Un acuerdo por Venezuela

La crisis constitucional que sacude a Venezuela desde que Nicolás Maduro y Juan Guaidó se juramentaron para ocupar el mismo cargo de presidente de la República, ha entrado ya en su segundo semestre de existencia. Lejos del desenlace rápido y abrupto que vaticinaban la oposición venezolana y sus aliados internacionales a principios de año, Venezuela se encuentra hoy en el mismo punto que en enero de 2019: con Maduro en el Gobierno, Guaidó en la oposición, y la sociedad venezolana sumida en una debacle económica y social.

Uno tras otro, desde la proclamación de Guaidó en enero hasta el golpe de Estado del 30 de abril, pasando por la operación “humanitaria” lanzada desde la frontera terrestre con Colombia en febrero, todos los intentos por derrocar a Maduro han fracasado. El afán por precipitar un quiebre y resolver la crisis venezolana en un santiamén pareciera, paradójicamente, haberla por el contrario petrificado. Con el pasar del tiempo, la ingobernabilidad en la cual se sumió el país en enero de 2019 ha ido cobrando aires de nueva normalidad, dejándonos la sensación de que Venezuela experimenta una progresiva y paradójica estabilización del caos.

En este mismo periodo, los venezolanos hemos sido duramente castigados por el recrudecimiento de las sanciones con las cuales EE UU ha perseguido, sin éxito, su objetivo de cambio de régimen en nuestro país. Antes de enero de 2019, sanciones decretadas en 2015 y 2017 ya habían prohibido a los capitales estadounidenses hacer negocios con el Estado venezolano, y habían impuesto el bloqueo de activos y la prohibición de viajar a EE UU a algunos individuos vinculados con el Gobierno.

Un acuerdo por VenezuelaArgumentando que un recrudecimiento de la presión era la clave para precipitar una transición política, la Administración de Trump sancionó, con el beneplácito de la oposición venezolana, a la petrolera estatal PDVSA en enero de 2019 y al Banco Central de Venezuela en abril, en un intento inequívoco por terminar de asfixiar a nuestra ya maltrecha economía.

Paralelamente a esta escalada, Noruega emprendió gestiones diplomáticas para sentar a las dos facciones alrededor de una mesa, logrando iniciar contactos secretos que se hicieron públicos a partir del mes de mayo. Primero en Oslo y luego en Barbados, representantes de Maduro y de Guaidó accedieron a labrar el difícil camino hacia lo que anhelamos el 65% de los venezolanos: un acuerdo político que cree condiciones de gobernabilidad mínima para superar este impasse catastrófico. Ciertamente, tal acuerdo entre cúpulas no sería capaz de resolver mágicamente todos nuestros problemas, pero al menos despejaría el camino para que los venezolanos volviésemos a dirimir nuestras diferencias como ya lo hemos hecho tantas veces: por la vía de instituciones democráticas y elecciones libres y transparentes.

La mejor forma de abogar por el proceso de negociación es proporcionándole a los escépticos una dosis de cruda realidad. En primer lugar, la longevidad de la crisis ha demostrado que el statu quo, aunque desastroso, no es insostenible. La democracia venezolana puede terminar de volar en pedazos, la economía y la industria petrolera pueden continuar su colapso, la emigración masiva puede seguir su curso y, aun así, Maduro puede sostenerse en el poder. Tomando a la historia por testigo, eso es exactamente lo que ha sucedido a lo largo de los últimos cinco años. En segundo lugar, una toma del poder de Guaidó por la fuerza y sin acuerdo político previo es no solo improbable sino indeseable, pues no garantiza ni la paz, ni la estabilidad democrática que constituyen la justificación misma para la búsqueda de un cambio político. Ha quedado bastante claro que los militares venezolanos no son partidarios de una ruptura institucional, y menos de una conducida por Guaidó y teledirigida por Washington. Quien la quisiera imponer tendría que contar con la fuerza y la voluntad de enrumbar al país por el camino de la guerra civil, es decir, hacia un escenario mucho peor que el actual. Finalmente, quienes cifran sus esperanzas en la escalada de Estados Unidos parecieran olvidar que ese país colecciona a los enemigos geopolíticos como fetiches. ¿O acaso no ha impuesto Washington un arsenal de sanciones sobre Cuba durante décadas sin que se produzca el supuesto cambio político que esas medidas dicen perseguir?

