Un balance mirando al futuro

n nuestra tradición, estos días de fiesta son también días de balance. Hacen balance las empresas, las instituciones y las familias. Hacemos balance las personas. Echamos la vista atrás y tratamos de evaluar cómo nos ha ido el año, porque ese balance es también una condición necesaria de la promesa del año que empieza. Como le ocurre a las personas, a las familias y a las empresas, la política también se hace un propósito cuando comienza un ciclo, sea el del año o el de la legislatura. Y, precisamente ahora, nos encontramos al comienzo del año que cierra el ciclo de la presente legislatura. Un buen momento para el juicio y para la esperanza, para una esperanza juiciosa.

Si tenemos que hacer balance del año político, parece razonable que lo hagamos desde el papel que nos corresponde, que es el de una oposición democrática en un sistema democrático. Quiero decir con esto que, por obligación, nuestro análisis no puede ser complaciente, que no debería serlo incluso en las mejores condiciones, y estamos lejos de encontrarnos en condiciones siquiera aceptables. Ciertamente hay quien se lamenta de que la crítica que hace la oposición a la acción del Gobierno sea previsible. Pero que la crítica de la oposición sea previsible es un signo de normalidad democrática equivalente a lo que decía Churchill del lechero. Los errores del Gobierno están a la vista de todo el mundo, igual que las necesidades de nuestra sociedad. La oposición es la voz de la calle en las instituciones, y no puede sonar de forma muy diferente en las instituciones a como suena en la calle.

Y lo que suena en la calle es la expresión de un profundo malestar que nace de las políticas del Gobierno pero que ya va más allá de las diferentes políticas, económica, laboral, sanitaria, cultural, para alcanzar a la política con mayúsculas. Un malestar con el funcionamiento de nuestra democracia, con el desempeño de nuestras instituciones, con todo el sistema político. Y ese malestar es el principal logro, por llamarlo de alguna manera, del Gobierno del presidente Rajoy. El fruto de la decepción que ha producido el contraste entre el caudal de crédito que recibió, en forma de una cómoda mayoría absoluta, y el uso que el Gobierno del PP ha hecho de esa mayoría. Ciertamente, nadie lo niega, el Gobierno se ha enfrentado a una situación difícil, aunque no más difícil que la del Gobierno anterior. Pero, a diferencia del último Gobierno socialista, el actual Gobierno ya conocía la situación a la que debía hacer frente y disponía de unos recursos políticos, en forma de mayoría parlamentaria, a la altura del reto al que debía enfrentarse.

Cuando el tiempo en el que se pueden echar las culpas a la herencia recibida se ha agotado, se evidencia la verdadera identidad de un Gobierno. Y si uno es lo que hace, el Gobierno del señor Rajoy es poco y malo. Incapaz de unir al país en torno a un proyecto a la altura de las dificultades, un proyecto pensado con inteligencia y generosidad, todo lo que se le ha ocurrido intentar es llevar a cabo su programa máximo ¡de 1978!: es decir, un proceso de recentralización territorial; una tentativa de retroceso en las libertades, con la imposición de una determinada moral confesional en su versión más integrista, y un recorte en los derechos laborales de los trabajadores y en los derechos sociales de todos los ciudadanos. A lo que hay que añadir la temeraria abulia con la que el Gobierno ha respondido al problema de la corrupción, especialmente a la más cercana a su partido, así como el antidemocrático uso de los medios de comunicación públicos, o de los órganos constitucionales cuya independencia debe proteger en lugar de alterar. Es en todo eso en lo que el presidente Rajoy ha invertido el generoso crédito que le concedieron los españoles y las españolas en noviembre de 2011. Sin duda alguien podría reprocharnos que este es un juicio en exceso riguroso con el Gobierno. ¿Debería ser otra la valoración que hace la oposición de la acción de un Gobierno del que sólo el 6% de los ciudadanos y ciudadanas dicen que lo está haciendo bien o muy bien? ¿Podría ser otra?

No nos duelen prendas en reconocer que algunos datos macroeconómicos son moderadamente positivos, antes al contrario, los socialistas, como todos los ciudadanos y ciudadanas de nuestro país, estamos deseosos de ver cómo esos datos mejoran y se consolidan. Ahora bien, no parece justo que atribuyamos al Gobierno el mérito de la caída del precio del petróleo, de la depreciación del euro o de las medidas de estímulo del Banco Central Europeo. Porque esos, y no las políticas del Gobierno, son los principales factores que explican la mejora de ciertos parámetros de nuestra macroeconomía. Sin embargo, hacia donde se dirige el juicio de los ciudadanos, y hacia donde debe dirigirse el juicio de la oposición es hacia allí donde el Gobierno sí tiene la libertad de decidir y, por tanto, la responsabilidad sobre los resultados.

Lo que explica la desafección política de amplias capas de las clases medias y trabajadoras de nuestro país, son precisamente los golpes que las políticas del Gobierno han asestado a esas clases medias y trabajadoras. Una reforma laboral que ha servido para enviar a cientos de miles de personas a las filas del precariado, un nuevo sector social que debe ser escuchado y atendido. Una reforma fiscal que beneficia a quien más tiene, y que perjudica a amplias capas sociales que, además del paro, la precariedad y la pérdida de poder adquisitivo de sus salarios, deberán sufrir el desmantelamiento de un Estado del bienestar cuyo sostenimiento es incompatible con los regalos fiscales a los más ricos. La tercera reforma es la suma de todas las medidas que preconstituyen la justificación para acabar con un sistema de pensiones para todos y dar entrada a los fondos de pensiones privados. Una reforma que abre al capital financiero el negocio del aseguramiento, en pensiones y también en sanidad, después de que la burbuja inmobiliaria diera al traste con el negocio del crédito.

Es el deterioro de las condiciones de vida de amplias capas de nuestra sociedad, la mal llamada política de la austeridad, que no es más que la política del egoísmo y de la desigualdad, protagonizado por un Gobierno que prometió hacer lo contrario de lo que ha hecho y recibió abundante crédito social para hacerlo, lo que ha puesto las condiciones para que crezca la semilla de nuevas decepciones de promesas imposibles de cumplir. Por eso los socialistas estamos empeñados en presentar a la sociedad española un proyecto de cambio posible, que tenga la humildad de reconocer la dificultad de la tarea y que tenga la grandeza de integrar a la amplia mayoría en la tarea de reconstruir un bienestar y una prosperidad que estén distribuidos con la justicia que ha faltado en el reparto de los sacrificios en la lucha contra la crisis. Para eso vamos a seguir trabajando.

Pedro Sánchez es secretario general del PSOE.

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