Un antídoto al populismo desde las bases

Los partidos políticos que en otros tiempos dominaron las democracias occidentales están en crisis. Muchos han sufrido desastres electorales, lo que incluye a Francia, Italia, Grecia, el Reino Unido y otros países. Otros cambiaron tan radicalmente que sólo su nombre sigue siendo el mismo. El Partido Republicano del presidente estadounidense Donald Trump tiene poco en común con el del expresidente Ronald Reagan.

Se dan fenómenos similares en todo Occidente. Las dirigencias de los partidos otrora dominantes oscilan entre la negación y la desesperación, mientras los populistas les roban a sus simpatizantes tradicionales. Algunos se niegan a ver razones legítimas para la derrota, y tildan de “deplorables” a los partidarios de sus oponentes, como hizo Hillary Clinton poco después de perder ante Trump en 2016; a otros la oleada populista los dejó petrificados, incapaces de organizar una contraofensiva.

Pero ni la negación ni la autocomplacencia resolverán la parálisis política. Los progresistas deben reconstruir, y el primer paso para ello es un diagnóstico de las falencias de los partidos tradicionales. Parte del problema es que estos no se dieron cuenta de cuáles son los temas reales de la época. Combatientes todavía en viejos campos de batalla ideológicos, hicieron la vista gorda ante la pérdida de movilidad social, el agravamiento de las crisis ambientales, la creciente desigualdad geográfica, las tensiones derivadas del multiculturalismo y otras cuestiones que tienen importancia real para los votantes. Hace décadas eran la vanguardia; hoy están solos y desorientados, preguntándose a dónde se habrán ido todos.

Tal vez las ciencias sociales puedan explicarnos por qué los partidos tradicionales perdieron el rumbo. La brecha entre su análisis objetivo de la realidad y sus políticas en el gobierno se convirtió en un abismo. Por ejemplo, en la mayoría de los países occidentales los economistas sabían hace mucho de la creciente división en términos de ingresos y otros indicadores entre algunas ciudades ricas (beneficiadas por la globalización) y el resto. Pero sólo con la llegada del gobierno del presidente francés Emmanuel Macron una administración nacional implementó rebajas de impuestos basadas en el lugar de residencia. Ahora el 1% del PIB de Francia se redistribuye en primer término entre las regiones más pobres del país.

Los partidos tradicionales también podrían aprender algo si escucharan a los votantes directamente, en vez de hacerlo solamente a través del filtro de los medios y las encuestas. En 2016, el movimiento En Marcha, de Macron, inició la mayor recorrida de consultas puerta a puerta de la historia de Francia. Las respuestas de los votantes se convirtieron en la base de la campaña presidencial de Macron.

Por ejemplo, más de un año antes de las revelaciones sobre los presuntos abusos sexuales de Harvey Weinstein, la recorrida, bautizada “La Grande Marche”, había reunido incontables testimonios de mujeres en relación con casos de acoso, y Macron se comprometió a combatir el problema si resultaba elegido. En aquel momento, la postura de Macron lo hizo blanco de las burlas de sus adversarios; las risas se callaron pronto, con el surgimiento de la era #MeToo.

Pero incluso una comprensión cabal de la sociedad no es suficiente. Los partidos tradicionales también padecen una organización defectuosa. Siempre creyeron que la política moderna debe organizarse en torno de las elecciones, con apariciones periódicas de activistas para entregar folletos y promocionar a los candidatos. Esto no es tanto una cuestión de cinismo cuanto un síntoma de un modo de pensar que trata a la democracia como un mercado en el que hay proveedores (el gobierno) y consumidores (los ciudadanos). Según este punto de vista, los partidos sólo existen para obtener y conservar el poder. No extraña que entre elecciones, los ciudadanos, e incluso los afiliados al partido, se sientan ignorados.

Pese a estas falencias, los partidos establecidos tenían una variedad de fortalezas que evitaron su colapso. En años recientes tuvieron una ventaja tecnológica sobre oponentes menos establecidos, y eran los únicos actores políticos con grupos de apoyo organizados, capaces de movilizar a la gente para las elecciones, organizar protestas y empezar peticiones.

Pero este modelo ya no es sostenible. Hoy los ciudadanos se niegan a ser meros consumidores de políticas públicas. El aumento de los niveles educativos trajo consigo nuevas demandas de empoderamiento. Los votantes quieren que se los trate como actores políticos por propio derecho, no como peones de un juego ajeno.

Además, los gobiernos ya no son los únicos proveedores de políticas. Esta es una de las duras lecciones que aprendimos en los dos años que trabajamos con Macron en el Elíseo. Los principales desafíos para la formulación de políticas en la actualidad (el cambio climático, el extremismo religioso, la disrupción digital, la igualdad de género) no los pueden resolver solos los gobiernos nacionales. Demandan profundos cambios culturales, y en la mayoría de los casos, acción en los niveles sub y supranacional.

Finalmente, la tecnología redujo las barreras a la participación política, de modo que los partidos tradicionales ya no pueden confiar en la ventaja de estar establecidos y tener redes de apoyo afianzadas. Alguien que aprendió a manejar Google, Twitter y Facebook puede prescindir de una maquinaria partidaria de hace un siglo.

Es necesario reconstruir los movimientos políticos a tono con esta realidad. Hay que poner el acento en acciones específicas, no sólo en las elecciones. La estructura organizativa formal de los partidos debe actuar como órgano administrativo interno, pero la cara visible debe estar integrada por la gente en el nivel local. En La República en Marcha lo llamamos proyectos de ciudadanía locales. Pueden incluir desde cursos extracurriculares y programas de interacción con inmigrantes hasta huertas cooperativas y sesiones de capacitación digital para personas de más edad. En cada caso, se trata de ofrecer soluciones adaptadas a los problemas locales y así fortalecer las comunidades. Hay que empezar a considerar esos proyectos como complementos esenciales de las políticas públicas.

En el futuro, la capacidad de los partidos para ofrecer formas de participación política y comunitaria gratificantes será un elemento esencial de su atractivo. Y demostrando el progresismo en acción día a día, los partidos ya habrán sentado las bases para el éxito al momento de la elección.

Cuando los votantes no quieren oír lo que uno tiene para decirles, la solución no es gritar más alto. Esta es la dura lección que aprendieron los partidos tradicionales. El único modo de obtener el apoyo de la gente es demostrar compromiso con mejorarle la vida, no sólo ganar elecciones. De modo que reconectar con las inquietudes de los votantes va de la mano con adaptar las organizaciones partidarias. Para tener una alternativa victoriosa al populismo, necesitamos un progresismo de base.

David Amiel coordinated the conception of French President Emmanuel Macron’s campaign platform and was a policy adviser to the president from 2017 to 2019. He is a co-author of Le progrès ne tombe pas du ciel: Manifeste. Ismaël Emelien, a co-founder of En Marche !, has been Head of Strategy for French President Emmanuel Macron since 2014 and was Macron’s special adviser for strategy and communication from 2017 to 2019. He is a co-author of Le progrès ne tombe pas du ciel : Manifeste. Traducción: Esteban Flamini.

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