De hecho, fue precisamente en vísperas de una ronda crucial de negociaciones entre el Gobierno y la oposición, a principios del mes de agosto, que el entonces asesor de Seguridad Nacional John Bolton anunció la imposición de sanciones secundarias contra Venezuela. Tan severas como las que afectan a Cuba, Irán o Corea del Norte, estas fueron diseñadas para castigar a personas y empresas de cualquier nacionalidad que sostengan algún tipo de relación comercial o financiera con el Estado venezolano. El propio Trump, poco amigo de los eufemismos, se refirió a ellas llamándolas por su nombre: bloqueo. Al torpedear la negociación y provocar la retirada del Gobierno de la mesa, esta medida echó por tierra el argumento de quienes defienden las sanciones como una herramienta para obligar a Maduro a negociar. Por el contrario, Estados Unidos demostró que era capaz de obstaculizar el avance del proceso de negociación, incluso a espaldas de la oposición, para impedir que se concretizara una solución distinta al derrocamiento de Maduro. Y en efecto, a pesar de que en sus declaraciones públicas Guaidó siga exigiendo el “cese de la usurpación”, al iniciar negociaciones con Maduro la oposición renunció, de facto, a este objetivo. Por lo pronto, solo queda esperar que el abrupto despido de Bolton de la Casa Blanca acerque al Gobierno de Trump a posturas menos ideológicas y más pragmáticas.

Nunca, desde el inicio mismo de la crisis, ha habido alternativa seria a un acuerdo negociado, si por alternativa se entiende aquella que contribuya a resolver el problema y no a agudizarlo. Todos los demás escenarios son fruto de un voluntarismo divorciado de la realidad.

Pero avanzar hacia un acuerdo requiere de un compromiso firme de los protagonistas del conflicto, a quienes no vendría mal demostrar algo de consideración por el pueblo venezolano que carga a cuestas el peso de esta interminable crisis. Además, tal avance debería darse en el marco de una tregua, que vea al Gobierno cesar el acoso judicial contra sus adversarios, y a la oposición desistir del absurdo Estado paralelo que ha ido conformando esencialmente en el exilio. También es necesario repensar el contenido de ese potencial acuerdo, pues la profundidad de la crisis obliga a buscar gobernabilidad y soluciones de urgencia, en lugar de perseguir una quimera electoral a la cual el Gobierno de Maduro se rehusará mientras el país esté sometido a sanciones. En lugar de sufrir las consecuencias caóticas de la actual dualidad conflictiva de poderes, que anula la capacidad del Estado para cumplir con sus funciones básicas, sería sensato construir un acuerdo transitorio de coparticipación en el poder que permita atender las necesidades fundamentales de nuestro pueblo, que eche las bases de una reinstitucionalización de los poderes públicos y permita, a término, concretar las garantías que las partes exigen para ir a un proceso electoral cuyo resultado sea aceptado por todos. Una fórmula sui generis en la cual ni Maduro ni Guaidó se viesen obligados a capitular preservaría la dignidad de ambos, apartando el peligro de perder la cara que tanto obstaculiza la conclusión de acuerdos razonables.

Alcanzar tal acuerdo es esencialmente cuestión de voluntad. De voluntad y visión estratégica. Ya es tiempo de que Maduro y Guaidó pongan los intereses del pueblo venezolano por encima de sus ambiciones.

Temir Porras fue jefe de gabinete de Nicolás Maduro entre 2007 y 2013. Actualmente, es profesor visitante en Sciences Po, en París.

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