorfosis más espectaculares de la cultura española del siglo XX: de Pérez a Umbral, un cuento de hadas escrito por él mismo, donde se reservó el papel de ogro para defenderse de las muchas cornadas que le dio la vida.
En los tiempos digitales que vivimos, Umbral huele a vintage, pero en su día fue la primera estrella de rock de aquel periodismo yeyé que se inventó para contar los amenes del franquismo y que luego perfeccionó durante la Transición. Napoleón era un loco que se creía Napoleón y Umbral era un loco que se creía Umbral, incluso a veces Napoleón: el Napoleón del columnismo español. Lamentablemente, los artículos, aunque se recopilen en forma de libro, no permiten salir en los billetes de mil pesetas, así que Umbral siempre será recordado como el rey de la literatura selfi.
Curiosamente, en la crónica citada al principio, Umbral, siguiendo la moda del nuevo periodismo, ya utiliza la primera persona del singular cuando habla de la niña asesina:
-Me asomo a sus ojos como a un enigma.
También podía haberlo escrito Truman Capote en «A sangre fría».
Lo que está claro es que mucho antes de que la autoficción inundase el mercado editorial, el pianista de la Olivetti ya trabajaba con su yo como principal materia prima. El realismo social todavía estaba de moda, pero Umbral sabía que la vida del ser humano es el mayor espectáculo del mundo, y decidió desnudar su corazón y su ombligo para inmolarse en el escaparate de los periódicos y los libros. Comprendió a tiempo que su tensión baja no le permitía practicar la narrativa de viajes tipo Hemingway, y se dio cuenta de que todos tenemos un safari que fotografiar o un reality que contar en el salón de nuestra casa. Fue cuando apostó por los gatos y se olvidó de los tigres.
Umbral era un self made man, pero sobre todo un selfi man hecho a sí mismo con material de derribo de otros.
Yo soy mi herencia, decía Goethe.
Umbral es la herencia de muchos escritores. Él se consideraba el epígono de un árbol genealógico en el que figuran Quevedo, Larra, Valle y Cela, pero la lista tiene más ramas porque Umbral era un aldeano global o, mejor dicho, un castizo cosmopolita que convirtió Madrid en un Manhattan manchego y en un París mesetario. Algo así como un afrancesado de Chamberí: desde Baudelaire a Proust pasando por Sartre y Baudrillard, todos fueron fagocitados por su thermomix.
Y es que, como decía Emerson, sólo los genios saben pedir prestado.
Y Umbral era un genio.
Sabía que para pasar a la posteridad hay que fusionar grandes placas tectónicas. Italo Calvino cruzó a Swift con Voltaire y García Márquez a Borges con Alejo Carpentier. El gran acierto de Umbral fue casar a Proust con Quevedo. Esa fórmula le permitió trazar los planos de su catedral narrativa y abandonar la escritura de grandes almacenes para apostar por la literatura/boutique. No fue un escritor sin género, como a veces se ha dicho, sino un escritor de muchos géneros y todos ellos cruzados: la crónica biografiada, el columnismo ensayado, la memoria novelada, el ensayo articulado. Salvo el teatro, los cultivó todos con originalidad y brillantez.
Como escritor de periódicos, sabía que el artículo es el solo de violín del periodismo y se convirtió en el Usain Bolt de esa carrera de cien metros lisos que es el columnismo.
Como memorialista, adivinó muy pronto que todo lo que no es tradición es plagio, e incluso ciencia ficción, y apostó por la memoria como bandera y la nostalgia como señuelo.
Como diarista descubrió que cualquier biografía, bien contada, es una novela y por eso se dedicó a contarnos su vida.
Como biógrafo tuvo más de enamorado que de detective, y hurgó en la obra de sus monstruos sagrados hasta hacerles la autopsia y robarles sus trucos más íntimos.
Como novelista alumbró el surrealismo mágico, que es una derivada urbana de lo real maravilloso caribeño cruzado con las vanguardias de principios de siglo y la creación verbal desbocada, más la anacronía que aprendió en Cunqueiro.
Como creador del idioma ensayó esa prosa de vuelo sin motor que también practicaba su admirado Ruano, es decir, el grado xerox de la escritura.
Hay escritores termómetro y escritores termostato. Los primeros le toman la temperatura a la vida, y los segundos se la cambian. Umbral pertenece a estos últimos. Si bien se mira, Umbral era un psicópata de la literatura. No escribía para vivir, sino que vivía para escribir y luego lo contaba. Más de cien libros y miles de artículos dan fe de su quijotada. Delibes dijo de él que escribía como meaba. En realidad, escribía como respiraba, pues ya sostenía Azorín que lo difícil no es escribir sino pensar, y Umbral era un pensador de farmacia de guardia. Seguramente no hizo de su vida una obra de arte, pero puso de moda una nueva manera de mirar el mundo: el umbralismo. Comparar a sus discípulos con Umbral es como comparar el gotelé con la pintura impresionista. Trece años después de su muerte, todavía echamos de menos sus desayunos con diamantes, los kellog’s del periodismo. Umbral, marca registrada.
José Besteiro es escritor.