Un año horrible

El cuestionamiento de la Monarquía parlamentaria en España no es cosa nueva. Desde el mismo momento de su reinstauración en 1975 y a lo largo del reinado de Juan Carlos fue objeto de descalificación como heredera del franquismo (en este país en el que tantos males se achacan puerilmente a la herencia de tiempos y errores pasados). Carecía por ende de legitimidad, afirmaban los antimonárquicos, lo que en poco tiempo traería por fuerza un cambio de sistema.

El sentimiento republicano firmemente instalado en España era, con su fuerte apoyo racional e ideológico en la clase política e intelectual y una opinión muy sincera de gran parte de la sociedad, una idea sustentada sobre todo en la intuición de que una república sería a la fuerza más democrática, más libre, menos infestada de privilegios. El mundo era aún bipolar. Se olvida que los tiempos han cambiado y que una monarquía ofrece hoy tanta libertad y democracia como una república.

Nadie contaba además con el Rey. Resultó que era un tipo simpático que se hizo inmediatamente popular y que parecía más a gusto comiéndose unos churros con chocolate que un suflé de queso. Lejos de comportarse como heredero del dictador, pronto empezó a tomar riesgos aperturistas con vistas al futuro. Que lo hiciera por convicción inquebrantable, por olfato, empujado por las circunstancias o convencido por sus colaboradores y los políticos que lo rodeaban es irrelevante. Lo hizo: rompió con la dictadura (y se ganó el apodo de traidor y perjuro), legalizó a comunistas y socialistas, sancionó la Constitución y a punto estuvo de ser desensillado el 23-F; que su resistencia al golpe naciera del ejemplo de su cuñado en Grecia, de un innato pragmatismo o de un sincero sentimiento democrático tampoco tiene importancia. El hecho es que resistió rodeado de traidores, con la excepción del general Fernández Campo.

De pronto, la intelligentsia dejó de ser mayoritariamente republicana para declararse “juancarlista”. Bueno, por un tiempo, hasta la muerte del Rey y después se vería, en el sobrentendido de que esa sería la oportunidad de proclamar la república.

No sé si fue en este momento o tal vez hacia el final del Gobierno de Felipe González (puesto que González, último hombre de Estado, nunca dejó solo al Rey) cuando la Corona empezó a volar por su cuenta, sin consejo firme de nadie, sin corte (y no me refiero a la de los oropeles sino a la de la influencia política e intelectual), sin ayuda. Tal vez coincidiera con la salida de Sabino Fernández Campo, no estoy seguro. El hecho es que, pese a todas las declaraciones de lealtad de propios y extraños, el Rey ha carecido de guía firme y apoyo institucional desde el Gobierno y desde el principal partido de la oposición. Ha pasado años colgado de la brocha. ¿Cómo no iba a cometer errores? Se esperaba de él todo a cambio de nada: un gran monarca sin consejo que jamás podía permitirse el lujo de equivocarse y al que además, últimamente, su familia crea dificultades. En vista de lo cual, los mejor intencionados de entre sus adversarios le piden que abdique en su hijo; los menos amigos, que se le destituya y se cambie el sistema político.

Precisamente a causa de los problemas que nos atenazan a todos, lo más práctico, me parece, no es cortarle la cabeza al sistema con la convicción de que ese mero hecho los resolverá, sino hacerles frente con algo más que un “si Dios quiere” que es lo que en estos momentos se invoca como suprema fórmula de economía aplicada.

Asombra la velocidad a la que los españoles nos hemos irritado por fin con el statu quo y la voluntad revolucionaria con que lo contemplamos. En este año horrible en el que todo se ha torcido, los españoles pagamos las consecuencias de la crisis, de la pobreza sobrevenida, del paro, de la incertidumbre, de la corrupción y de una situación política que ha dejado de satisfacer y de enorgullecer al país. Los gobernantes no saben qué hacer, pero con seguridad la solución, por resumirlo chuscamente, no pasa por echarle la culpa a un elefante de Botsuana ni que al Rey se le rompa un hueso.

Aquí se produce una confusión: el problema es económico, aunque su raíz obviamente sea política, pero parece que se quiere que sea solo político. No es razonable requerir un cambio de sistema de gobernación cuando lo que es urgentemente necesario es un cambio en el manejo de la economía y de la ética, una alteración de las recetas, el castigo de los corruptos y una mayor firmeza frente a la UE.

No es bueno olvidar que el Rey no es culpable, sino simplemente una figura de consenso: reina pero no gobierna y no dispone de capacidad ejecutiva para resolver, solo para aconsejar con prudencia. Necesita, eso sí, como poco a poco le va pidiendo el estado de derecho, claridad en sus actividades y precisión en su control. No pretende haber recibido la corona de Dios; sabe que su legitimidad reside en el pueblo. Y estaría bien que no desdeñáramos el papel que ha desempeñado en la democracia. Tal vez así evitaríamos la tentación de entregarnos a la brutal convulsión de un cambio de sistema, a la elección de un presidente (que bien podría ser José María Aznar o José Luis Rodríguez Zapatero) y a la construcción de la adhesión reverencial requerida para ponerse al frente de la delicada tarea de satisfacer a todos, aunque sea en el mínimo común denominador.

Fernando Schwartz es escritor.

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