Un acto de extrema valentía y humildad

El humilde labrador de la viña del Señor está muy agotado. Probablemente, exhausto. Tendemos a pensar a veces que determinados puestos de liderazgo son un honor, un privilegio que envidiar. Rara vez reparamos en la carga que tal lugar puede llegar a representar. La sonrisa de Albino Luciani no pudo tributar más allá de 40 días bajo el nombre de Juan Pablo I. Joseph Ratzinger ha decidido confesarse ante la cristiandad como el hombre débil que todos somos. Conmueve su ejemplo. Es la imagen de Moisés ante Yahvé en el monte Horeb. No ha recurrido a grandilocuencias para comunicar su decisión. Lo ha hecho en un acto de valor que toma por sí mismo, meditado delante de Dios, enconciencia. El lole otorga una dimensión intelectual y una hondura espiritual y humana que convierten su Pontificado en uno de los de más profunda huella. El tiempo así lo escribirá en la Historia. Como en aquella ocasión en que el Santo Padre pidió perdón por los delitos de la Iglesia. El cansancio emocional también erosiona. Por eso en esta hora es de rigor hacerle justicia por las profundas heridas que un teólogo de su talla sufrió cuando decidió bajar a las bodegas oscuras, donde reconoció verse rodeado de lobos.

Con Benedicto XVI deja la silla de San Pedro el último Papa que participó directamente en el Concilio Vaticano II. Desde entonces, la Iglesia Católica ha abordado, con luces y también inevitables sombras, un valiente proceso de renovación, de puesta al día, que obliga a quien quiere profesar el credo católico. Estar comprometido con el mensaje de Cristo en un contexto que alardea de modernidad resulta harto difícil. Y ese ha sido uno de los empeños del actual Papa: fe y razón; compromiso sin complejos; firmeza frente al relativismo; amor en todo. Por eso no cabe otra motivación a su renuncia que la lucidez y la responsabilidad de un intelectual ilustrado que ha sabido vivir su alta misión con sencillez, coraje y serenidad. Esa misma serenidad que le permite dar un paso más en la puesta a punto de una Iglesia necesitada aún de un debate profundo si quiere seguir siendo la sal del mundo.

El cardenal Ratzinger estuvo con un protagonismo de primera línea en la escena de Juan Pablo II. Probablemente desde aquella sangrante agonía, concluyó que no podía volver a manifestarse aquel declive físico en el depositario del mandato de Dios. Por eso ha insistido de forma reiterada en que la renuncia de un Papa podría llegar a ser un deber. Todavía hoy recordamos la imagen doliente del venerado Juan Pablo II. Su ejemplo sirvió además para revindicar el elogio de la ancianidad en un mundo que ha sacralizado la juventud. Pero no es menos cierto que la Iglesia necesita ser gobernada con mano vigorosa. No es fácil dirigirla según los pasos de Dios. El complejo mundo moderno está más atento que nunca a la posible germinación de un mensaje de esperanza al que no puede ni debe renunciar la Iglesia de nuestros días.

La renuncia de un Papa es un hecho casi sin precedentes. Por eso, puede ser analizado desde tantas ópticas como uno quiera. Sin embargo y paradójicamente, para entender la trascendente determinación de Benedicto XVI conviene dejarse llevar un poco más por los sentimientos. No faltan ya las voces que aseguran que estamos ante una mala noticia para la Iglesia Católica. Como otras que aseguran que es un paso en el empeño de Ratzinger por modernizar la Iglesia. Por encima de todo, creo que constituye un acto humano y espiritual. Una decisión valiente. En la extrema debilidad física en la que se encuentra, el Papa tiene el valor de tomar una decisión que hace más grande todavía su legado. Una reafirmación más de su empeño de racionalizar la fe y, por tanto, hacerla más auténtica, más influyente, más hermosa, más creíble.

Se cierra un período. La fuerza de la Historia sigue, y traerá respuestas. En ocasiones no somos capaces de intuir cómo evolucionarán en el futuro determinados hechos o ideas del presente. Benedicto XVI fue la voz de la razón, de la ilustración y asumió esa racionalidad en su mensaje frente a una época posmoderna, de sociedad líquida, de relativismo rampante. Este Papa será recordado y valorado por un Pontificado breve pero intenso, que ha permitido a la Iglesia abordar una nueva apertura sin renunciar a su esencia. No me cabe duda, en contra de lo que muchos piensan, que la libre, valiente, honesta y humilde decisión de Joseph Ratzinger tiene un enorme valor para la Iglesia y para su futuro.

Bieito Rubido, director de ABC

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