Un año de pontificado

Por Olegario González de Cardedal (ABC, 19/04/06):

HACE un año los lectores del «New York Times» se enteraban de que en la búsqueda de sucesor para Juan Pablo II Ratzinger era un candidato no deseado, más aún, imposible. El mismo día, horas antes de su elección, el diario ABC ofrecía la opinión de un periodista, que reclamaba: «Cualquiera menos Ratzinger». El encargado de la información religiosa en «La Croix» ha publicado un libro que recoge esas especulaciones, esperanzas y rechazos, con el título: «Benoit XVI: le Pape qui ne devait pas être elu». Sin embargo, Ratzinger fue elegido con una rapidez sorprendente, para entusiasmo de unos y preocupación de otros.

¿Cómo interpretar la elección de alguien que había manifestado repetidas veces el deseo de retornar a su patria, cuyo real interés era dedicarse a la teología consumando la ilusión de su vida: escribir un libro sobre la vida de Cristo similar al clásico de R. Guardini: «El Señor»? Fueron muchos los factores que contribuyeron a su elección, comenzando por su manifiesta distancia al cargo. La serenidad humana, la seriedad teológica y la hondura religiosa con que presidió los funerales de Juan Pablo II y dirigió el Cónclave, con las correspondientes homilías, revelaron el fondo de su persona. Allí había un hombre limpio y libre, capaz y desinteresado.

Alguien así era el candidato ideal. Además, en el horizonte cardenalicio no aparecía alguien de talla comparable, una vez que Martini quedaba fuera de juego por su enfermedad. La razón de fondo fue, sin duda, la convicción de que Ratzinger tenía la capacidad intelectual, moral y religiosa necesaria para hacerse con el timón de la Iglesia en un momento de tales desafíos a su verdad y a su identidad, a su misión en el mundo y a su capacidad de confrontación con los movimientos y situaciones nuevas. Un hombre así, ¿no sería el que el Espíritu Santo habría elegido para dirigir la Iglesia de Cristo?

¿Cómo nos aparece su figura después de un año? Cuando empieza su pontificado se encuentra con dos legados supremos: un hecho, el Concilio Vaticano II, en lenta y difícil recepción; y una persona, Juan Pablo II, que se acercó a todo el mundo y a quien todo el mundo agradecido vino a despedir el día de su muerte. Ante ambos tenía que medirse, ser leal heredero a la vez que ser él mismo. Pero esto sólo le era posible si, a la vez que la continuidad con ellos, sostenía una continuidad con los criterios y línea de pensamiento que había mantenido desde que él comenzó a pensar, hablar y escribir como profesor de teología en la Universidad. Es verdad que la misión de profesor universitario es una cosa y la de padre, pastor y maestro en la sede de San Pedro es otra.

Una novedad y originalidad de su pontificado, heredadas de su anterior ocupación intelectual en ese ámbito de la razón pública que es la Universidad, es su insistencia en mostrar que el hombre se fundamenta, vive y se consuma en una verdad que le precede y que él tiene que descubrir a la vez que construir en el tiempo; que la vida tiene que estar afincada en la verdad y la verdad tiene que ser realizada en la vida; que no son el poder, la mera riqueza o las posesiones, sino ella, lo que ilumina la vida personal ensanchándola, sanándola y haciéndola servidora del prójimo; que la libertad y la verdad son hermanas gemelas y que, por consiguiente, no se dignifica una anulando la otra. Desde aquí él iluminó la situación espiritual del mundo, escindido entre el positivismo de la ciencia y la fascinación de las utopías revolucionarias, entre la secularización de la conciencia y los fundamentalismos.

Ratzinger es el primer Papa que llega a la cátedra de San Pedro tras haber mantenido un diálogo permanente con culturas, ideologías y religiones, con los hombres de pensamiento y con los políticos. Sus intervenciones en Universidades públicas como la Sorbona, sus diálogos con filósofos como Habermas o D´Arcais, con políticos como M. Pera, le habían convertido en la víspera del Cónclave en el hombre representativo de una fe cristiana, que reclama la razón histórica junto con el diálogo entre Evangelio e Ilustración, que acepta el desafío de una modernidad erguida en soberana de la razón, a la vez que la urge a confrontarse con las últimas cuestiones de la existencia: la justicia, el sentido, la esperanza, el prójimo, la muerte, Dios.

