Un año decisivo para la Unión Europea

Suena como tópico dramático, pero lo cierto es que puede ser ahora o nunca. La Unión Europea (UE) se enfrenta a un año decisivo, precisamente cuando cumple medio siglo de haber dado un nuevo paso osado con el Tratado de Roma de marzo de 1957, que transformó la inicial Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) de 1951 con la incorporación adicional de la Comunidad Económica Europea (CEE) y de la Comunidad Europea de Energía Atómica (EURATOM). En su conjunto, el nuevo escenario se llamaría oficialmente Comunidades Europeas, simplificado a Comunidad Europea (CE), pero conocido popularmente como Mercado Común, una etiqueta todavía usada en generaciones maduras europeas.

Esta dimensión contundentemente económica señalaba que la nueva criatura había ascendido al tercer peldaño de la integración económica, y superaba de esa manera el segundo, compuesto de una Unión Aduanera, con la imposición de un arancel común. Quedaba lejos el primer experimento de la CECA, limitada a una zona del libre comercio que solamente incluía dos productos estratégicos, pero necesarios para la producción de armas, con el fin de «hacer de la guerra algo impensable» y, por si acaso, «materialmente imposible».

A mitad de la década de los 80, nada menos que treinta años después de Roma, los responsables del experimento se dieron cuenta de que para completar el incumplido Mercado Común se necesitaban trescientas regulaciones individuales. Era la única manera de garantizar la plena circulación de mercancías, capitales, servicios y personas. De ahí que Jacques Delors, el presidente de la Comisión -ente diseñado como administración ejecutiva- más decisivo desde su fundador, Jean Monnet, convenciera al Consejo de la necesidad de aprobar un Acta Única (1986) que preparara también el camino a lo que un lustro después fue el Tratado de Maastricht (1992), que creó la UE.

Entonces se ejecutó un doble golpe para adoptar el euro como moneda común (el cuarto estrato de la integración, la unión monetaria), y proceder a la más espectacular ampliación de la UE (a casi el doble) que ha conocido su historia con tres etapas. Primero, en 1995, se procedió a la incorporación de tres países que por razones de la posguerra eran 'neutrales': Austria, Finlandia y Suecia. Luego, en 2004 se adhirieron de un solo golpe una decena de países, ocho de los cuales habían estado en la órbita soviética durante casi sesenta años, más Chipre y Malta. Al alborear 2007, otros dos, Rumanía y Bulgaria, han elevado el número de miembros a 27 socios, y ya son quinientos millones los habitantes de la UE. Todo se ha hecho en apenas quince años desde el final de la Guerra Fría.

Se cumple ahora un lustro desde la adopción del euro por 300 millones de ciudadanos en trece países de la UE, y un puñado de microestados que antes usaban monedas de Estados miembros. La evidencia muestra que los temores, reticencias y dudas acerca del buen funcionamiento del euro como moneda internacional (probado por su aceptación fuera de su medio propio) no se han cumplido. Esta realidad se expone en una monografía de María Lorca, profesora de la Universidad de Miami, que publicará el Centro de la UE, y en el contenido de un volumen, coeditado con mi colega, el economista Pedro Gomis-Porqueras, de próxima aparición en el Reino Unido, como resultado de una conferencia celebrada el año pasado, con la participación del comisario español encargado del euro, Joaquín Almunia.

El euro ha pasado el examen con éxito en las funciones fundamentales de todo mecanismo monetario. Aunque como unidad de cuenta (para fijar precios y registrar la deuda) el dólar es todavía el líder, como instrumento de cambio el euro está a punto de superarlo. Mientras el dólar sigue por delante por su papel como reserva de valor (para garantizar el valor de la moneda), la europea se está acercando al nivel de la norteamericana como moneda de reserva a nivel oficial.

Pero si estas dos actuaciones ambiciosas se han llevado a cabo con alto grado de efectividad, las advertencias que se hicieron simultáneamente acerca de la necesaria remodelación institucional de una organización acostumbrada a manejar a quince miembros con una cierta cohesión común no se han escuchado. Como respuesta, la UE entonces se comprometió a completar su entramado legal con la aprobación de un Tratado constitucional que actualizara y codificara las diversas propuestas para hacer el proyecto más viable, efectivo y con una proyección exterior equiparable al papel que el complejo mundo actual le demandada, en pos de la ulterior unión política. Lamentablemente, la Constitución descarriló en mitad del proceso de ratificación por el rechazo de los electorados francés y holandés.

Retrasado todo el calendario a la espera de mejores circunstancias, los ojos de los observadores se han posado en la presidencia alemana del presente semestre y las elecciones francesas de mayo. Dependiendo de la energía de la primera dimensión y de la disposición del nuevo liderazgo en París, se verá qué rumbo toma la UE.

Joaquín Roy, director del Centro de la UNión Europea de la Universidad de Miami.