Un acuerdo con el Irán que llega diez años tarde

Lo único que se debe lamentar sobre el acuerdo alcanzado por el Irán y el P5+1 (los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas –China, Gran Bretaña, Francia, Rusia y los Estados Unidos– más Alemania) en Viena este mes es que no se firmara y sellase hace un decenio. En los años que se ha tardado en que prevaleciera la cordura diplomática, Oriente Medio ha padecido una miríada de tensiones evitables y ha perdido oportunidades de cooperación en materia de seguridad.

De 2003 a 2006, el Irán había expresado con claridad a todo el mundo que deseara escuchar que aceptaría todos los elementos fundamentales del reciente acuerdo, incluidas las medidas para bloquear las trayectorias que podrían conducir a la utilización del uranio y el plutonio para fabricar una bomba y mecanismos de vigilancia muy estrictos para disponer de suficientes avisos por adelantado de una probable ruptura del equilibrio. Lo único que necesitaba a cambio –aparte, naturalmente, del levantamiento de las sanciones a medida que avanzara la ejecución– era el reconocimiento oficial de su “derecho a enriquecer” uranio.

En los debates con la Unión Europea en el período 2003-2004, el Irán suspendió voluntariamente su programa de enriquecimiento, entonces mínimo, hasta que se celebraran negociaciones sobre un acuerdo completo. El Irán declaró también su disposición a aplicar el “protocolo adicional”, que permitía una vigilancia más estricta y de mucho mayor alcance por parte del Organismo Internacional de Energía Atómica que las disposiciones habituales.

Aquellos compromisos concluyeron en 2005, por la constante insistencia de la UE, respaldada por los EE.UU. para que el Irán abandonara enteramente el enriquecimiento de uranio. Con esa posición se pasaba por alto el “derecho inalienable”, claramente reconocido en el Tratado sobre la no proliferación de las armas nucleares (por mucho que se deseara otra cosa, en un mundo ideal), de las partes en el TNP a recorrer todas las fases del ciclo del combustible nuclear como parte de un programa de energía nuclear para fines pacíficos.

Si en aquel momento Occidente hubiera estado dispuesto a inclinarse por la contención eficaz del programa nuclear del Irán, en lugar de destruir todos los elementos delicados de él, habría sido posible alcanzar un acuerdo y, de hecho, a comienzos de 2006, el International Crisis Group hizo pública una propuesta de “enriquecimiento limitado y retardado” que incluía todos los elementos fundamentales del acuerdo que ahora se ha firmado en Viena.

Estoy seguro –basándome en muchas horas de diálogo productivo con funcionarios iraníes de alto rango en Teherán, Nueva York y otros lugares– de que esa propuesta habría podido acabar con el punto muerto. Tenía todos los elementos idóneos de una transacción eficaz, pero, como los EE.UU. no hablaban con el Irán en nivel alguno y la UE hablaba, pero no escuchaba, aquella gestión no dio resultado.

Los iraníes no iban a aceptar nunca lo que interpretaron como un estatuto de segunda clase conforme al TNP. Hasta que el gobierno del Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, lo reconoció e inició en 2011conversaciones directas en segundo plano, no llegó a ser posible ese avance. La clave fue el reconocimiento de que se debía tener en cuenta el pundonor del Irán.

Los críticos del acuerdo de Viena en el Congreso de los EE.UU., Israel y el mundo árabe suelen dar por sentado que el Irán no tiene honor. Creen que el Irán ha estado siempre empeñado en fabricar bombas nucleares y que sus dirigentes han firmado este acuerdo, que impone límites a su programa nuclear durante quince años, sólo para aliviar la enorme presión de las sanciones que ahora están aplastando su economía. Según los críticos, el Irán quiere ganar tiempo y es inevitable que vuelva a las andadas.

Si bien nadie debe hacerse la falsa ilusión de que el Irán haya sido un país internacionalmente modélico o de que sea probable que llegue a serlo pronto, esa impresión sobre las ambiciones nucleares de ese país entraña una interpretación fundamentalmente errónea de la dinámica que está en marcha. Mi opinión, basada en más diálogo con funcionarios iraníes de alto nivel que la mayoría de los críticos, es la de que el Irán –por mucho que haya hecho investigaciones técnicas en el pasado y sean cuales fueren las capacidades de fabricación de combustible y de dispositivos de lanzamiento de misiles que pueda haber adquirido más recientemente– nunca ha estado próximo a una situación en la que pudiera adoptar la decisión de fabricar de verdad armas nucleares.

El Irán ha sido siempre sabedor de los múltiples riesgos que entrañaba el cruce de la línea roja. Sabe que se expondría a un ataque por un Israel mucho más potentemente armado, ya cuente o no con apoyo de los EE.UU., que las potencias suníes de la región podrían apresurarse a contrarrestar una “bomba chií” con sus propias armas nucleares y que se le podrían imponer otras sanciones internacionales demoledoras. Además, hay otro factor que no se debe descartar instantáneamente, como suelen hacer los críticos cínicos: el repetido rechazo por razones religiosas de las armas de destrucción en gran escala por parte de los dirigentes iraníes.

Lo que hay que preguntarse es por qué el Irán se movió al borde del precipicio durante tanto tiempo al crear una capacidad para romper el equilibrio que había de poner los pelos de punta a Occidente, Israel y sus vecinos árabes. La respuesta es –creo yo– un orgullo nacional abrumador: el deseo de su pueblo de demostrar que es una potencia con la que hay que habérselas, un país que tiene un impresionante nivel técnico y que su disposición a padecer humillación internacional tiene límites.

Los iraníes recuerdan vívidamente el derrocamiento, orquestado por los servicios de inteligencia de la CIA y británicos, del gobierno democráticamente elegido de Mohammad Mosaddegh en 1953. Recuerdan el prolongado apoyo de Occidente al odiado Shah y al Iraq en su brutal guerra con el Irán en el decenio de 1980, incluso después de que el dirigente iraquí Sadam Husein empleara armas químicas, y también cuando el Presidente George W. Bush acusó a su país de formar parte de un “eje del mal”, pese a su cooperación con los EE.UU. en el Afganistán.

Es comprensible que muchos no se sientan convencidos de la sinceridad iraní, entre otras cosas porque su estilo negociador –tanto entre moderados como entre intransigentes– nunca suele ser franco y directo, pues con frecuencia la razón privada va acompañada de vociferación pública y resulta difícil evaluar sus verdaderas intenciones, pero el acuerdo de Viena merece un apoyo amplio y no sólo porque las otras opciones posibles –la continuación de la aguda tensión regional, en el mejor de los casos, y, en el peor, un catastrófico conflicto militar– no son atractivas precisamente.

En realidad, hay toda clase de razones para creer que el acuerdo refleja los intereses reales no sólo del Irán, sino también de la comunidad internacional. Mantiene intacto un régimen mundial de no proliferación que ha estado dando señales de descomposición e infunde nuevas esperanzas de una amplia cooperación regional en materia de seguridad. La diplomacia inteligente siempre vence a la fuerza bruta.

Gareth Evans, former Foreign Minister of Australia (1988-1996) and President of the International Crisis Group (2000-2009), is currently Chancellor of the Australian National University. He co-chairs the New York-based Global Center for the Responsibility to Protect and the Canberra-based Center for Nuclear Non-Proliferation and Disarmament. He is the author of The Responsibility to Protect: Ending Mass Atrocity Crimes Once and For All and co-author of Nuclear Weapons: The State of Play 2015. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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