Un alma para europa

Desde que Robert Schuman, uno de los padres de la UE, dijo «busco un alma para Europa», poco se avanzó en la vertebración anímica y ética del continente, a juzgar por el desánimo de sus ciudadanos, y la lentitud de este cuerpo de 28 órganos. Por seguir con la metáfora corporal, la falta de agilidad recuerda al Frankenstein de Mary Shelley, el fallido Prometeo Moderno, compuesto de despojos y despierto por el rayo. Es el mismo que con esfuerzos logra moverse como un zombi, término que significa cuerpo sin alma.
ABC «El rapto de Europa», de Tiziano

Tras el primer impulso de ilusión, necesidad, y luego bonanza en las últimas décadas de la pasada centuria, lo que ha primado en la «construcción» de Europa es el número, la suma de vísceras y articulaciones, aunque sin el aliento de todo ser vivo. Si algo se echa en falta en esta carrera de obstáculos, con las maratonianas e infructuosas cumbres de la UE, es justamente los estímulos, las ideas para el avance más allá de los balances y frías directrices de Bruselas.

Por ello, no pueden olvidarse los esfuerzos de quienes creyeron en este gran proyecto iniciado con el Tratado de Roma (1957) para sellar las heridas de las dos Guerras Mundiales. «No se llegará a construir Europa con solo destreza política o saber hacer económico», señaló en 1992 el entonces presidente Jaques Delors, añadiendo que, «si en los diez años que vienen no hemos conseguido dar un alma, una espiritualidad, un significado a Europa, habremos perdido la partida». Pasaron esos diez años, y hay motivos para preocuparse. Aunque no debemos engañarnos en el orden real de los problemas. Si es cierto que existe una gravísima crisis económica, otra previa, y más aguda, ética y humana, es la que con más virulencia nos aqueja.

Europa se encuentra actualmente bajo el oscuro signo de Saturno, y de su lejano giro llegan solo melancólicos rayos de decadencia, que hacen persistir en la banalización de nuestra cultura. No resulta casual el incremento alarmante de suicidios en el continente, sobre todo entre los jóvenes, quienes no hallan las utopías con las que toda generación contó, sino la ley de la selva y las dudas en torno al proyecto compartido. La imposibilidad o el rechazo a definir la propia identidad se vio con todo lujo de detalles en el malogrado Tratado Constitucional de 2004.

Mientras que ciertas partes del planeta viven un boom de crecimiento… aun con graves problemas, los países emergentes, en esta otra zona en penumbra, tenemos falta de confianza en nosotros mismos, algo que podríamos llamar el «mal de Europa»: consiste en la desmemoria, en la obsesión por vivir en un presente vacío de contenido. Según mostraba un reciente reportaje de la televición china, la ilusión de millones de hogares de ese inmenso país, consiste en poseer un piano… para que los jóvenes interpreten a Beethoven o Chopin. Aunque esto debiera causarnos cierto orgullo, lleva a preguntarse: ¿es esa nuestra única esperanza… el contemplar en las postrimerías de la posmodernidad el renacer de nuestros valores en otras culturas? Pero entonces… ¿Adónde habrá ido la Europa-continente?

Europa, nombre de la ninfa fenicia raptada por un fogoso Zeus, travestido de toro ceniciento, vive un momento crítico. Sus ciudadanos parecemos haber perdido la conciencia y la memoria del alto precio pagado en la conquista de las libertades que disfrutamos… ¿hasta cuándo? Acomodados en los tópicos del relativismo y la deconstrucción, nos hemos vuelto incapaces de reconocer el valor de las creaciones que nuestra civilización aportó al patrimonio común de la humanidad. La tradición se ha tirado por la borda, pero no ha sido substituida por nada nuevo.

Comenzamos por un mito de la Modernidad. Concluimos con otro de la Grecia arcaica, el Orfeo despedazado por las bacantes y posteriormente revivido por las musas. Él encarna como pocos las ansias de resurrección, el amor más allá de la muerte, en su caso a Euridice, mordida por la serpiente. En este relato, Orfeo ha de rescatar a su amada del Hades, del olvido. El mensaje que en la actual situación nos envía este héroe de recurrente inspiración, por más que no consiguiera su objetivo, es que ha de amarse a Europa tanto como él hizo con Euridice, luchando denodadamente contra su pérdida.

El «suicidio de Europa», frase acuñada por Michel Sturdza, parece seguir su curso, aunque ahora no por las contiendas sangrientas, sino por el complejo de culpa, por el inmovilismo, y no podemos dejar que eso suceda. Precisamos un salto en la confianza hacia nosotros mismos tras esta larga noche de las ideas, del espíritu. Se trata de querer una Europa distinta, más humana y fiel a sus ideales. El camino, por ello, debe ser sin duda descubierto y reactualizado por cada cual, por cada uno de nosotros como europeos.

Carlos Varona, arabista y escritor.

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