Un año después del ataque en Londres

Por Charles Moore, ex director de «The Daily Telegraph» (ABC, 07/07/06):

HA pasado un año desde que cuatro musulmanes británicos hicieron saltar por los aires a 56 personas, ellos incluidos, en atentados con bombas instaladas en el transporte público londinense. El hecho de que el agente de policía que dirige la investigación haya tenido que anunciar que, hasta el momento, la búsqueda de cómplices no ha dado ningún resultado demuestra lo poco que saben las autoridades sobre el mundo de esa gente. Esa incapacidad para atrapar a delincuentes no es sólo una cuestión de métodos policiales, sino que forma parte de un fracaso mucho más generalizado de unos líderes occidentales que no comprenden la naturaleza de la amenaza a la que se enfrentan. Se trata de un problema intelectual, más que de organización.

Hace mucho que los gobiernos occidentales respetan la idea de que una «sociedad multicultural» es algo positivo. Eso les ha llevado a dar menos importancia a los ciudadanos corrientes, independientemente de la raza o la religión, y a poner un énfasis excesivo en el peso de la identidad comunal. El resultado paradójico ha sido que una sociedad muy liberal ha alentado a elementos muy poco liberales cuando cree que habla en nombre de las minorías. Por ejemplo, en Gran Bretaña, ello ha supuesto que el alcalde de izquierdas de Londres, Ken Livingstone, haya ofrecido su apoyo sin reservas a Yusuf al Qaradawi, el principal ideólogo religioso que hay detrás de Hamás. Al Qaradawi ha llamado perros y cerdos a los judíos, y apoya los atentados suicidas y el castigo violento a los homosexuales. Sin embargo, Livingstone, un firme defensor de la multirracialidad y los derechos de los gays, no ve nada impropio en esa alianza.

Incluso el Gobierno de Tony Blair, que para la mayoría de sus compañeros del Partido Laborista tiene un carácter derechista sin precedentes, ha seguido una política que trata a los musulmanes como un solo grupo con una visión común al que hay que permitir una aportación a la política y dar un porcentaje de las arcas del dinero público. Eso implica que los ciudadanos británicos que también son musulmanes suelen estar representados, según el Gobierno, por líderes que creen en una mezcla activa de religión y política. Esa gente afirma que los «musulmanes» quieren algo -por ejemplo, un cambio en la política exterior, más clases de árabe, o una ley que prohíba el «odio religioso»-, y el Gobierno está dispuesto a ceder.

Así que, cuando ocurre una atrocidad en el país o en el extranjero, muchos de esos líderes, que habitualmente condenan la violencia en unos términos bastante suaves, también lo aprovechan para solicitar concesiones que, según ellos, mitigarán la «ira» musulmana. Entre bastidores, en documentos que van saliendo paulatinamente a la luz pública, los diplomáticos y funcionarios civiles británicos, con frecuencia ayudados por asesores musulmanes, hablan sobre la importancia de apaciguar el extremismo y tender una mano a los islamistas. En el escándalo que provocaron las caricaturas danesas de Mahoma, la reacción oficial británica fue condenar la «provocación» que supuso la publicación de las viñetas, pero no las amenazas contra el director que la permitió.

En este planteamiento hay dos cosas mal. La primera es que confina a los ciudadanos musulmanes a un gueto. En lugar de celebrar su condición de británicos, continúa insistiendo en la diferencia. Pero a lo mejor la mayoría de ellos no quieren ser diferentes. Una reciente encuesta demostraba que, aunque un alarmante 13 por ciento de los musulmanes británicos consideraban mártires a los terroristas del 7-J, un número mucho mayor (56 por ciento) opinaban que Tony Blair no estaba actuando con suficiente dureza contra el extremismo islamista. De hecho, esa proporción era ligeramente mayor entre los musulmanes que entre la población en general: no están bien representados por los líderes con los que al Gobierno le gusta tratar. A menudo los líderes religiosos son vistos con rencor por personas que se consideran parte de una sociedad plural y libre, a diferencia de aquellas de las que provienen ellos o sus antepasados. Un imán moderado me dijo que un 80 por ciento de los imanes de Gran Bretaña no saben hablar inglés, y se preguntaba cómo pueden ser adecuados para guiar a ciudadanos británicos. Esta semana, el hermano del primer soldado británico musulmán que ha muerto en Afganistán lo expuso mucho mejor que nuestros políticos. Dijo que su hermano había sido un buen musulmán y un buen ciudadano británico, y que no creía en un conflicto entre ambas condiciones. Sin embargo, muchos musulmanes «moderados» destacados de Gran Bretaña se niegan a condenar a quienes asesinan a soldados británicos en Irak o Afganistán.

El segundo error es la idea de que sólo se puede acabar con la amenaza terrorista si se emprenden ciertas acciones, por ejemplo, la creación de un Estado palestino, la retirada de las tropas occidentales de Irak o la supresión de las «privaciones» en el país. Eso es una equivocación, aunque lógicamente ni la guerra ni las penurias son buenas, porque se niega a afrontar la ideología que todo lo abarca y que impulsa al terrorista.

Esta ideología, expresada por Osama bin Laden, pero que tiene su origen en algunos aspectos del islam temprano, ve a todas las sociedades no musulmanas como algo malo. De hecho, también considera a las sociedades musulmanas igual de malas a menos que apliquen la sharia, la ley de Dios, como legislación vigente en el país. Sin el gobierno de la sharia, todo gobierno es ilegítimo y, por tanto, derrocarlo, incluso por la fuerza si es necesario, es hacer la obra de Dios. Esa ideología no es una crítica a ciertos aspectos de la sociedad occidental. Es un rechazo a todas las ideas en las que se cimienta la sociedad occidental moderna. Para esa gente, el asesinato no es una lamentable necesidad a la que se ven abocados por una situación atroz: es un deber sagrado.

Para contrarrestar esa amenaza, Occidente debe tener una idea mucho más activa sobre aquello con lo que se identifica: por ejemplo, igualdad ante la ley, unas instituciones políticas plurales y una preferencia por los derechos del ciudadano frente a los del grupo. En los distintos países, se debe aplicar esa creencia a cuestiones como la enseñanza de la lengua nacional y el control de la incitación a la violencia en las mezquitas. Algunas cuestiones, como la ropa que llevan las niñas al colegio, siempre deberían verse a la luz de lo que una sociedad libre puede aceptar en lugar de como un privilegio para los musulmanes.

En todo el mundo, Occidente debe demostrar que cree que los musulmanes tienen tanto derecho a una sociedad libre como el resto de nosotros. En ese sentido, Estados Unidos, en cierta medida apoyado por Gran Bretaña, ha sido mucho más visionario que las potencias del continente europeo, que han apaciguado sistemáticamente a los extremistas y han preferido unos pactos corruptos con dictadores a la apertura de las sociedades que explotan. Por desgracia, los éxitos importantes, como las elecciones libres en Irak, se han visto menoscabados por la incapacidad de Estados Unidos para planificar una reconstrucción con antelación y, hoy en día, los «realistas», encabezados por la secretaria de Estado Condoleeza Rice, han vuelto a tomar las riendas, buscando acuerdos en lugar de un cambio. Parece improbable que a Irán, gobernado por un hombre que es un fanático religioso y un tipo astuto, se le permita obtener la bomba nuclear. La guerra contra el terrorismo empeorará antes de mejorar.