Un año que vivimos peligrosamente

Por Francis Fukuyama, catedrático de Economía Política en la John Hopkins University (ABC, 17/11/05):

Hace un año, el director de cine holandés Theo van Gogh fue asesinado de un corte ritual en el cuello por Mohamed Buyeri, un musulmán nacido en Holanda que hablaba holandés perfectamente. Este hecho ha transformado completamente la política holandesa, y ha hecho que se refuercen los controles policiales que ya han interrumpido prácticamente la inmigración a ese país. Junto con los atentados del 7 de julio en Londres (también perpetrados por musulmanes de segunda generación que eran ciudadanos británicos), este hecho también debería cambiar drásticamente nuestra visión de la naturaleza de la amenaza del islamismo radical.

Hemos tendido a ver el terrorismo yihadista como algo que aparece en partes disfuncionales del mundo, como Afganistán, Pakistán u Oriente Próximo, y que luego se exporta a Occidente. Para protegernos debemos o construir muros para aislarnos, o, según la administración Bush, ir «hasta allí» e intentar resolver el problema de raíz promoviendo la democracia. Sin embargo, hay buenas razones para pensar que una fuente fundamental del islamismo radical contemporáneo está, no en Oriente Próximo, sino en Europa Occidental. Además del caso de Buyeri y de los terroristas suicidas de Londres, los terroristas del 11-M en Madrid y los cabecillas de los atentados del 11-S, como Mohamed Atta, fueron adoctrinados en Europa.

En Holanda, donde más del 6 por ciento de la población es musulmana, hay mucho radicalismo a pesar de que es un país moderno y democrático. Y la opción de aislar al país de este problema mediante un muro no existe. Cuando vemos la ideología islamista contemporánea como una afirmación de la cultura o los valores musulmanes tradicionales la estamos malinterpretando profundamente. En un país musulmán tradicional, la identidad religiosa no es una cuestión opcional; se recibe, junto con el estatus, las costumbres y los hábitos, incluso la futura pareja en matrimonio, del entorno social. En una sociedad así no hay confusión acerca de quién es uno, puesto que su identidad le es dada y confirmada por todas las instituciones sociales, desde la familia hasta la mezquita, pasando por el Estado. No puede decirse lo mismo de un musulmán que vive como inmigrante en un suburbio de Ámsterdam o de París. De repente, la identidad está a disposición de uno; se tiene, al parecer, una capacidad de elección infinita a la hora de decidir hasta qué punto se quiere uno integrar en la sociedad no musulmana que le rodea.

En su libro «Globalized Islam» (El Islam Globalizado) (2004), el académico francés Olivier Roy sostiene de manera convincente que el radicalismo es precisamente el producto de la «desterritorialización» del Islam, que despoja a la identidad musulmana de todos los apoyos sociales que recibe en una sociedad musulmana tradicional. El problema de identidad es particularmente severo para los hijos de los inmigrantes de segunda o tercera generación. Se crían fuera de la cultura tradicional de sus padres, pero a diferencia de la mayoría de los recién llegados a Estados Unidos, pocos se sienten verdaderamente aceptados por la sociedad que les rodea.

Los europeos contemporáneos otorgan poca importancia a la identidad nacional en favor de una europeidad abierta, tolerante, «pos nacional». Pero los holandeses, alemanes, franceses y demás, retienen un fuerte sentido de su identidad nacional y, en grados diferentes, se trata de una identidad que no resulta accesible para la gente que llega de Turquía, Marruecos o Pakistán. La integración está aún más dificultada por el hecho de que las rígidas leyes laborales europeas han hecho que para los inmigrantes recientes o para sus hijos no sea sencillo encontrar empleos poco cualificados. Una proporción significativa de los inmigrantes vive gracias a subsidios, lo que significa que no tienen la dignidad de contribuir con su trabajo a la sociedad que les rodea. Ellos y sus hijos se ven a sí mismos como extraños.