Con ese legado de experiencia intelectual comienza su pontificado explicitando con toda nitidez sus primacías: el anuncio explícito del Evangelio; la colegialidad en el gobierno de la Iglesia; la búsqueda de la unidad de los cristianos; la defensa de la persona y de la vida; la prosecución del diálogo con las religiones; la promoción de la paz. Aún es demasiado pronto para enjuiciar su trayectoria. Una de sus características es la serenidad, calma y tiempo con que ha asumido su misión. No ha mostrado prisas ni tenido interés en grandes signos o declaraciones. Consciente de su edad, parece haberse fijado unos puntos muy sencillos pero muy fundamentales para su pontificado. Ha tardado en publicar su primera encíclica, apenas ha realizado viajes y aún no ha hecho nombramientos, de esos que sorprenden a las masas. Es un hombre de mirada larga y segura, libre y serena, más atenida a convicciones interiores que a repercusiones exteriores. Por eso es imprevisible en muchas de sus decisiones futuras. Si a ello se añade que viene solo desde sí mismo, sin grupos ni clanes tras de sí, entonces aparecen algunas de las características de su personalidad.

A estas alturas una cosecha de ideas, hechos y signos es ya reveladora: los discursos a la juventud en Colonia junto con las palabras dirigidas a judíos y musulmanes; su comportamiento en el Sínodo de los Obispos; la encíclica «Deus charitas est». A éstos yo añadiría alguna de sus homilías, que han de formar parte de antologías futuras: la tenida en los funerales de Juan Pablo II; la del día de la Inmaculada (en la que hace una relectura del pecado original y una admirable interpretación del fundamento y límites de la libertad finita ante Dios para mostrar que Él no es el antagonista sino el amigo y coadjutor del hombre); el discurso a la Curia romana el 22 de febrero, analizando la recepción que se ha dado del Concilio en doble clave: una, de reforma de la Iglesia anterior que ha traído admirables frutos; y otra, de ruptura con esa Iglesia que está siendo funesta para la fe y esperanza. Junto a textos, tenemos signos como el diálogo abierto y comprensivo con los sacerdotes del valle de Aosta en vacaciones; su actitud receptiva y comprensiva con los religiosos tras tensiones y distancias en el pontificado anterior; la cercanía a la vez que la clarificación crítica de movimientos y comunidades; la sustitución de la tiara por la mitra; la eliminación del título «patriarca de Occidente» en el Anuario Pontificio.

El eco que han encontrado sus palabras y el cariño que suscita su persona derivan de algo más elemental y sagrado: su humildad, su libertad, su serenidad, su confianza en el valor inmanente de las realidades a las que sirve; sobre todo, la evidencia de que quien le ha encargado esa misión le sostiene y acompaña. Esto le confiere el atrevimiento humilde y la credibilidad con que enuncia esas verdades esenciales que, por consabidas, olvidamos y pocos se atreven a recordarnos: que Dios es origen amoroso del hombre; que naturaleza y gracia convergen; que el impulso que asciende hacia Dios y la condescendencia encarnativa de Dios se encuentran; que la libertad es don de Dios para vivirla en gozo y construcción del mundo como servicio al prójimo; que nuestra razón no puede proceder de lo irracional-natural sino del Logos; que Europa tiene que reconocer las fuentes de su verdad y cultivar los fundamentos de su dignidad; que el único Dios y creador de todos, encarnado en nuestra historia para acompañarnos en nuestro destino, es el punto de origen y el punto de encuentro, es decir de la paz entre todos los hombres.

Apenas ha habido grandes acontecimientos en la vida de este Papa, y sin embargo con él todo es nuevo. La cátedra de la palabra ha sustituido al estrado del teatro. A Juan Pablo II se le iba a ver; a Benedicto XVI se le va a escuchar. Palabra y acción, texto y gesto, son inseparables. Pedimos a Dios que la luz y gracia que le dio para ser maestro hasta ahora, se las dé para ser igualmente padre y pastor. «Pastor y pasto solo y suerte buena», decía de Cristo Fray Luis de León.