Un barroco maragallista

Por Valentí Puig, escritor (ABC, 01/09/03).

Los falsos problemas a veces han permitido que la ciencia obtuviera resultados en otro ámbito, para un problema posible. «In extremis», pudiera ser el caso de Pasqual Maragall: enfrascado en solventar el problema de una España que ya no es problema tal vez logre al azar descubrir alguna solución concreta para el temario pendiente de la sociedad catalana. En realidad, Maragall no es un secesionista: procede de la escuela regeneracionista y ha vivido los valores de la Institución Libre de Enseñanza. Paradójicamente, ese sustrato sumado a una imaginación política en plenitud de agitación neuronal ya ha sobrepasado los formatos de la ciencia táctica y pasa a ser, se diría que con complacencia de «enfant terrible», un componente de dislocadura en varios frentes abiertos: entre el PSOE y la situación vasca, entre el PSOE y su electorado en toda España, en consensos de Estado PSOE-PP y en el seno propio del PSC-PSOE. En pocos meses se sabrá si Maragall no ha ido dislocando también las posibilidades electorales del socialismo en Cataluña, después de haber rozado los umbrales del poder en las elecciones autonómicas de 1999.

Toda la precampaña electoral en Cataluña, en este aspecto, está poniendo a prueba la paciencia de la opinión pública, si es que no genera apatía e indiferencia. Ante el muestrario de las distintas propuestas estatutarias, la reacción de los famosos votos duales y del abstencionismo diferencial será ilustrativa. El votante dual opta por candidaturas distintas si las elecciones son generales o autonómicas: pasa del PSC-PSOE a CiU o, en menor grado, del PP a CiU. La abstención diferencial -uno de los déficits democráticos más notorios de la sociedad catalana- consiste en no votar en las autonómicas pero sí en la legislativas, con provecho para el PSOE. Esa abstención diferencial es la más alta de España.

En ese paisaje fue surgiendo el maragallismo, un dato político que combina ciertos ingredientes de liderato y dosis abundantes de estrategia electoral, como fue el pacto histórico entre el PSOE y el socialismo catalanista. Ahora ocurre que incluso en las filas socialistas se comienza a sospechar que la guinda maragallista ya no es la solución sino parte del problema. Pasqual Maragall lleva demasiado tiempo inventándose sus propias normas y saliéndose con la suya. Reaparece este verano invocando las dos Españas de Machado, el catastrofismo y la inevitabilidad de que España estalle si al partido en el gobierno los electores le vuelven a dar la mayoría. Hacia tiempo que desde Cataluña no se tramitaban mensajes de tanta contundencia, salvo desde posturas residuales de vida ondulante, como el soberanismo republicano, tal vez socio de gobierno de Maragall en caso de que los electores le den confianza.

Uno puede inventarse normas para su higiene personal o para la conducción de la vida familiar, pero ni tan siquiera en una política concebida en tiempo real, como correlato del fluir informático, es factible anticipar reformas del Estado como quien diseña el jardín del chalé en una servilleta de papel. Por supuesto, ese no es el caso de Maragall aunque esté logrando expresarse de forma tan errática que perjudica la introspección de lo pensado. El contagio llega hasta Rodríguez Zapatero y cuartea los contenidos del documento «La estructura de Estado» que el PSOE asumió en tiempo de Joaquín Almunia en 1998. Un año más tarde, los socialistas insistían: «No somos partidarios de reformas profundas en el bloque constitucional, excepto en lo que se refiere a la configuración del Senado». Maragall ha escrito que España es un proyecto y Cataluña una realidad. Es una concepción honrosamente redentista pero desapegada de la historia reciente. Insiste Maragall: «Cataluña es verdad, España es, más bien, un envoltorio, una cosa que se puede recrear».

La improvisación imaginativa es uno de los rasgos políticos de Maragall, con un efecto colateral: dada la celeridad con que concibe sus iniciativas verbales, prácticamente «in situ», a menudo carecen de ese contexto de prioridades que el elector y la opinión pública en su conjunto necesitan para distinguir entre valores y gestos, entre tácticas y estrategias, entre ocurrencias e ideas. Por ejemplo: empeñado en su tesis sobre la refundación constitucional de España, Maragall añade de paso la idea de la transregionalidad. Luego interviene Rodríguez Zapatero para explicar que esa ya es una práctica europea y que el PP no se había enterado. Si las cosas son así, uno se pregunta que otro método que la confusión puede haber llevado a Maragall a sumar algo ya descubierto y operativo a su ya de por sí polémica transformación de las Españas. Curiosamente, el fracaso del concepto de «Països Catalans» -un «hinterland» valenciano-balear para Cataluña- ha sido aceptado incluso por Jordi Pujol. En el Estado integral de la Segunda República, la federación de regiones autónomas estuvo explícitamente fuera de lugar. Tampoco está de más recordar que en el marco de los «Països Catalans», la comunidad valenciana y la balear hoy transcurren políticamente con mayoría absoluta del PP y que, en Cataluña, CiU necesita de los votos del PP para llegar a fin de mes. Lo más característico en el discurrir de Pasqual Maragall es ese impacto de imaginaciones simultáneas que alcanzan forma de tropel, para difícil aprehensión del común de los mortales.

Valentí Almirall, uno de los fundadores del catalanismo y gran conocedor de la constitución norteamericana y del federalismo suizo, prefería hablar de «Estado compuesto» porque «aquí la palabra federalismo va unida al recuerdo de un período de incapacidad gubernamental y de miseria tales, que su posible retorno atemorizaría incluso a quienes más persuadidos estamos de la situación misérrima a la que hemos llegado». La república federal y sinalagmática -es decir, por contratos bilaterales- fue una fantasía ideocrática de Pi i Margall, conducente al cantonalismo. La propuesta de Pasqual Maragall es muy distinta pero todavía parece carecer de los sedimentos de lo que ha sido concebido para durar. Esos trazados arquitectónicos requieren un ser constantes y prudentes. Maragall está en otro «tempo», en el escorzo, en la impremeditación seductora. Si según la distinción magistral lo clásico son las formas que pesan y lo barroco son las formas que vuelan, Maragall es un político barroco, cambiante. Como la escultura barroca según la definen los tratadistas, rehuye el contorno, la fijación en una silueta determinada. Es la preferencia por los planos movidos, por aquella inestabilidad que generan las alteraciones de luz.