En este contexto aparece alguien como Osama bin Laden, que ofrece a los jóvenes conversos una versión universalista y pura del Islam que ha sido despojada de sus santos, costumbres y tradiciones locales. El islamismo radical les dice exactamente quiénes son: miembros respetados de una umma musulmana global a la que pueden pertenecer a pesar de que vivan en territorios infieles. La religión ya no se ve apoyada, como en una verdadera sociedad musulmana, por la conformidad con una serie de costumbres y observancias sociales externas, sino que es más bien cuestión de creencia interior. De ahí la comparación que hace Roy del islamismo moderno con la Reforma Protestante, que, de forma similar, hizo que la religión se centrara en sí misma y la despojó de rituales externos y apoyos sociales.

Si esto resulta ser en efecto una descripción acertada de una importante fuente del radicalismo, pueden derivarse de ella varias conclusiones. En primer lugar, el reto que representa el islamismo no es extraño ni desconocido. La transición rápida hacia la modernidad siempre ha provocado una radicalización; hemos visto formas exactamente iguales de alienación entre los jóvenes que en generaciones anteriores se convertían en anarquistas, bolcheviques, fascistas o miembros de la Bader-Meinhof. La ideología cambia, pero la psicología subyacente es la misma. Además, el islamismo radical es tanto un producto de la modernización y de la globalización como un fenómeno religioso; no sería ni mucho menos tan intenso si los musulmanes no pudieran viajar, navegar por Internet, o desconectarse de cualquier otra manera de su propia cultura. Esto significa que «arreglar» Oriente Próximo llevando la modernidad y la democracia a países como Egipto y Arabia Saudí no solucionará el problema del terrorismo, sino que podría empeorarlo a corto plazo. La democracia y la modernización del mundo musulmán son deseables en sí mismos, pero seguiremos teniendo un gran problema de terrorismo en Europa al margen de lo que allí suceda.

El verdadero reto para la democracia radica en Europa, donde el problema es interno, y consiste en integrar a elevados números de jóvenes musulmanes airados, y hacerlo de manera que no provoque una reacción aún más airada por parte de los populistas de extrema derecha. Hace falta que ocurran dos cosas: en primer lugar, países como Holanda y Reino Unido deben dar marcha atrás en sus contraproducentes políticas multiculturales que han protegido al radicalismo, y tomar medidas enérgicas contra los extremistas. Pero en segundo lugar, también deben reformular sus definiciones de la identidad nacional para aceptar mejor a las personas que vienen de un entorno no occidental. Lo primero ya ha empezado a ocurrir. Holandeses y británicos han llegado al reconocimiento tardío de que la versión del multiculturalismo que solían practicar era peligrosa y contraproducente. La tolerancia liberal era interpretada como un respeto no por los derechos de los individuos sino de los grupos, algunos de los cuales eran intolerantes. Por un equivocado sentido del respeto hacia otras culturas, se dejaba que las minorías musulmanas regularan su propio comportamiento. En Holanda, donde el Estado apoya colegios separados católicos, protestantes y socialistas, fue fácil crear un «pilar» musulmán que pronto se convirtió en un gueto desconectado de la sociedad circundante.

Desde el asesinato de Van Gogh, los holandeses se han embarcado en un debate vigoroso y a menudo impolítico sobre lo que significa ser holandés, en el que algunos exigen a los inmigrantes no sólo la capacidad de hablar holandés, sino también un conocimiento detallado de la historia y la cultura holandesas que ni siquiera muchos holandeses poseen. Pero la identidad nacional ha de ser una fuente de inclusión, no de exclusión; y tampoco puede basarse, a diferencia de lo que afirmaba Pym Fortuyn, asesinado en 2003, en una tolerancia infinita y la ausencia de valores. Los holandeses al menos han roto la asfixiante barrera de la corrección política que ha impedido a la mayoría de los demás países europeos iniciar siquiera el debate acerca de los temas interconectados de la identidad, la cultura y la inmigración. Pero acertar con el problema de la identidad nacional es tarea delicada y escurridiza. Muchos europeos afirman que el crisol estadounidense no puede transportarse a suelo europeo. En Europa, la identidad sigue enraizada en la sangre, la tierra y en antiguos recuerdos compartidos. Esto puede ser cierto, pero, si lo es, la democracia en Europa tendrá serios problemas a medida que los musulmanes se conviertan en un porcentaje aún mayor de la población.